Frédéric Bastiat

Me decía a mí mismo entrando en París en cierta ocasión que fui a visitarlo:

—Aquí dentro hay un millón de seres humanos que perecían seguramente en pocos días sino afluyesen hacia tan vasta metrópoli bastimentos de todos géneros. La imaginación se asombra al considerar la multitud inmensa de objetos que deben entrar mañana por sus puertas, sopena de que se extinga la vida de sus habitantes entre los horrores del hambre, los tumultos y el pillaje. Y no obstante, todos duermen en este momento, sin que la idea de tan espantosa perspectiva turbe ni un instante su sueño pacífico. Por otra parte, ochenta departamentos han ocupado el día de hoy en preparar la provisión de París, pero sin convenirse previamente, sin concertarse y sin entenderse. ¿Cómo recala diariamente sobre este gigantesco mercado precisamente lo que se necesita, ni nada más, ni nada menos? ¿Quién es pues esa ingeniosa y secreta providencia que preside la pasmosa regularidad de movimientos tan complicados; regularidad a la que no hay uno que no se abandone con fe sincera y confiada, por más que de ella dependa el bienestar y la vida? Nadie habrá tan iluso que deje de conocer que este poder es un principio absoluto, el principio de la libertad de las transacciones. Nosotros tenemos fe en esta luz íntima que la Providencia ha inculcado en el corazón de los hombres; fe, a la cual está confiada la conservación y progreso indefinido de nuestra especie; interés, pues que es preciso darle su verdadero nombre, tan activo, tan vigilante, tan previsor, cuanta sea la libertad de su acción. ¿Qué sería de vosotros, habitantes de París, si a un ministro, por superiores dotes que se le atribuyan, quisiera sustituir a esta providencia, que también la hemos llamado poder, las combinaciones de su genio? ¿Si se propusiese subordinar a su dirección suprema tan prodigioso mecanismo; reunir todos los resortes en sus manos; decidir cómo, cuándo y con qué condiciones debe producirse cada objeto, trasportarse, cambiarse y consumirse? ¡Oh Paris, Paris!, qué de sufrimientos conturbarían tu recinto: la miseria, la desesperación y acaso, acaso la inanición harían derramar tantas lágrimas que no pudiesen ser enjugadas por la más ardiente caridad: es probable, es seguro, me atrevo a decir, que la intervención arbitraria del gobierno multiplicaría hasta lo infinito vuestro dolor y derramaría sobre vosotros todos los males de que ahora no son víctimas más que algunos de vuestros conciudadanos en muy corto número.

(Extracto de «Il n’y a pas de principes absolus», en Sophismes économiques, Petit pamphlets I, Oeuvres complètes, Tome quatrième, Guillaumin et Cie., Libraires, Paris, 1854, pp. 95-96.)

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