Paul Laurent
Alrededor de las cuatro de la tarde del jueves 25 de octubre, un enfurecido bípedo arremetió con toda sus fuerzas contra un hermoso cuadrúpedo. Y lo hizo con saña, con vocación de destrozar la estampa de un brioso equino. Así es como dicho salvaje le rompió al caballo de la policía montada una de sus patas traseras con algún objeto tan criminal como contundente.
Sinceramente, ese corcel valía mucho más que los cientos de malvivientes (se dice que frisaban los 2500) que desencadenaron la mayor afrenta que las autoridades de la ciudad de Lima han sufrido en años por parte de la delincuencia y del lumpen. No hay comparación. Un ser tan noble y bueno como lo es un caballo sólo puede ser asesinado por quien no tiene ni la más remota idea de que la belleza también puede estar en cuatro patas y algunos relinchos. Hasta el cruel Calígula comprendió ese detalle, lo que le obsequió el mejor de sus lados.
Y era bella porque era yegua. Su deceso me fue más sentido que cualquiera de los hombres ahí muertos (en La Parada, durante un proceso de desalojo que lleva cuarenta y cuatro años de retraso). No había comparación. Ninguna. Que los animales no tengan derechos no significa en sí mismo que todos los seres humanos que jactanciosamente dicen que los poseen vengan a ser moral y estéticamente superiores a las bestias. No nos engañemos: Los centauros eran admirados porque primaba en ellos el espíritu de los indomables y sabios pura sangre. Más valor había en lo zoológico de su traza antes que en la humanidad de su otra mitad.
Si en el siglo V San Agustín advertía que era suficiente que la más deforme y contrahecha de las criaturas tenga la más leve apariencia humana para que sea considerada parte del club de los “hijos de Dios” (hechos a su imagen y semejanza), ya hace mucho que deberíamos de colegir que no todos de esos “hijos de Dios” son superiores a los demás animales de la Tierra. No es suficiente parecer. No, no lo es.
La igualdad legal no remedia el problema de la miseria humana. Ella nunca podrá elevar a un rango mayor a quien (por costumbre o por vocación) medra violentando la existencia ajena, destruyendo los proyectos de otros y mutilando por puro odio a su ocasional víctima. Odio por el odio, sin más motivo que el detestar al que algo tiene por el sólo hecho de tener. Envidia exclusiva de los hombres, un sentimiento completamente ajeno al resto de los animales.
Así, mientras la poeta y defensora de los derechos humanos Rocío Silva Santisteban lamenta el fallecimiento en prisión de un condenado por terrorismo (condenado a veinticinco años de reclusión) que no logró que el presidente de la república le otorgue indulto humanitario, yo aún no me recupero del triste final de Lamar. Ese era su nombre, el nombre del corcel al que las cámaras de televisión registraron exponiendo cómo una de sus patas colgaba rota y sangrante.
Ver aquella extremidad del equino ladeándose de un lado a otro me inundó de pena, de inmensa pena. Mientras que otros sienten vergüenza porque los carceleros y los gobernantes no se comportan humanamente con los que en su momento alardearon de inhumanidad, hay quienes no comprendemos que se pueda sustentar un reclamo de “humanidad” en base a la vergüenza. ¿Demasiado frívolo? Lo es, claro que lo es. Frívolo y racional.
Que un caballo como Lamar haya terminado sus días de la manera tan brutal y salvaje como terminó, debería de ser señal más que suficiente para advertirnos que hay hombres sobradamente inferiores al resto de los animales. Por ello mismo, también debería de ser señal que a lo mejor muchas de las sonoras peticiones de trato digno a ciertos inhumanos no son más que parte de una inmensa mentira. Esa mentira (realmente una patraña) que dice que todos somos moralmente iguales por el sólo hecho de ser hijos de Dios, quien nos forjó a su imagen y semejanza.
Exactamente la base de un “humanismo” que prefiere ver a un inhumano sumido en su desventura antes que apuntar su mirada a un humano inmerso en un análogo infortunio. Sin duda, cuestión de sensibilidades. Cuando ese “otro” al que se defiende hace olvidar tanto a los demás (a los otros) como a todo lo que detrás (o debajo) del rótulo de “otro” se oculta.