Siempre he admirado a los escritores rusos y a Mario Vargas Llosa. Cuando Pushkin me hace leer en uno de sus poemas que si hay que servir al pueblo o al estado, es cuestión que al poeta no le importa; que no hay que rendir cuentas a nadie y es mejor preferir ser vasallo y señor de sí mismo, y sólo a mí mismo complacer me es inevitable evocar al ahora Premio Nobel de Literatura 2010.
Imposible no hacerlo. La figura del creador libre e iconoclasta es la que Mario nos enseñó que era la propia de todo intelectual. Del que piensa sin pedir permiso ni disculpas. No era una pose ni mera retórica, ya en 1964 las engoliradas autoridades del Colegio Militar Leoncio Prado procedieron a juntar sendos ejemplares de La ciudad y los perros para incinerarlos en señal de protesta. Consideraban ofensiva y calumniosa la obra de su ex-alumno. Acaso una traición.
Treinta años después el entonces Comandante General de Ejército (el general Nicolás de Bari Hermoza) reiteraría la calidad de indigno de llevar la nacionalidad peruana a quien por ese entonces era abierto y punzante opositor al gobierno de la dupla de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Hoy tanto el general que quería ser mariscal, como el capitán-asesor y el ingeniero-presidente se encuentran recluidos en prisión. Por esos años la gran mayoría del pueblo y de la opinión pública era contraria a Vargas Llosa.
Cierto, fue así como nos enseñó a estar solos a pesar de la multitud que nos rodea. Esa es la única manera de ofrecer lo mejor que uno tiene a los demás. No es ninguna paradoja. Cuando el 28 de julio 1987 el entonces antisistema y orgullosamente tercermundista Alan García estatizaba la banca y el sistema financiero fue Mario Vargas Llosa el que se colocó en la vanguardia de la oposición de ese intento que hoy sólo puede ser justificado por antisociales de la talla de Hugo Chávez y sus secuaces.
Ello no fue un hecho anecdótico, ya que días después (la noche del 21 de agosto de 1987) la historia del Perú dio un silencioso pero efectivo giro. Años más tarde sabríamos lo que ello realmente significó. El otrora castrista y miembro del grupo clandestino comunista “Cahuide” expuso en la entonces más que abarrotada Plaza San Martín unas ideas completamente opuestas al sentir general. La moda era ser socialista o “tercera vía”, algo parecido a algunos discursos de hoy.
Nadie desde los tiempos de La Prensa de Pedro Beltrán y de Eudocio Ravines había puesto tanto énfasis y emoción sobre la imperiosa necesidad de que el país se adscriba al programa del respeto de los derechos individuales, la propiedad privada y el librecambio. El capitalismo era vitanda, pernicioso, impensable.
Empero, Mario no sólo lo hizo a través de la pluma, sino a voz en cuello. Miles de personas de toda condición, género y hasta credo asumieron los postulados que el escribidor arequipeño les ofrecía. Acostumbrados por siglos a mirar al suelo y arrastrar cadenas (como reza la letra de nuestro himno nacional), Vargas Llosa nos ofrecía dar cara a la adversidad. Manifestaba que los pueblos no están condenados a la miseria, que es posible tentar otra suerte.
Rotundamente, desde esa hora no somos los mismos. Lo que hizo el por entonces ya célebre y respetado novelista (lo era desde prácticamente sus primeros textos) fue brindarle a la tierra que lo vio nacer un “antes” y “después”. Sin exageración, si hay que nombrar a un “culpable” de este Perú pujante y optimista que en el presente habitamos ese no es otro que Mario Vargas Llosa. Él, desde la invocación de premisas éticas y morales a favor de la libre empresa y el estado de derecho nos invitó a apostar por la senda del crecimiento económico en democracia.
Esa era la ilusión de un liberal que hoy asoma como existente, más allá de sus defectos y de su aún escaso recorrido. La apuesta de un revolucionario que entiende que los cambios parten de los valores más elevados de la humanidad, y no desde lo bajo y ruin. El anhelo, el sueño de un romántico forjado desde la base de sus decimonónicos héroes (básicamente los franceses), los que entendían perfectamente que la defensa de las libertades es uno de esos insobornables principios. Los que no se venden, los que no se tranzan.
La docencia intelectual y cívica que Mario Vargas Llosa ha ofrecido a generaciones de peruanos y de latinoamericanos es de tal calidad y magnitud que no se condice con ningún cargo público o ápice de poder. Le es suficiente el magisterio de su pluma y su palabra, y la de su acción si es necesaria. Una acción que no apetece ministerios y presidencias, sino sólo constancia y pasión por lo que se cree. Una hermosa lección que nos dice que desde esa cívica trinchera la lucha es tan efectiva como sincera.
(Publicado en Contrapoder, Nº 2, Lima, Noviembre 2010, p. 16)