Hace poco una amiga reproducía en su cuenta de Facebook una frase lanzada por Jorge Quiroga en un encuentro liberal en Santiago de Chile. Refiriéndose a Hugo Chávez, el ex presidente boliviano expresaba lo siguiente: La más grande privatización se ha dado en Venezuela, donde la empresa petrolera era de un país y ahora es de una persona.
Medianamente cierto. No porque Chávez no sea “el dueño”, sino porque antes del autócrata bolivariano la “propiedad” recaía en un selecto grupo de burócratas antes que en “el país”. A no ser que “el país” sea la razón social de los amigos y correligionarios que cada uno de los diferentes gobiernos de turno colocó en la administración de uno de los negocios más lucrativos del planeta.
Así es, cuando en 1976 Carlos Andrés Pérez tomó la por entonces aplaudida decisión de “nacionalizar” la industria del petróleo en Venezuela no hacía más que desplazar la propiedad de unos cuantos a la de otros tantos. Es decir, no hacía más que mover el bien de unas manos a otras. Les quitaba a “estos” la facultad de seguir explotando el codiciado “oro negro” para dárselo a “aquellos”.
Ese proceder se ejercía al más puro estilo del “derecho de propiedad” que los hoy desaparecidos sultanes otomanos solían obsequiar a sus favoritos. Éstos sólo eran “dueños” hasta que al despótico soberano se le ocurriera despojarlos de lo “suyo” e insertar a “otro” en su lugar. ¿Una situación totalmente a extraña Occidente?
No, durante la conquista del Nuevo Mundo las huestes hispanas incautaban los tesoros y las heredades de los indígenas en nombre del rey. No era un mero detalle de sumisión a la corona. Era una confesión de parte. El conquistador no tomaba para sí las cosas, sino a nombre de su soberano. Éste último era el auténtico titular de las tierras y riquezas. En consecuencia, la soldadesca procedía como simples tenedores y posesionarios.
Las codiciadas “encomiendas” eran eso, derechos de habitación y explotación sobre unos predios que en principio eran propiedad del rey. Exactamente la misma forma jurídica que a fines del siglo XIX empleó el monarca belga Leopoldo II con sus colonias en el eufemísticamente denominado Estado Libre del Congo. Muy moderno él (como muy bien lo puede hacer todo seguidor de las tesis de Hernando de Soto), inscribió su derechos reales sobre ese pedazo de África central en los asientos de los registros públicos de Bruselas.
Como se ve, la titularidad, goce y disfrute de la propiedad entre nosotros tiene ese despótico origen. Si hemos devenido en portadores de derechos es más por la tácita renuncia del poder político a sus singulares prerrogativas que a un generoso reconocimiento de nuestras naturales pertenencias. Se puede decir que por cuestiones técnicas (imposibilidad de controlar a sus posesionarios) se dejó de lado el celo real sobre las apetitosas encomiendas. Ya sólo el estado se concentraría en aquellas heredades pletóricas en riquezas naturales.
Pero la vocación absolutista no la perdería, siempre estaría latente. Sólo hay que provocarlo para ser testigos de sus intactos reflejos. Muestra de ello lo tenemos en cada amago redistributivo que los modernos príncipes suelen blandir cuando la oportunidad se los permite. Y saben cómo y con quién hacerlo. Ejemplo de ello lo tenemos en el Perú con los predios catalogados de “tugurios”. Allí ningún propietario de dichos diminutos inmuebles puede ejercer las facultades que el Código Civil le otorga porque tiene sobre su cabeza la espada de Damocles de una Constitución que consiente que por “interés social” el Congreso prorrogue cada año la prohibición de desalojar a los inquilinos deudores o con contratos vencidos.
Ante lo apuntado, ¿realmente tenemos derechos? Obviamente ante un panorama como el descrito sólo es dable “tenerlos” a carta cabal a través de una puntual aproximación al poder político. Verdad, sin la venía gubernamental no hay la más mínima posibilidad de aprovecharlos a plenitud. Clara muestra de que la propiedad es invariablemente privada, de los émulos del sultán otomano o del monarca español. Aunque ello no tenga nada que ver con los derechos, sino con su contrario: la fuerza bruta, la violencia.
Cierto, cuando un delincuente hace “suyo” lo ajeno está buscando propiedad exclusiva, jamás la socialización de lo robado. Ello vendrá con el tiempo, pero sin desprenderse del dominio de su amo y señor. Únicamente de esa suerte podrá alcanzar un elemental reconocimiento de su entorno. He aquí los primeros pasos de una elevación de lo forzadamente adquirido a lo consensualmente señalado como “mío”. Estrictamente hablando, el nacimiento de un derecho. Así es como las encomiendas se diluyeron para hacerse propiedad. Ahí donde los arrebatos no tienen cabida. Donde la gracia o el favor de ser “dueños” de algo proviene (desde su silencioso asentimiento) de la sociedad en general, no de ningún príncipe.
Por lo indicado, es palmario que una propiedad de “todos” (pública) viene a ser un completo imposible, una total improcedencia. La unanimidad no existe aquí. Ello sólo se da por la generosidad del lenguaje. Meramente unos cuantos serán los que fácticamente la usufructúen. De eso el comandante Chávez puede dar fe. Lo que él lleva a cabo es jalar hasta donde pueda la hebra de una legalidad hecha para enriquecer a unos cuantos más por obra y gracia de su ubicación en el poder antes que en el mercado.
