Vasili Grossman, Vida y destino, Traducción de Marta Rebón, Lumen, Querétaro, 2008, 1111pp.
Publicado en la revista en Libros & Artes, Nº 38-39, Lima, Febrero 2010, pp. 34-35.
Traducida directamente del ruso al castellano, llega a nosotros la obra máxima del escritor ruso Vasili Grossman (1905-1964). Célebre corresponsal de guerra del Estrella Roja (Krasnaya Zvezda), lo tocó cubrir tanto la batalla de la hoy mítica y desaparecida Stalingrado como el avance del ejército soviético hasta la toma de Berlín. En este último trayecto, le cupo ser testigo de la liberación de los campos de concentración polacos de Treblinka y Majdanek. Precisamente un artículo suyo referente al primer centro de exterminio (se llega a hablar de hasta 850.000 víctimas) sería utilizado como evidencia del holocausto en los juicios de Nüremberg.
Judío, ucraniano y fiel bolchevique, nuestro autor tomará sus vivencias de la gesta de Stalingrado para acusar tanto el totalitarismo del agresor como del agredido. Y lo haría a través de la historia de la familia Sháposhnikov. Así como la historiografía hace del conjunto de combates y enfrentamientos un todo compacto, denominándola “batalla de Stalingrado” (1942-1943), Vida y destino es un conjunto de escenas que parten básicamente de la fragmentaria existencia de los miembros del clan Sháposhnikov, con especial énfasis en las biografías de las hermanas Liudmila y Yevguenia. ¿Soportes de una metafórica “madre Rusia”?
Grossman sabía lo que hacía. También a lo que se exponía. Amigos y parientes suyos habían padecido detenciones y severos interrogatorios durante las purgas de fines de los años treinta. Uno de sus personajes caería de bruces en este drama, para luego ser conducido a un campo de trabajos forzados. Esa será la historia de Archuk, el primer marido de Liudmila, padre del joven teniente Tolia (Anatoli Sháposhnikov), al mismo a quien Liudmila hablará en su agonía y en su muerte luego de enfrentarse al invasor alemán. Ella hablará lo que todos callan. Es la licencia que se puede dar una madre adolorida, mutilada.
Si Liudmila perdió a su primer esposo en las purgas, Yevguenia (Zhenia) sería la esposa del comisario político de Stralingrado Nikolái Krímov. Comunista convencido y de heroico desempeño durante la guerra, Krímov será inexplicablemente arrestado y torturado. Esta situación hace que Zhenia abandone a su amante Piotr Nóvikov, el oficial al mando del cuerpo de tanques. Como vemos, el odisea de la personal existencia empequeñece ante esa tragedia mayor que fue la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra Patriótica de los rusos. Empero esas mismas “personales existencias” noticiarán otros espantosos hechos de ambos bandos: cámaras de gas, campos de concentración, también actos heroicos. Junto a ellos, asoman personajes como Hitler y Stalin, los generales Paulus y Yeriomenko, además del francotirador Vasili Záitsev.
Otros personajes serán los también hermanos Marusia y Dmitri Sháposhnikova. Marusia muere a causa de los bombardeos. Casada con Stepán Spiridónov, tiene una hija (Vera) que tendrá un romance con el piloto Víktorov, el mismo que morirá en combate, perdiéndose la oportunidad de conocer al hijo que Vera alumbrará. Por su parte, Dmitri sufre prisión política, con un hijo peleando en el frente. Historias de gente que fenece antes de tiempo. Demasiado pronto. No como una anécdota, sino como una obviedad. Así son las guerras y los totalitarismos.
Un altero ego del autor será el físico Víctor Shtrum, el segundo marido de Liudmila. De ambos nacerá Nadiezhda (Nadia). Strum será en narrador central. Intelectual judío, sabe del dolor de la xenofobia nacionalsocialista a través de su madre (Anna Semiónovna). Ella se encontrará en Ucrania en el momento de la invasión alemana. Por su condición de judía, será expulsada de su trabajo para luego pasar a vivir en un gueto. Allí morirá. Mientras que él comienza a sentir la presión por disentir, por opinar distinto. Enamorado de la mujer de uno de sus colegas (Sokolov), en el regreso a Moscú, Víctor Shtrum “cae en desgracia”. Se le pide que se retracte y se le obliga a firmar un documento que incrimina a inocentes. ¿Eso es revolucionario?
