Podrá sonar como un completo disparate cuestionar los cantados beneficios de una sociedad educada, pero no hay disparate más grande que el pensar que tal hecho nace de súbito, que se financia del mero aire y que debe ser dirigida por ese antro de vividores profesionales que es el estado. ¿Primitivo resquicio de aquella mágica cavilación que sólo aceptaba el hecho sin mayor indagación por las causas? Puede ser, no por algo el vivir de lo inexplicable siempre fue un buen negocio para los inventores de fábulas y leyendas.
Tal es la plataforma que sostiene la falsa premisa que reza que la educación es un medio eficaz para hacer crecer nuestra ciencia, cultura y economía. Tremendo cuentazo, y de los grandes. No hay el más mínimo amague de sospecha de que la apuesta por la educación es parte del logro de quienes acumularon la suficiente riqueza como para brindársela a sí mismos y luego propagar los enormes provechos que ella otorga. Precisamente toda una fascinación que habrá de ser secuestrada por los promotores del costo cero y del arte de pasarle la factura al inmenso resto.
¿Pequeño detalle? ¡No, tremendo detalle! Quizá por no advertir esto es que alegremente se invoca la necesidad de perennizar la gratuidad de la educación pública a todo nivel. Descomunal olvido. U olímpico desvarío. Semejante a poner la carreta delante de los caballos. Todas las personas que han podido pasar por un colegio o universidad (sea público o privado) lo han podido hacer gracias al esfuerzo de las generaciones precedentes. Un proceso de capitalización que hoy por hoy no se toma en cuenta ni por asomo. Puntualmente, el magno aporte de quienes de seguro nunca conocieron los más elementales rudimentos de la educación formal (sea pública o privada).
Así es, gente que con sus escasas luces supieron agenciarse un nivel superior de vida. Personajes que muy a pesar de las adversidades se forjaron un mundo mucho mejor al que conocieron al nacer. Esos seres que derrotaron a propio pulso cada uno de los sinsabores de su inicial ubicación social. Todo un universo de autosuperación totalmente antagónico al que sueñan los defensores del parasitismo estatal, ese orden de exacciones que viene desde la legislación prenatal, la guardería (wawahuasi, en quechua), el nido, la propia escuela, la universidad o el instituto… ¿Ahí termina? No, falta el puesto público. Y con estabilidad laboral. Exactamente cada una de las etapas que el estado le costeó y costea a los combativos y clasistas dirigentes del Sindicato Único de Trabajadores de la Educación Peruana (SUTEP), por ejemplo.
Cría cuervos. Mientras que la historia privada del que más está llena de aleccionadoras demostraciones de civilidad y de entrega que incluso trasciende la terrenal existencia, en la historia pública sólo sabemos encontrar desfalcos y expropiaciones de lo que los particulares han sabido atesorar. El mito de la educación como fase previa al desarrollo calza perfectamente en el discurso de quienes conciben que lo mejor de la vida viene gratis (es decir, a cuenta de los demás). La inversión de la lógica. Ponerle precio y proceder a pagarla debería ser la básica deducción, pues ¿la educación no es al fin y al cabo un producto más del progreso material de los pueblos, progreso que hace que las personas miren a la educación como un valor?
Invertir la figura únicamente sabrá alimentar inciviles fantasías. Ninguna sociedad ha trepado al desarrollo doctorando a sus niños y jóvenes. Por sí mismo el arte de calentar carpeta (que es lo que tenemos) no garantiza progreso social alguno. Tan sólo el hecho de ganarse la vida trabajando hace que las personas tengan la posibilidad de acumular capital, siendo que será a partir de este punto que el interés por adquirir mayores y más elevados conocimientos irá en la misma proporción de obtener mejores condiciones de vida.
Dejar de lado la covacha por la casa, o al curandero por el médico, brota de la misma motivación de quien juzga que es mejor que los suyos (sobre todo los más pequeños) opten por docentes y pupitres antes que por los rigores de la calle y el trabajo precoz. Pero si esto último no es dable cómo pensar que lo otro puede surgir. Nadie es pobre por carencia de maestros, sino por falta de trabajo. Este es el tema central, de lo contrario la educación será un freno antes que una valiosa ayuda para los que nada tienen.
