Paul Laurent

Desde fines del medioevo se dio inicio a la búsqueda de unos lineamentos radicalmente opuestos a las estructuras fideístas y monacales que habían sucumbido estrepitosamente. Se vivían los instantes en que se asumía la total inconveniencia de un orden autista, incapaz de comprender que hay todo un universo allende sus cenobios.

No por puro accidente en esos momentos las guerras de religión acaecieron con su espantosa furia. Ellas no fueron más que el ahogado grito de una edad que sucumbía. La nueva situación que asomaba con radical prisa era por demás apabullante para unas mentes entrenadas para negarse a ver lo evidente, mas todo tiene un límite. Tomaría su tiempo captar la complejidad del problema. Desprenderse de lo que hasta esa hora se tenía como lo políticamente correcto exigía mucho más de lo que a primera instancia se puede colegir. No sólo era vencer una actitud reacia al cambio, sino reorientarla a lo impredecible. A lo que el hombre no está en condiciones de vislumbrar ni predecir ni manejar.

Recién entre los siglos XVII y XVIII se acogería la virtualidad de un orden ajeno a la directa voluntad humana. Se estaba bajo una atmósfera distinta a lo hasta entonces conocido. Es en esta circunstancia de la valía de John Locke, Bernard Mandeville, David Hume, Adam Smith y demás afines. De otro modo sus aportes y mundanales estancias serían irrelevantes. Teorizaron sobre su tempo. Con estos declarados empiristas la primacía de lo fáctico sobre los aéreos paradigmas forzaba a replantear ópticas y postulados.

Es por ello que en un lapso tan breve aparecen la virginiana Bill of Rights y La riqueza de las naciones. Irrumpen en escena en el annus mirabilis de 1776. Ninguna coincidencia. Son los tangibles portavoces del capitalismo. Discursos liberales que daban aviso de un concierto que descansa en un concepto de ley (Constitución) adscrita a la propiedad. De hechura anónima, forjada desde las silentes y dispersas inteligencias, nos evocan una legalidad sin autor conocido, pero que a pesar de ello «rige el universo por medio de sabios mandatos y sabias prohibiciones».[1]

Una convicción diametralmente antagónica a lo que el antiliberal Thomas Hobbes anhelaba. Cicerón y el viejo derecho romano clásico acompañarán ésta novedad. Clara muestra de una respetable añosidad. Tradición de valores que se remontan al pasado más amable con las libertades. De solera vivencial. Donde la jurisprudencia va en directa correspondencia con las personales pertenencias, los pactos y los mismos hechos. Cuando el ius (el derecho, la libertad) se alza como insoslayable. Como imposible de abrogar, de ser suprimido o desfigurado.

La visión de los mercados se planteó bajo éstos soportes. Así, ellos por sí mismos serán constitucionales. Por ende, queda en claro que el mero hecho de plantear una determinada visión de la economía y de los propios derechos resultarán contrarios a la ley. Evidentemente, si tal ocurrencia se concreta se estaría suplantando el libre albedrío de los individuo por los olímpicos antojos de terceros. ¿O del estado? Sí, ahí donde esos terceros habitan a sus anchas, fabricándole, para su personal provecho, una irrefrenable vocación totalitaria.

Cierto, para el Leviatán no hay asunto ni tema que no le interese. Presume que no debe de haber nada lejos de su sombra. Ese es el peligro que lo adorna, por lo que otorgarle la oportunidad de deambular por los caminos de los privados es asentir una palmaria improcedencia. Es darle unas licencias que, jurídicamente hablando, le son impropias. Es coadyuvar a un craso error, reforzando el poderío del príncipe en directo perjuicio del resto de los mortales. Ese mismo que más temprano que tarde habrá de urdir premeditadas legalidades. Como quien falsifica monedas. El obsequio de inciviles derechos, sin prez valuable ni mercantil. Patrimonio sin capacidad de transacción. Sin posibilidad de cambio. Una libertad sin vislumbre de lucro y ni de remuneración.

Apuesta que no pretende más que succionar lo legítimamente ganado, ganado en ese enorme valle de opciones que es el departir la vida en sociedad. No olvidemos que los que reclaman la injerencia gubernamental en el mercado desconfían a priori del ser humano. Les es repugnante el dinamismo del mercado porque el exceso de iniciativas privadas desbordan sus tribales convicciones. Indiscutiblemente, son de los que invocan la socialización de las singulares riquezas sin comprender que con ello se destruye cada uno de los pilares que sustentan el esquema que permitió esos logros. Justo lo que Peter Häberle apetece al anotar que es posible “construir” un esquema político-legal donde «El Estado constitucional coloca al mercado a su servicio, como un sustrato material irrenunciable de sus fines ideales, orientados a favor de la dignidad del hombre y de la democracia».[2] Tal es su “teoría constitucional de mercado”.

Como ejemplo de la racionalidad de su propuesta el mencionado jurista cita las “constituciones” de Hungría (1949-1989), Portugal, España, Países Bajos, Perú (1979), Guatemala, Weimar, Baviera (1946), Renania Palatinado (1947), Brandeburgo y el Proyecto de Constitución de la Federación Rusa del 13 de noviembre de 1992. Lo hace sin discreción alguna. No reparar un ápice en sus orígenes y coyunturas, pues lo que busca es justificar su pretensión “constructivista”.

Dirigismo puro. Del que ni por asomo colige que las demandas en favor de la socialización compulsiva tienen hoy en día mucho menos viso de verdad que ayer, cuando fueron promulgadas las cartas de Querétaro (1917) y de Weimar (1919), ambas hijas de sendos fracasos nacionales. Documentos que se jactaban de recoger las reivindicaciones de los denominados “menos favorecidos”. Productos de un tiempo en que la efervescencia anti laissez-faire adquiría ribetes mayúsculos, más por los ruidos y griteríos de los revolucionarios que por sus filosóficos imperativos.

Como si los derechos se fraguaran a punta de trompicones. Quienes apuestan por la preeminencia de éstas vías no reconocen nada diferente a lo que el poder político señale. Son los que se apoyan en el principio rousseauniano de que la propiedad es un robo. Los que entienden la acción de los hombres desde la perspectiva del moralista urgido de hacer realidad sus quimeras. De los que se rehúsan a aceptar la practicidad de los viejos romanos, precisamente aquello que les permitió moverse con fluidez y soltura por sobre un mundo (ya en su día) con vocación global. Aquél mundo donde los personales fueros empataban con la ley y la jurisprudencia. Un andamiaje capaz de acompañar y tornar más sólida y provechosa a la dinámica de mercado. Ese arreglo que el librecambio requiere para que las particulares apetencias (los vilipendiados egoísmos) propicien la más proteica e industriosa interacción entre semejantes.

Un orden de aspiraciones totalmente opuesto a las posturas redistributivas y falsamente socializantes. Las que no sólo destruyen economías, sino también derechos. Posturas abiertamente inciviles. Lances colectivistas de los que el contemporáneo constitucionalismo es tributario. Esa “ciencia” que aspira, sin mayores consideraciones que las políticas, a reemplazar el mercado a través de directrices legislativas. Claro, para que ello acontezca se deberá ir contra el núcleo del sistema de poseedores mercancías y libertades: la propiedad.


[1] Marcus Tullius Cicerón, Las leyes, Alianza, Madrid, 1989, p. 198.

[2] Peter Häberle, «¿Por qué la economía de mercado es anticonstitucional?», en Pensamiento Constitucional, Año IV, N° 4, 1997, p. 15.

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