Punto de partida del fin de la Alemania nazi, el sitio de Stalingrado igualmente significó el momento máximo de la Rusia soviética, la mentada Gran Guerra Patria. Motivo de la emoción de Stalin, cuando el Estado se fundió con su voluntad (vid. p. 824). Un momento magno del que Grossman no abandona su espíritu de cronista y de denunciador. Ciertamente, Vida y destino (1959)no es ningún equivalente de Guerra y Paz (1865-1869) de Tolstoi ni de El Doctor Zhivago (1957) de Pasternak. Y los menciono porque a priori se podría juzgar (como algunos lo señalan) que tal obra pertenece a la constelación de magnos aportes de la literatura rusa. Personalmente considero que no es así. Grossman es más sencillo, menos ambicioso. Ni la mayúscula disquisición filosófica ni la poesía lo dominan. Sólo la épica está presente, épica encarnada en múltiples rostros, existencias y circunstancias límites. Se podría decir que lo que tiene es la gravedad de su denuncia, de ser testigo y víctima. Incluso post mortem: el régimen de Jruschov confiscó los borradores de Vida y destino. Recién en 1980, luego de recuperarse el manuscrito, se publicaría en Suiza. Un drama similar al de Boris Pasternak.
Para comenzar, Grossman pertenece a la generación de bolcheviques que carecen de ligazón con la esperanza de aquel “mundo nuevo” que desde el luminoso XIX se venía pergeñando: El afán de extender su humanizadora y democrática lumbre hacia todos los confines del planeta. ¿Incluimos aquí la lumbre librecambista de ese mismo siglo? No, ya para el propio mundo burgués de esa hora tal envite era soslayable: Ya desde la pasada generación le perdimos el amor a la riqueza, diría un burgués trocado en revolucionario en El Doctor Zhivago. Se apetecía todo lo demás, menos lo que sostenía ese “todo”.
Desde este viso, el generalizado optimismo apuntaba a que la próxima centuria concrete los más elevados anhelos por doquier. Una ilusión a la que los rusos no estaban exentos. Empero, en ellos el iluminismo se hizo revolución, revolución rusa (Pasternak). Cosa sería para un pueblo de tradición autocrática, una nación que «ha visto todo durante los últimos mil años, la grandeza y la supergrandeza», excepto la democracia.» (p. 357) Inconforme y desengañado, de boca de uno de sus personajes confiesa: «No soy admirador de la democracia burguesa, pero los hechos son los hechos.» (pp. 349-350)
Si desde su finca en Yásnaia Poliana Tolstoi renegaba de la cartesiana modernidad en favor de su particular misticismo panteísta, lo que lo unía a su tempo y a sus contemporáneos era esa misma visión por lo igualitario. Un discurso que en su febrilidad desembocaría, en las inmediatas generaciones posteriores, tanto en una apuesta por su radical concreción como por su total rechazo. Ello era una ruptura. Definitiva de cara al XIX. Se le daba las espaldas. Quiebre al que la soleriana generación de Grossman asumió sin medir distinciones, consecuencias ni sacralidades. Prueba de lo último está en el siguiente retrato: el célebre general alemán Heinz Guderian, tomando la residencia de Tolstoi como cuartel general en su avance hacia Moscú (diciembre de 1941), tiene el cuidado de desactivar los explosivos que Stalin mandó colocar tanto en la casa como en la propia tumba del gran Liev. Delicadeza prusiana, pero igual, colisión de bárbaros.
