Paul Laurent

jose carlos mariategui victor raul haya torre¿Un fabuloso hallazgo? Hurgando en nuestro inmediato pasado, Alberto Vergara ha encontrado que hemos tenido liberales y no nos habíamos dado cuenta. Sí, “liberales intuitivos y anónimos” que en su día fueron la mayoría en el Perú. Gente que como su abuelo (Alberto Paniagua) llegó a Lima en los años treinta del siglo XX, que nunca militó en ningún partido pero que llevaba a cuestas férreas convicciones políticas (¿liberales?) surgidas de su experiencia andina (en su caso, provenía de Puno).

Antigamonal de convicción, de joven fue uno de los tantos que simpatizó con las ideas (no precisamente liberales ni democráticas) de Haya de la Torre. Sin duda, se emocionó con la presidencia de Bustamante y Rivero, apoyado por una A.P.R.A que se hizo de ministerios claves que le permitieron dar rienda suelta a un desenfrenado control de precios y una febril emisión inorgánica de dinero (con su consiguiente carestía e inflación). Primavera democrática (realmente un completo desgobierno alentado por el “partido del pueblo”) que el golpe del general Odría hizo añicos, procediendo a dar paso a esa otra primavera que supo dar la estabilización de las finanzas y de la economía.

¿Se tiene que vivir para la democracia o se tiene que vivir mejor más allá de ella? ¿O es que la premisa está en buscar una “democracia liberal” que se sacuda de lo liberal (mayor libertad económica) y sólo sustentarse en lo “democrático” (la libertad política)? ¿El crecimiento económico como un tema baladí, que no ayuda a resolver problemas? Los místicos de la edad media hubieran estado completamente de acuerdo.

Como muchos “liberales intuitivos y anónimos”, don Alberto juzgaba que las diferencias sociales (la desigualdad) sólo podían ser suprimidas desde el estado. Exactamente ese estado que fue haciéndose más fuerte y entrometido a lo largo de los años, y no precisamente a través de dictadores como Odría. Curiosamente el grueso de los gobernantes que vengan posteriormente alzarán las banderas de una igualdad que lo único que hará será ahondar los problemas antes que solucionarlos, obsequiándole a su vez al estado un poder cada vez más significativo.

El primer belaundismo (keynesiano a carta cabal, con el que se ilusionó don Alberto) dio paso a ese estado tan desmesurado como ineficiente que luego Velasco llevó a sus demenciales extremos. ¿Se puede entender la cleptocrática reforma agraria sin su militarismo, bravuconería antidemocrática, represión política, censura a la prensa, deportaciones y el inicio de un alongado período de déficits fiscales, inflación y carestías? Mucha gente decente (decente de verdad, inserta en la Democracia Cristiana) aplaudió y empujó esa dictadura por el simple hecho de que coincidían con sus ideales igualitaristas. Los métodos ya no importaban, el objetivo sí.

¿Esa es la institucionalidad que se reclama? ¿Esa institucionalidad que no acepta que el mundo gire y se nutra al margen de lo político-estatal, porque prefiere el despojo y el despotismo? ¿Una institucionalidad que no concibe que fuera de ella exista una variedad de instituciones que la gente (el mercado) funda y recrea para su personal provecho?

El estado no es el único que las posee. Es más, si las posee es porque ha secuestrado para sí lo que ya operaba fuera sus tentáculo, afectando en grado sumo su primigenia esencia y razón de ser. No se entiende de otra manera. Es una historia tan conocida como soslayada, salvo que ingenuamente creamos que el mítico Fo-Hi (primer emperador y legislador chino) fue el que inventó (él solito) la astronomía y el calendario, la lira de madera, la familia, la caza, la pesca y los hexagramas.

Los mecanismos que la sociedad (la gente, el mercado) ha descubierto para permitirse una mejor calidad de vida también son instituciones. Y lo son a cabalidad porque han nacido de un lento pero efectivo proceso de ensayo-error que ninguna política pública puede ni medianamente remedar. Siendo que para que ello acontezca sólo es menester que las personas tengan la mayor libertad posible para cotejar los modos más aprovechables para relacionarse con sus semejantes y reducir al mínimo las incertidumbres.

Dentro del esquema liberal la igualdad que se reclama es aquella que reconoce a todos por igual análogas libertades y derechos. Puntualmente, esas instituciones que nacidas del fragor de lo puramente social permiten a los hombres y mujeres resolver su cotidianidad de un modo propiamente civil. He aquí el soporte doctrinario que jamás primó entre nosotros, ese soporte que la intuición, el sentido común y la decencia de nuestros abuelos lamentablemente desconoció.

Así pues, ese rescate de “nuestro viejo liberalismo realmente existente” que Alberto Vergara pide es tan falso y hueco como el “liberalismo democrático” de los “abuelos liberales” que no pedían mercados libres, sino mayor estado. “Mayor estado”, libremente elegido.

Obviamente el contemporáneo Vergara no repara (como no repararon los “abuelos liberales”) que para que operen los mercados libres (el denostado laissez-faire, laissez-passer) es necesario que a su vez opere el respeto de lo mío y de lo tuyo y que se respete lo voluntariamente acordado. Exactamente ese orden de cosas que asomó hacia 1895 y que imperó constitucionalmente hasta 1919, cuando el segundo Leguía pateó el tablero de las elecciones libres. Luego de ese régimen, el discurso de masas (de izquierdas y derechas) procedió a devorar el liberalismo real de los bisabuelos. Y lo hizo con tanta efectividad que se lograría borrar el recuerdo de su existencia.

Cuando Basadre llame a ese período “república aristocrática” negará con esa sola denominación un momento inédito de nuestra historia, pues el país creció económica y socialmente de la mano de la vocación de respetar el estado de derecho y la alternancia en el poder. Una situación sólo comparable con nuestro presente que los populismos sepultaron. Un proceso que fue abruptamente cortado por las modas no precisamente liberales que fascinaron a los abuelos.

Si limitamos el credo liberal a la exigencia de “elecciones libres y democráticas” para en el acto proceder como cuales justicieros Atilas, lo único que se logrará será que ese “liberalismo intuitivo” se parezca mucho (muchísimo) a cada una de esas propuestas que primaron lo largo del siglo XX: el corporativismo fascista, el totalitarismo nacional-socialista y el bolchevique y la democracia antiliberal. ¿Un “república popular” elegida en las urnas? Esas fueron las opciones con las que nuestros abuelos (y hasta padres) tuvieron que conformarse. Recordemos: el siglo XX nació como una directa negación al siglo XIX, el siglo liberal por excelencia que la mal llamada “república aristocrática” replicó entre nosotros.

No hay duda de que hubo, hay y siempre habrá un universo de gente que se oponga al violentismo y a la prepotencia. Mas esa mayoritaria presencia de gente decente no es en sí mismo ningún freno que impida que minorías radicales se hagan del poder. Y ello porque siempre son minorías las que se imponen a las personas común y corrientes que sólo anhelan vivir en paz. Las víctimas predilectas del delirante asistencialismo que goza descubriendo o hasta inventando “inequidades” que a su entender sólo pueden ser resueltos desde el poder y no desde la civilidad, esa otra manera de hacer política que las ojerizas contra el librecambio impiden ver a sus anchas.

(Ver artículo de Alberto Vergara)

(Versión resumida publicada en el diario Correo el 13 de diciembre de 2013, p. 9)

(Entrevista a Alberto Vergara motivada para responder al artículo resumido de Paul Laurent publicado en Correo)

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