No hay secretos. Entre los muros palaciegos las cualidades personales y/o profesionales no cuentan. No están en condiciones de competir con el compadrazgo, el favor ni la prebenda. Un inequívoco coto de caza. La noción de “propiedad pública” está hecha para ese fin. Así, lo que hace Chávez con PDVSA no es diferente a lo que todo atracador lleva a cabo luego del asalto: despilfarrar sus ganancias.
La lógica es elemental. Actuar como un depredador es comprensible, incluso racional. Pues emocionalmente intuye que sólo es un ave de paso, siendo que es difícil que se le repita la oportunidad de alzarse con todo. Y ello porque carece de derechos. Todo lo contrario, su posición es endeble. ¿Propia a la de un invasor? Seguro. Si el voraz depredador se supiera con justo derecho se comportaría de otra forma, abandonando su “irracional” conducta.
Al respecto, no hay que olvidar que cuando Carlos Andrés Pérez fundó PDVSA lo hizo sobre la base de los capitales expropiados. Más le importó secuestrar la riqueza producida por terceros que la fuga de divisas. Dándose a la vez que cuando en su hora dichos capitales aparecieron lo hicieron a través de los “permisos” que los gobiernos precedentes le otorgaron, entre ellos la corrupta y larga dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1948-1958).
Curiosamente, el argumento principal de las más importantes rebeliones de los conquistadores contra la corona a mediados del siglo XVI fue el reclamarle los definitivos títulos sobre las tierras ganadas. Querían gozar a perpetuidad y eternamente (para legarlos a sus descendientes), de lo obtenido con el riesgo de sus vidas. Ese fue el núcleo del reclamo del sanguinario Lope de Aguirre cuando le remite su afrentosa misiva a Felipe II (en 1561). Mentalmente insano (comprobado psicópata), tuvo sin embargo la “lucidez” de comprender que sin poder no era nada, absolutamente nada. Por ello se rebela y se asume independiente de “su señor”, proclamándose amo de sí mismo. Únicamente así podía salvaguardar sus “derechos”, pues yo y mis compañeros no queremos ni esperamos de ti misericordia.
El sedicioso Aguirre sería mortalmente ajusticiado en Barquisimeto, ciudad a mitad de camino entre Caracas y las ricas zonas petroleras de Maracaibo y de Barinas. Pero a pesar del tiempo transcurrido, aún impera en el rubro de los hidrocarburos el mismo orden legal que el “marañón” entendió que solo era aprovechable desde la cúspide del estado, ese estado que ahora es regentado por un tipo que suele conversar muy a menudo con el espíritu de don Simón Bolívar.
Mucho antes de Chávez, Venezuela supo de un momento de optimismo quizá hoy inimaginable. Un momento en el que se vislumbraba la posibilidad de superar para siempre el atraso y el subdesarrollo. ¿Fue un espejismo? Sería la casta palaciega la que más disfrute de las inesperadas inversiones que las grandes transnacionales petroleras llevaron inicialmente al noroeste del país. Arribaban con sus millones provenientes del México del general Lázaro Cárdenas, quien había nacionalizado el sector en 1938.
Sin duda fue un hecho sin precedentes, un magno acontecimiento. Se dio inicio a un “boom” económico que la tradición legal condenaría al fracaso. En ese instante era inimaginable que dicha ventura se convertiría años más tarde en una desgracia. Era la tragedia del rey Midas, que todo lo que tocaba se convertía en oro, incluso los seres queridos y los necesarios alimentos. En vez de potenciar los ánimos empresariales, de proceder a la industrialización y de abrirse al mundo con los mejores auspicios, el petróleo les serviría a los venezolanos para costear la senda contraria del auténtico progreso.
Esa fue la hazaña de Carlos Andrés Pérez y de sus sucesores, incluido Chávez. Cada uno de ellos ha nutrió irresponsablemente una conmovedora dependencia del grueso de la población frente al estado. Si antes únicamente unos cuantos favorecidos del régimen de turno se beneficiaban de dichos caudales, ¿ahora ese universo de beneficiados se ampliaba? El que no tiene derechos puede jugar a hacerse el ingenuo, pero el que tiene el poder no, aunque tampoco tenga derechos.
Se dio vida a una paradoja: un estado rico gobernando a un pueblo cada día más pobre. Esa fue la “proeza”. Cuando se quiso deshacer esa gesta (promovida por una brusca caída del precio del “crudo”) un par de sangrientas sublevaciones militares (febrero y diciembre de 1992) a manos del entonces teniente coronel Hugo Chávez le recordó al propio Pérez lo que había sembrado: un país adicto a esa sociedad de “irresponsabilidad ilimitada” llamada ahora República Bolivariana de Venezuela. ¿La abstracción de los otrora sultanes y príncipes?
Ello es lo que el arbitrario esquema legal romano-germánico permite. Fabricando derechos, fraguando consensos. Estableciendo juridicidades, falsificando pertenencias. Exactamente el soporte que invita a que los invasores de un parque en pleno centro de Buenos Aires reclamen “propiedad” más allá de la lógica, del sentido común y de la propia razón. Pugnan por el arrebato, que es lo que la legislación política alienta y consagra. Obviamente, ansían exonerarse de las “inhumanas” leyes de la oferta y la demanda, de los contratos, del respeto a lo “mío” y a lo “tuyo”. Todo aquello que surge fuera de los predios del poder político, del monstruoso y enajenado Leviathan.