Paul Laurent

Innegablemente las ansías por inmiscuirse en los asuntos y vida de las personas desde el poder es de vieja data. Salvo en Roma, en el resto de los pueblos de la antigüedad el derecho era inexistente. Con todo, en la nación de fundada por los legendarios hijos de Marte (Rómulo y Remo) el criterio de autodeterminación y por ende de propiedad individual no estaba presente. Uno no procedía a título singular, sino a través del clan al que pertenecía.

Bajo ese edad, el sólo disentir era una afrenta mayor. En su sano juicio, nadie osaba llamarse libre. Quien así se definía inevitablemente arrastraría el karma del desprecio, comenzando por la propia capacidad de ser un mortal. Así es, la vida estaba escasamente garantizada. Por ello, la subjetividad aún no desbordaba los muros del oculto deseo. Esa pura intimidad o anhelo que, a pesar de que no mata, no puede salir porque ofende. El momento cuando ser “ciudadano” equivalía a ser un sujeto a entera disposición del colectivo. Más que ahora, un funcionario a tiempo completo. Sin exageración, un escollo que aún estamos lejos de haber superado.

La necesidad de exigir ser uno mismo y ser atendido en consecuencia es algo reciente. Surge a fines de la edad media (siglos XV y XVI). Antes imposible. Es desde ese instante que el reclamo en favor de la emancipación del hombre como elemento particular y diferenciado de su comunidad va imponiendo unas exigencias hasta esa hora no tenidas en cuenta, si acaso “olvidadas”.

¿Olvidadas? Sí, por entonces la historia comenzó a adquirir el peso que la llevaría hasta el ominoso piso de una plegaria filosófica. Todo en aras de frenar al naciente individuum. Se exhumaron épocas para todos los gustos. Obviamente, casi todas remarcaban los visos dirigistas y la preponderancia del príncipe (el guardián del pueblo) por sobre sus súbditos. Él era el amo y el máximo referente. El más común de los comunes. Si algo bueno nos sucedía era por su real y divina diligencia. Si ocurría lo contrario era por nuestra tozudez. Nunca la torpeza estaba en el conductor del rebaño, sino en el vulgar privado, ese quídam siempre proclive a alejarse de los altos valores de la iustitia. El que opta, sin mayor de los reparo, en refocilarse con lo procazmente tangible antes que en los oníricos predios del Absoluto.

He aquí la matriz del premeditado estado social de derecho (Soziale Rechtsstaat), y su adlátere, la economía social de mercado (Sozialmarktwirtschaft). Entre tautologías y pleonasmos, evidente tributaria de las rogativas pro monárquicas. El “populismo” erigido contra los aristoi (los mejores). Ruegos palaciegos que robustecían la posición del ostentador del mando contra cualquier asomo de disidencia a su opresora y jerárquica férula. Cuando el , el yo y esos valían en la medida en que al rex se le antojase otorgarles alguna dádiva salvificadora. Sí, el período en el que los derechos se obsequiaban como regalos. Meras tolerancias que al más leve arrebato del regio legislador se suprimían ipso facto, sin mayor explicación. No tenía por qué darlas.

En términos liberales, una directa vejación a la propiedad. Un agravio no sólo al coyuntural damnificado, sino al conjunto de la sociedad. Lacerante proceder que activaría las demandas en favor de derechos inalienables (naturales), de leyes generales (sin privilegios) y de predictibilidad jurídica (estado de derecho). Por lo mismo, toda intromisión a la existencia moral y patrimonial de las personas se comenzó a decantar tanto como una afectación ética como material. Cierto, se juzgará que el propio desarrollo y viabilidad de los mercados parten de la simple salvaguarda de estos indivisibles baluartes. Exactamente lo que el discurso contemporánea traduce como la aparente dicotomía entre lo jurídico y lo económico. Aparente, porque en los hechos esa bifurcación no sucede.

¿Intencionada incomprensión de quienes se resisten a edifican unas paradojas que en los hechos no se dan? El novísimo arte de contraponer dos entelequias: el homo sentimentalis versus el homo oeconomicus. Antojadiza disputa que ha ido ganando terreno hasta dañar los preciosos significados. Implorando desafueros como el de la “justicia social”, artilugios denostadores de la noción de pertenencia. Arquetipos o demandas de lo que es o no es la sana y libre competencia. Toda mención al respecto prorrumpirá como infausta, dándole pie al poder político a que proceda con la mutilación de derechos y propiedades. Obviamente, la mejor manera de sembrar descontentos y miserias.

Como señalaba el mentor del auge alemán de postguerra, Ludwig Erhard: «[La economía dirigida] somete a todos los hombres al yugo deshonroso de una burocracia que especula con las vidas, que destruye todo sentido de la responsabilidad y del deber y también toda voluntad de trabajo, y cuya última consecuencia es que los más pacíficos ciudadanos se conviertan en rebeldes.»[1]

Nada más auténtico. Una nación adherida a los parámetros conductistas desde ya estará renunciando a los valores que sabe generar una constitucionalidad circunscrita al librecambio y al comercio, la que sólo es posible ahí donde afloran los derechos. En ese tenor, cuando la vertiente eminentemente política se instaura como exclusiva rectora, invocando que la iniciativa privada es libre (como reza el artículo 58 de la Constitución peruana de 1993), en el acto, y al margen de lo que venga luego —y ese luego expresa que esa venia se ejerce en una economía social de mercado—, se nos está advirtiendo, sin más esfuerzo, una prerrogativa lo sobradamente amplia del estado para involucrase en los asuntos y negocios de los particulares.

La tuición que se ejerce sin permiso suele ser ofensiva y asfixiante. Viola de extremo a extremo el viejo aforismo quod tibi non vis fieri, alteri ne fecerit, no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti mismo. Lo destroza. Ello es lo que acomete el legislador (abusivamente catalogado, en este caso, como constituyente) cuando impone sus ideales al resto de los mortales.

Éste podrá recurrir a cualquier argumento, desde los más acabados hasta los más llanos, empero ni una sola de sus excusas para entrometerse en nuestras independencias será válida. Y ello por cuanto a que el derecho (el románico ius), que es la propia libertad, carece de sucedáneos. Indiscutiblemente, estamos ante un elemento condenado a existir a total plenitud. De lo contrario, por su negación las sombras descenderán para oscurecernos todos los caminos y rutas.


[1] Ludwig Erhard, La Economía Social de Mercado. Política Económica de Alemania, Omega, Barcelona, 1964, p. 46.

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