Martín Portillo

Un día como hoy, 09 de noviembre del año 1989, durante la noche, se inició la caída del muro de Berlín.

Hecho inesperado y sorprendente que demostró la corrección de las explicaciones de Ludwig von Mises acerca de las nulas posibilidades que tiene una sociedad de lograr la utilización racional de sus recursos sin propiedad privada. La caída del muro no solo permitió mirar hacia dentro del sistema socialista y comunista, sino confirmar que desde el estado cualquier intento de “mejorar” las condiciones de vida de las personas (pueblo) solo deviene en controles y medidas coercitivas que anulan en esas mismas personas la capacidad de innovar y crear.

El estado, más allá de su expresa función de protector de los derechos y defensor de las libertades atacadas y vulneradas por otros (no por el estado mismo), tiende a convertirse en el principal agresor, por ello los liberales del siglo XIX exigieron su mínima expresión para facilitar el ejercicio de los derechos y libertades por parte de las personas (pueblo).

Sin embargo, fue difícil dejar el poder a los ciudadanos (personas comunes y corrientes), no se confió en ellos como seres capaces de superar sus dificultades y surgió así el estado social en el siglo XX. Sus bases están asentadas en el estado prusiano creado por Bismarck. Creado para impedir el surgimiento de libertades y el mantenimiento de los antiguos derechos y privilegios frente al poder real. La concentración del poder en manos del nuevo monarca (Kaiser) se legitimó a través de los “servicios gratuitos” que brindaba el nuevo gobierno.

No es casual ni insólito entonces comprender como Marx y Engels tuvieron acogida. El terreno estaba abonado para sus proclamas a favor de la organización social planificada. Planificada para lograr el desarrollo igual de todos sus componentes (¿visión mecanicista?) y evitar las diferencias, naturalmente surgidas en la sociedad industrial, fue aclamada como la aspiración más humana posible.

Pero, para lograr esa sociedad debía hacerse tabula rasa de todo lo aprendido y acumulado por milenios de evolución social. ¡Y se hizo! La rebelión bolchevique (un golpe de estado) conculcó poco a poco todos los derechos recién adquiridos por los campesinos y trabajadores (pueblo) a los aristócratas rusos (muchos de ellos simpatizantes de los cambios). Poco a poco la antigua dirección centralizada del Zar y los boyardos dio paso a la dirección planificada del Politburó.

Si antes hubo pocos propietarios encargados de la conducción del país y sus habitantes, ahora eran los “representantes del pueblo” (KPSS, también muy pocos) los que debían encargarse de dirigir toda actividad que desarrollasen los habitantes, ¡desde la cuna hasta la tumba!

Europa fue recibiendo lentas dosis de intervencionismo, direccionismo estatal, y finalmente llegó al convencimiento de que ese sistema podría ser la alternativa al “desorden del mercado” y la inequitativa y desigualitaria “propiedad privada”. Y así fue como se exportó al mundo entero: India, Asia del Este, África post-colonial, América Latina, etc., ese fue el santo y seña del estado regulador, del estado proveedor y previsor, en suma, del estado del bienestar.

La caída del muro dejó sin argumentos a los promotores, casi evangelizadores de dicho credo. Dio la razón a los millones de personas en el globo que se dedican a superar sus problemas y atender sus necesidades desde sus propias circunstancias, evaluando y sopesando los riesgos y beneficios a obtener en cada acción que desarrollan (aunque no siempre aciertan). Así, lograron superar muchos países las catastróficas medidas económicas adoptadas por sus “gobiernos benefactores” (APRA 1985-1990). Surgieron emprendedores (microcapitalistas), surgieron trabajadores que se lanzaron a otras tierras para enviar desde allí los necesarios dineros para atender a sus familias. Surgieron nuevos mercados y nuevos mercaderes, productores, industriales, etc.

Y eso ocurría en todo el tercer mundo a vista y paciencia de los bienhechores planificadores, quienes no entendían que eso es el mercado: Un ámbito de toma de decisiones y soluciones consensuadas.

Lastimosamente, no se ha tomado conciencia a cabalidad de lo que significó la ruptura de esa “cortina de hierro”. Y hoy se alzan voces y editoriales clamando por mayores regulaciones, incremento de las funciones del estado en el control de las decisiones libres y voluntarias de las personas y empresas (asociación de personas). Europa Occidental se niega a ver el error en sus políticas de bienestar y apunta a mantenerlas a riesgo de quebrar totalmente su sistema económico. Un sistema económico apuntalado por la relativa libertad de empresa de la que aún gozan sus moradores.

Lo grave no es eso. Lo grave es que en Latinoamérica se apuesta abiertamente por programas que reducen la acción personal e incrementan la decisión estatal (de funcionarios) para mejorar la situación de específicos grupos de población. El crecimiento económico alcanzado (menor que el europeo) ha provocado un espejismo: creer que ya es hora, por la abundancia lograda, de empezar a repartir la riqueza en lugar de seguir creándola. Y en vez de promover la aparición de nuevos ricos, se promueve la desaparición o el empobrecimiento de los existentes al establecerse trabas y barreras a la participación en la competencia del mercado.

Esto recoloca al estado como principal árbitro. Estamos comenzando a construir otro muro, pero este es insidioso, no es visible, pero es más eficaz. Estamos amurallando a cada ciudadano para evitar que salga a correr riesgos, juzgando peligrosamente que es mejor que viva (sobreviva) protegido por la benevolente mano de los funcionarios estatales: derechos sociales, discriminación positiva, políticas públicas, regulación de la economía, supervisión de asociaciones particulares, etc.

Celebro la caída del muro de Berlín, porque tal vez no me alcance vida para ver caer el nuevo muro que hoy se está construyendo.

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