Paul Laurent
En un artículo titulado «El error de los austriacos» (El Comercio, 9 de mayo de 2012, p. A23), el economista y buen amigo Juan José Garrido Koechlin acusa a los denominados “austríacos” (escuela económica liberal cuyos máximos representantes son Ludwig von Mises y Friedrich Hayek) de haberse equivocado por no pasar de la teoría a la práctica. Así como se lee.
¿Realmente ello es un error? ¿Es un error no mover cielo y tierra para aplicar las tesis en las que uno cree y haciendo a un lado las que no se creen, siendo las mismas las que ya han demostrado su poca o nula efectividad en los hechos? ¿Es un yerro quedarse en lo retórico y no bajar al llano para hacer realidad el sueño intelectual? Puntualmente, ¿se equivoca quien sólo concibe una idea y no la concreta?
Bueno, ello es lo que acusa Juan José Garrido como “error” de los “austriacos”. No acusa ningún error en la teoría de esa tradición de pensamiento económico que se gestó a fines del siglo XIX en la ciudad de Viena. Para Juan José los postulados de los partidarios de que las personas tengan la mayor esfera de libertad posible y que el estado y los políticos se replieguen lo máximo (acaso hasta desaparecer) no tienen mayor problema. Al fin de cuentas la historia siempre ha demostrado que la autonomía individual y el progreso moral y material van de la mano.
Lo que Garrido reclama es que eso no es suficiente, que se debe pasar al campo de la política. Según esa manera de ver las cosas, la teoría es válida sólo si deja de ser mera teoría y se hace realidad. A todas luces, un argumento muy político. Y político en el sentido más amplio del término. Pues no diferencia que el yerro no está en el universo del homo theoricus, sino el del politicus que siempre anda más que desesperado por hacer de sus sueños realidad con compañía de por medio.
Hace más de un siglo Max Weber hizo la diferencia de que los campos de acción y la propia calidad de los hombres que actúan en uno y en otro bando no son equiparables, que hay una enorme distancia entre lo que es dedicarse a pensar y lo que es actuar. El intelectual no debe estar sometido a la aprobación de la gente, sería deshonesto que procediera de esa forma. En cambio el político sí requiere constantemente de esa aprobación y afecto de las mayorías, por lo mismo su discurso está hipotecado de antemano. Ello desde la perspectiva sociológica.
Desde la perspectiva económica, más de doscientos años atrás Adam Smith escribió (escribió y escribió y dictó clases en la universidad) sobre la importancia de la división del trabajo. Dejó en claro que mientras mayor sea esta división, mayores serán los niveles de desarrollo de la sociedad. Y ello lo entendieron perfectamente los políticos ingleses en vida del propio Smith, y procedieron en consecuencia a las ideas que el economista escocés puso en blanco y negro en su libro Las riquezas de las naciones.
Los políticos ingleses lectores, seguidores y admiradores de las teorías de Smith (las del dejar hacer y dejar pasar) no pensaron nunca que su respetado profesor carecía de razón por no acompañarlos directamente en los asuntos prácticos del gobierno. En ningún momento siquiera sospecharon de que la teoría que proponía desmontar el mercantilismo en aras de un esquema donde prime la competencia estaba errada porque su autor no hacía política. Así, no pocos políticos ingleses (y de otras naciones) tomaron las premisas liberales de Smith y las pusieron en sus planes de gobierno.
El siglo XIX sólo se puede colegir desde ese hecho, donde el acusado “error” que Juan José detecta en los “austriacos” bien puede interpretarse como el que señala que los intelectuales se equivocan porque no hacen la tarea completa. La tarea de los políticos, se entiende. Al entender de Garrido es así. Pero se equivoca.
¿Se puede entender ello como un signo de desesperación? Lo será del que juzga las cosas políticamente, porque ve que nadie lo aplaude ni lo aprueba. En suma eso es un problema del “político austriaco”, no del “intelectual austriaco”.
En conclusión, es humanamente comprensible que en los hechos la diferencia entre el actor teórico y el político no suela ser tan evidente. Ello especialmente si nos movemos en un escenario donde el trabajo intelectual es tenido como exótico y marginal, donde incluso los espacios oficialmente afines al estudio y a la reflexión (las universidades, tanto públicas como privadas) no son más que extensiones de los que aspiran al poder antes que al conocimiento.