Paul Laurent
La primera vez que supe de James Buchanan y su aporte fue leyendo uno de los libros de divulgación de las escuelas económicas liberales de Henri Lepage (Mañana, el capitalismo, 1979). Fue un préstamo de Federico Salazar, quien lo había adquirido en el mercadillo informal de libros que había dentro de la caótica ciudad universitaria de San Marcos a inicios de la década de 1980. El préstamo se dio cuando leíamos en grupo La Acción Humana de Ludwig von Mises. Obviamente la motivación de ampliar las lecturas surgió de una de las tantas anotaciones misianas entorno a cómo las decisiones políticas traen indeseadas consecuencias económicas.
Ciertamente la aproximación de Lepage fue generosa en todo el sentido de la palabra. Así, cuando llegué a Buchanan (Premio Nobel de Economía 1986) tropecé con un problema que el buen Lepage no había advertido: que Buchanan no era un autor fácilmente comprensible. Así es, fue un mayúsculo problema. Eso fue lo que puntualmente descubrí con su Cálculo del consenso (1962), escrito en colaboración con Gordon Tullock.
Por ello, mi inicial acercamiento a Buchanan no fue de lo más feliz que digamos. Pero la necesidad vital de conocer sus planteamientos nos empujó a mí y a mis amigos sanmarquinos a tratar de superar ese obstáculo. Lo poco que había entendido leyéndolo directamente llamó mucho mi atención (pedía que la se prohíba constitucionalmente el endeudamiento público), cosa que me obligó a buscar literatura que me ayude a desentrañar su complicado texto.
Así es como conseguí un libro singular en su bibliografía y de mayor provecho para mí: Los límites de la libertad. Entre la anarquía y el Leviatán (1975). Nuevamente otro inconveniente. Lector de Hayek y partidario de John Locke, la apuesta antropológica y legal hobbesiana de Buchanan afectaba mis sentidos. ¿Cómo un defensor de la libertad puede basarse en el absolutista Thomas Hobbes?
A la verdad, la pregunta sigue en pie. Al fin de cuentas, Buchanan era un positivista (creía en que el derecho era patrimonio exclusivo del estado). Por eso mismo, su apuesta liberal (lo que superaba su afecto por Hobbes) estuvo en establecer desde ese esquema una serie de reglas de juego que garantizan a la gente la mayor esfera de libertad posible a través de un gobierno limitado por normas.
He ahí la matriz de su máximo aporte: que las decisiones de los políticos no son diferentes a las que la gente lleva a cabo en otros ámbitos. Siguiendo a Hobbes, dirá que cada quien busca su voraz interés. Por lo mismo, juzgaba que las decisiones públicas se adscribían a ese patrón: toda decisión política siempre es una decisión de un individuo con intereses. A su entender, no existía un interés puramente público. Esa metafísica no lo asumía. Pensaba que detrás de toda solución política siempre hay una motivación personal que sólo podía ser mediatizada legalmente.