No existirán abismos entre nazis y bolcheviques. En frase de Heine: Die beiden stinken (Los dos huelen mal). A través de uno de sus personajes denunciará que los “abismos” generalmente mentados entre los dos totalitarismo han sido inventados. A su entender, son «(…) formas diferentes de una misma esencia: el Estado de Partido.» (p. 509) Al fin y al cabo: «¡El nacionalismo es el alma de nuestra época!» (p. 510) Ahí donde cada paso a seguir es decidido desde el Estado. Él es el que asigna el plan y el programa. Por ello mismo, será éste el que tome su producción y sus beneficios. Sueño (para el que ejerce el poder) o pesadilla (para el que lo padece) que no dudará en despojar al que algo tiene para cumplir su objetivo. Los campesinos rusos y los judíos de la sempiterna diáspora de casi toda Europa lo supieron. Dos universos a ser liquidados. Unos por razones de clase, otros por motivos raza. No en vano, «Fue en la Noche de los cuchillos largos donde Stalin encontró la idea para las grandes purgas del Partidos en 1937.» (p. 511)
Así, no es ninguna novedad señalar al siglo XX como un siglo marcado con la impronta de la irracionalidad. En la obra, una mujer (una de aquellas “particulares existencias”) calibra el destino de la pasada centuria observando a las patrullas de las SS, a la Gestapo y a los colaboracionistas ucranianos aproximándose a las puertas de un dormido gueto (p. 248). Centuria de un par de guerras mundiales, de hambrunas motivadas desde el poder, de campos de exterminio. Crímenes en nombre de la justicia y de la dignidad humana. Totalitarismos. El empleo de la ciencia y la tecnología para reprimir antes que para la libertad y el progreso. Es la conclusión Shtrum. Lo que no se esperaba en el siglo previo. No es que aquellas calamidades no fueran ajenas a la humanidad, simplemente no se les tenía como posibles de suceder otra vez, y de forma tan artera.
Toda una frustración: «El siglo de Einstein y Planck había resultado ser el siglo de Hitler. La Gestapo y el renacimiento científico eran hijos de una misma época.» (pp. 110-111) Para el desánimo. Lo que se hace que se proclame casi desde el inicio: «Yo no creo en el bien, creo en la bondad.» (p. 25) Se renuncia al máximo ideal por lo concreto y tangible. Lo mínimo posible. Dura confesión. Propia de un desencantado. Pero no de un ser sin esperanza.
La razón se diluye y abre campo al instinto. Sólo en éste último aflora la sensatez. Ello es a lo que empujan las mortales carestías y los guetos. Lo que nos delata que lo trágico precede a lo épico. Justo lo que Grossman presenta. El drama de un pueblo sumido en el engaño. Como para explotar de ira, pero para otro día, porque la Gran Guerra Patria lo exige. Mientras tanto, se debe seguir actuando como masa. Siguiendo a Canetti, allí donde pululan los pequeños traidores. En eso sucumbe la gente común y corriente, el que más si le dan rienda suelta.
Craso error de Lenin pensar que la opresión deja de ser opresión porque se oprime inteligentemente. El máximo guía de los que prometieron libertad y sólo supieron dar más de una vieja historia. Es decir, de los que obsequian una sobrecarga de defectos: «Durante mil años, Rusia había sido el país de la autocracia y el despotismo ilimitado, el país de los zares y sus favoritos. Pero en esos mil años de historia rusa nunca había existido un poder comparable al de Stalin» (p. 978). ¿Cómo huir de ello? Imposible, expondría Pasternak: En los tiempos de los zares era viable escapar, pero bajo el stalinismo… ¿cómo?…
Habría que esperar mucho para que ese orden se diluya, desaparezca, momento en el cual Vida y destino pueda ser publicada. En 1988 aparece la edición rusa. En el preciso instante cuando el imperio soviético y todo lo adscrito a él se deshace. Incluso el nombre de Stalingrado. Desde 1961 se denomina Vologrado, sustituyendo a la vez al original de 1598, Tsaritsyn. Nada es como antaño. Solo la moraleja, la libertad es difícil, a veces dolorosa: es la vida (p. 688). Y sobre ella se hace el destino.