Roma-RepublicaColoquialmente, república es la idea de un régimen político establecido por y para provecho de la gente, de gente que algo tiene. Es decir, sólo el que algo tiene puede morar en ese hábitat. Siendo que será suficiente que únicamente exista dentro de la sociedad. Y ello porque es imposible existir socialmente y lamentar a la vez que no se tiene nada. Cierto, no hay sobre la faz de la tierra ser humano que nada posea cuando comparte sus días son sus semejantes.

¿Eso es suficiente para hablar de una república? Lo es en la medida en que se asume el criterio de que no puede haber más propietarios que los integrantes que conforman la república. Tal es el nombre de res (cosa) publica (del público). Una jurisdicción de personas dueñas de algo, de portadores de patrimonios varios, comenzando por su propia humanidad. Por lo mismo, un orden que no conoce nada ni a nadie superior. Donde no hay amo ni patrón, pues solamente sabe de un exclusivo titular: la totalidad de los ciudadanos.

He ahí lo que en puridad viene a ser una república, la armonía del consenso de quienes juzgan que es mejor vivir aceptando los particulares espacios de cada quien antes que regirse por la armonía de un colectivismo negador de aquellas singulares instancias. Se dice fácil, pero cuánto ha tenido que bregar el ser humano para asumir que desde la invocación de la propiedad (y todo lo que ella arrastra) se puede fundar un esquema político y social que lo haga prescindir de entes extraños a su esencia que terminen poniendo en duda la valía de ese magno descubrimiento. Lo que no es obsequio de ningún príncipe ni de divinidad, sino el más acabado producto que la sociabilización ha podido brindar.

¿Un concierto anárquico, absolutamente natural, sin estado de por medio? Es ilógico que ahí donde convive gente con derechos asome algo parecido al caos y al desgobierno. Por algo conviven, se tratan e interrelacionan. Y lo hacen porque de antemano tienen algo que darse entre sí, un bien o un servicio que no es más que un universo de pertenencias que ha sido previamente reconocido por un entorno ya muy distante de cualquier estado de naturaleza. De lo contrario, ¿de qué servirá expresar esto es mío cuando el resto de los mortales que forman parte de la comunidad no están dispuestos a reconocer ese nicho de exclusividad ni a respetar los medios que permiten que esa reivindicación se torne real y operativa?

Eso fue lo que Roma alcanzó a consagrar, concibiendo una civitas forjada desde una ciudadanía nacida desde el derecho de sus habitantes y no desde ningún edénico paraje. Una ciudadanía que fue suficiente para alentar la constitución de magistraturas e instituciones que reforzaron libertades y patrimonios, y por ende expelía su propia gama de aparejos y herramientas para un mejor desarrollo de su res publica. Innegablemente un noción de comunidad política más afín al rigor de una civilización que a la de estado. Desde esa base, reivindicar los valores republicanos estará lejos de exaltar patriotismo provincial (tribal) alguno.

¿El orbe entero como una república, de mercados activados incluso fuera de los ámbitos de la propia urbanidad? Ello fue lo que la civitas romanorum legó para la posteridad, incluso cuando la decadencia de los césares intente borrar ese recuerdo desde su despotismo: si no había nadie carente de derechos, entonces todos eran formalmente iguales. La convicción de que es dable erigir un orden a partir de una libertad ligada a lo patrimonial obsequiará la idea de un tipo de juridicidad que trascenderá, y trascenderá desde ese tener algo que provendrá de la dinámica del comercio mediterráneo que se extraviaba en el tiempo.

Siglos después de su desaparición física, la igualdad legal romana inspirará a las generaciones futuras bajo la premisa de que no hay ciudadano con mayor ni menor derecho que los demás ciudadanos. La civilización que posteriormente se forje en Occidente será hechura de ese anhelo, un anhelo que evocará una civitas de libertades lo suficientemente sólidas como para activar una sensibilidad capaz de presentir de cada una de las amenazas insertas en los intentos más engañosos para suprimirlas. Desde ese tenor, lo que denominamos civilizado no soporta el más mínimo hermanamiento con ningún tipo de acto criminal, más allá de que esa pretensión esté adornada de rebuscadas y retóricas justificaciones.

Someter a la gente contra su voluntad y despojarla de sus pertenencias es repudiable tanto si se realiza con la mayor brutalidad o con la más grande de las sutilezas. Usar un medio u otro es indiferente si el resultado final es que alguien se quede sin lo suyo. Así, no podrá llamarse república el sistema político que se erija con el exclusivo objetivo de sustraer lo ajeno. Quien toma para sí lo que no le pertenece no puede alegar la posesión de un bien común, salvo que sea una res nullium (una cosa de nadie), la que desde el momento que es demandada en propiedad por un particular se sumará en firmamento de cosas en común a defender. Si la república se ha fundado para proteger a la gente que algo tiene, entonces será opuesto a su razón de ser que se instituya sobre sus cimientos una “república” diferente y superior a la res publica.

Como se infiere, el bien común que aquí se invoca no estará en que un particular o un grupo de estos se arrogue la facultad decidir sobre la suerte de los demás portadores de títulos patrimoniales que conforman ese tipo de orden. De darse ello la igualdad que va adscrita a los que poseen derechos se afectaría en provecho de alguno de sus iguales. Y se afectaría perdiéndose la perspectiva de que el bien común de la república está en salvaguardar propiedades (la mera existencia vital, las humanas artes o habilidades que ofrecer y los bienes y cosas que se tiene a mano) antes que fraguar un imaginario al margen de las mismas.

Share This