Paul Laurent

Desde su irrupción en la antigua Roma, el orden sustentado en el derecho ha sido la apuesta más idónea para un mundo pletórico de humanos proyectos de vida. Desde su amparo, se logró que múltiples pareceres convivan y se aprovechen pacífica y recíprocamente. Y ello porque se le tenía como un universal factor de “unión”, capaz de ligar a pesar de las diferencias. Nunca como elemento disociador ni corruptor de singulares anhelos y sueños.

Tal fue el aporte que los descendientes de Eneas brindaron a la posteridad. Cuando a inicios del siglo XVII el neerlandés Hugo Grocio presenta sus tesis para procurar la instauración de un régimen adscrito a esa ley, no estaba haciendo más que desempolvar el mayor de los legados de la república romana. Asumía el autor de De jure belli ac pacis que dicha contribución proporcionaba la mejor de las herramientas para un concierto social compuesto por una enorme gama personas. Gente de parecer no sólo divergente y variado, sino también antagónico. Seres con vocación de mayúscula independencia, de los que se hacen libres por afán de autoafirmación, no por anhelo de ecuménica hermandad.

Como se infiere, un esquema que existe en base a individuos con necesidad de diferenciarse. A los que le repelen las imposiciones de agenda, los que rechazan ser actores de quimeras ajenas. En ese escenario, la comparecencia de lo constitucional no pasa por la tabulación de un omnisciente legislador de lo que son o no son nuestras posibilidades, de ese actuar o no actuar. De ser así estaríamos concluyendo que son las decisiones de un ente ajeno a nosotros el que estatuye cada uno de nuestros derechos y libertades. ¿Propio del principio aristotélico que dice que en el orden de la naturaleza el estado es antes que la familia y las personas, pues juzga que el todo se antepone a la parte?

No en vano el estagirita terminó erigiéndose en el punto de apoyo más requerido de los partidarios del Antiguo Régimen. Justamente aquél que combatió el constitucionalismo clásico, el que tenía como puntual objetivo anular o rebajar lo más posible la injerencia del monarca y de su corte en la vida de la gente. Días de sincera fobia al poder desmesurado, al Leviatán. Momento en el cual las miras de esa especialidad se centraban en pretender amarrar al rey (al estado) en beneficio de los particulares. Cuando se colegía que los derechos de cada miembro de la sociedad existían por la sola presencia de éstos entre sus semejantes. En esa medida, no se requería de ninguna dación ni de ninguna venia de ninguna autoridad para obtenerlos.

Así, se juzgaba que los derechos surgían sin mayores permisos ni condiciones que los que imponían el propio ejercicio de los hombres de su libertad frente a los demás (erga omnes). De otra forma, no sólo la noción de pertenencia, de ser dueño de algo, de poseernos antes que nada, no hubiera nacido. Incluso el sentimiento de “tenerlos” jamás se hubiera activado. Contundente, la sensación de autodeterminación e independencia estaría ausente. Con ello, el primario feeling de lo justo (y de lo injusto) tampoco tendría relevancia. Esa cadena de insobornables impresiones que se labran dentro del entorno social. Aquellos férreos afectos que edifican lo constitucional sin más intervención que las propias personas y las circunstancias contra las que se erige. La Carta Magna que los barones ingleses forzaron firman al rey Juan el 15 junio 1215 se fundó en esa demanda. Simplemente emplearon un mecanismo culturalmente vinculante para consolidar los “privilegios” que el monarca ofendía con su sola investidura. Desde entonces lo que el derecho constitucional ha buscado es el consagrar la primacía de los fueros de los particulares frente a los que detentan el poder político. Su ideal era (¿o aún es?) el de aplacar y/o anular la arbitrariedad y la fuerza de estado de cara de los individuos. Reducirlas a su más mínima expresión o desaparecerlas. Por ende,el espíritu que lo impulsa y mueve es el de hacer que imperen las libertades antes de lo que se les opone.

En razón de lo dicho, lo que se propugnó desde antiguo fue expurgar de los afanes del príncipe de turno toda intención de involucrarse en la existencia de los privados. Se buscaba reducir no sólo su vocación autocrática, sino en general su pretensión legisladora. Ninguna ley podía ser inesperada ni parcial. No podía serlo. Su labor era la de ser celador y guardián de los intereses de los miembros de la república, de sus vidas y propiedades. Por y para ellas debía operar la legislación mas no la ley.

No son sinónimos. Que ello haya ocurrido es el mayor de los errores de la modernidad. Hasta el auge del iusnaturalismo tal equívoco era frenado por quienes recordaban que la ley emana del franco proceder de los que despliegan propiedad; es decir, de los que sólo tienen que proclamar que son humanos, que existen. En cambio, la legislación es puntualmente un mandato de la “autoridad”. Una imposición, un “impuesto”. No nace de los derechos, se montan sobre ellos. Emana del poder político, no de los inmanentes derechos de las personas.

En la actualidad es complicado desligar “ley” de “legislación”. Por lo mismo, hemos olvidado que el mero hecho de respirar nos coloca en la situación de exclamar que poseemos algo. La más que necesaria excusa para apremiar al Leviatán y su corte a adscribirse a nuestros parámetros. Nunca a la inversa. Como se decanta, la requerencia de una armonía supeditada a lo privatum. Un orden que abone por la abrogación de todo verticalismo y violencia contra los que sólo quieren moverse al amparo de sus propias voluntades y pertenencias. Sin duda alguna, la instancia que viene a ser el punto de partida de toda auténtica Constitución.

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