Paul Laurent
A pesar de que los argumentos en favor del librecambio son asumidos a regañadientes, a nadie se le ocurrirá proponer de modo frontal que los derechos fundamentales sean suprimidos. Obviamente, quienes disienten de los mercados no habrán de decir abiertamente que las libertades sean abolidas. No esperemos tanto. Imposible es esperar tal desborde de sinceridad.
Por comprensibles motivos, la situación es menos honesta. Es aquí cuando lo oculto y soterrado, cuando lo órfico y polivalente, pasa a erigirse en la constante de una legalidad edificada con la puntual intención de carcomer los cimientos que permiten el flujo y reflujo de capitales. Así es, las más de las normatividades económicas insertas en una “constitución” van por esa vía. Poco o nada interesa a sus promotores que con ellas se afecten derechos tenidos como fundamentales. No vislumbran tal colisión. No reparan las incoherencias de tener por un lado libertades y por el otro demandas reorientadoras de esas mismas libertades. El “sí pero no” al que el derecho escrito nos tiene acostumbrados.
Sin lugar a dudas, una tradición legal que aúpa la vocación más política que jurídica de los modernos juristas. No en vano es hechura de “predestinados” y demagogos. Esos modernos “príncipes” que no reparan en nada que no sean sus propios afanes y exabruptos, los que sacan “leyes” como un mago saca conejos de un sombrero de copa. Justo lo que los juristas de hoy estudian e interpretan. Realmente conmovedor. Los mismos que le dedican una veneración tan enrome como falsa a aquellos documentos rotulados como “constituciones”.
De opereta. Si alguien pensó que al derrumbe de la religiosidad que sustentaba al Antiguo Régimen le seguiría un feeling secular proveniente de una cartesiana noción de orden donde el derecho resplandecería como un Sol, se equivocó totalmente. Ello no aconteció. El racionalismo que se invocaba desde la Revolución Francesa únicamente supo nutrir pretensiones absolutistas antes que libertarias. Desde entonces, el estado, la política y los políticos tuvieron mayor injerencia en la vida de las personas. A cada revolución, más regulaciones contra los individuos. Menos libertad, abundancia de controles. Karl Marx se percató de ese hecho. Vislumbró el peligro, pero lo vio como un defecto burgués. Nunca se enteraría que la revolución que inspiraría no sólo no sería distinta, sino más virulenta: el comunismo ruso llegaría a la cima, sobreviniendo incluso a su alter ego, el nacional-socialismo alemán. Superó a todas las rebeliones anteriores, dando vida al totalitarismo.
Si en el siglo XIX los mercados se abrieron ello fue directa consecuencia de la otra revolución: la Industrial. Su llegada fue tan silenciosa como radical. Cuando se supo de su presencia ella ya estaba muy avanzada, pues hacía décadas que había comenzado. No fue parte de ninguna confabulación. No se ideó en ningún café ni cónclave insurreccional. Simplemente vino por acción de empresarios y comerciantes. El homínido afán de lucro la hizo posible. Su impacto será de tal magnitud que el faz del mundo cambiaría, trastocando en cada una de sus incursiones. Iniciado originalmente en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XVIII, el industrialismo se extendería lenta pero persistentemente por Europa primero y por el resto del planeta después.
Por su impulso, el capitalismo se abrió trocha al margen de la legalidad del momento. Lo mucho que pudo hacer ésta fue acompañarlo antes de atacarlo. La sorpresa de su venida fue total. No se le quiso comprender. Sólo se esperó la oportunidad para arremeter en su contra: Como en su día el monarca empleaba al “bajo pueblo” para embestir contra la aristocracia y los nacientes burgueses, el estado moderno cogería al demos (el pueblo) hacerse fuerte. Lo tomaría como escudo y lanza contra sus adversarios, los de siempre. Esos que son sus opuestos porque sencillamente no están dentro de su esfera de control. Aquellos que no sólo se resisten a ser guiados desde el poder, sino que no lo necesitan, que proclaman que pueden vivir sin él.
He aquí el por qué se asume que la plena autonomía del hombre se configura a priori como un exabrupto. ¿Una irracionalidad? Sí, una completa locura. Y como no se puede proceder a una masiva lobotomía para anular egos, se procede desbravando individualidades a través de las restricciones y/o hasta anulaciones del derecho de propiedad. La señalada Revolución Industrial se hizo sobre los rieles de esa cara institución. No requirió más. Se alzó sobre ella.
Hasta antes de las mal llamadas corrientes progresistas del derecho se tenía a la propiedad como el pilar y motor de ésta ciencia. Los días cuando se juzgaba que era sinónimo de civilidad impedir toda intromisión en la singularísima agenda de los particulares. Mas la vesania del siglo XX fue implacable. Y no es que en su incuria no haya dejado, como cual Escipión en Cartago, piedra sobre piedra, sino que ha trocado todos los significados.
Si en su momento cada quien se movía a sus anchas sin sentir mayor rubor por ejercer sus derechos, desde hace un buen tiempo quien procede como un sui juris (como un sujeto de derecho) es tenido como un potencial antisocial. Esa es la hazaña de los diferentes dirigismos, donde el socialismo marxista resultó ser el campeón. En contraste de los demás ismos, éstesupo endilgar el criterio de que no hay acción privada sin su correspondiente daño social. Como en un juego de suma cero, se entiende erróneamente que quien logra o produce algo es porque a alguien ha despojado.
Como esperado resultado de éste contrahecho aserto, desde ese instante se le inventan desbordantes facultades al estado en perjuicio de las personas. E incomprensiblemente, serán hombres de derecho los que reinventen lo público. Por su gracia, éste pasará a ser el exclusivo campo de acción (y acaso patrimonio) de los expropiadores del demos. Desde su celo, lo publicum vendrá a alzarse como una frontal negación de lo privado. Pasarán a ser antagonistas. Adversarios totales. Desde entonces la constitucionalidad y sus cánones no son más que dominios de los que moran dentro del Leviatán antes de los que se mueven fuera de él. Mayúsculo extravío. La de los que olvidaron que las leyes eran las propias libertades, no sus cepos.