Y esto no es sólo un drama tercermundista. Cuando hace unos años un sector de los estudiantes secundarios franceses dejaban las aulas para salir a protestar por la deficiente calidad docente y curricular, otro sector de escolares expresó su nulo interés por seguir asistiendo al colegio. Obsérvese que este segmento de revoltosos que rechazaban la educación pública provenía de las zonas marginales. Ciertamente comprensible, y ello porque es la palpable muestra de que los pobres tienen la completa sensación de estar perdiendo un tiempo precioso al tener que ir a clases antes que dedicarse a ganar dinero.
Pero ese tipo de confesiones no conmueven al establishment y al grueso de la intelligentsia. Por lo pronto el por entonces primer ministro Sarkozy no se hizo el menor de los replanteamientos. Las razones que les dio a los muchachos galos fue de antología: “Tienen que ir a la escuela porque sí, pues a la escuela fuimos nosotros, nuestros padres y nuestros abuelos. Por eso es que tienen que ir.” ¡Plop! ¿Cómo para la Academia Francesa? Alarma: ¿Qué tipo de personajes está llegando a los más altos cargos? Sarkozy es hoy presidente de la Republique.
Los ricos franceses aún se pueden dar el lujo de no comprender que sólo rompiendo las barreras que impiden el libre acceso al trabajo es lo que le permitirá a la enorme masa de excluidos agenciarse del dinero que tanto les urge. No por algo son ricos y no les preocupa lo carísimo que es jugar a los “civilizados”, “civilizados” que mandan a los chicos a la escuela de manera compulsiva (como quien los mete a un reformatorio), sin sopesar siquiera los más inmediatos anhelos de una cada vez más creciente cantidad de nuevos franceses. Esas estrenadas mayorías que imploran el derecho de ganarse el sustento diario sin más adornos que su humana urgencia por sobrevivir y, desde ahí, tratar de alcanzar a cubrir tanto los fines más variados como esenciales. Ese abanico de prioridades en los que la educación habrá de ser una más o la más imperiosa de las apetencias.
Todo dependerá del nivel de valoración que de ella se tenga. Así pues, si realmente la educación es importante no cabrá dudas de que lo primero que hará aquél que venza sus más apremiantes requerimientos vitales será invertir en ella. Y si esta demanda ocurre inevitablemente la oferta habrá de surgir. Por ello, qué tiene que hacer el estado en este tema. ¿Quiere obsequiar maestros y libros a discreción cuando por el otro lado mutila la oportunidad de trabajar a través de obstáculos y privilegios gremiales?
El tener derecho a trabajar es tener la posibilidad de poder desempeñarse en todo aquello que se pueda hacer, sea más allá de cuotas sindicales como de grados y títulos. Al fin y al cabo el que decide es el que contrata. ¿Por qué impedir que ello suceda fraguando delitos e ilegalidades? ¿Acaso se quiere salvaguardar una visión mercantilista de la educación? Así cualquiera. Eliminar competidores a través de la legislación es un acto abiertamente antisocial. Un proceder directamente heredado del medioevo, donde sólo unos cuantos tenían el monopolio de específicos oficios. Obviamente, la causa principal por la que artificialmente se encarecían los precios de los bienes y servicios. ¿Este es el esquema que se evoca cuando se dice que el que estudia triunfa?
Estoy convencido que la creencia de que es la educación la que nos sacará del atraso y del subdesarrollo tiene su fuerte en la convicción de que el que se educa terminará secuestrando para sí un sempiterno nicho laboral. Palmariamente, un innegable sucedáneo de la añeja reminiscencia de quienes no se desprenden del premoderno imaginario que entiende al trabajo como un acto vil o vergonzoso. La peor forma de despreciar el aporte los demás. De no reconocer el esfuerzo de los otros. Y todo por no querer asumir que lo único que se necesita es libertad para trabajar y gozar de los frutos que ello proporciona. Una verdad tan simple que por lo mismo se soslaya y ya nadie recuerdo ni mucho menos enseña.