Paul Laurent
¿Cómo garantizar desde la política el crecimiento económico y ampliar a la vez las libertades individuales que lo tornan posible?
Como resultado de sus pesquisas sobre la Constitución inglesa (una constitución histórica antes que puramente legal, que los ingleses hasta el presente desconocen como un texto positivo), Walter Bagehot alcanzó la certidumbre de que lo mejor que podía acontecer era contar con un rey mentalmente deficiente que a la vez estuviera más que entretenido con el ceremonial de su alta investidura.
En términos coloquiales Bagehot proponía algo así como darle a los políticos un “hueso” con el que entretenerse (que lo muerdan, que lo laman, que lo entierren y lo desentierren hasta el cansancio). Obviamente, la idea era que el monarca no afectara la existencia de sus hipotéticos gobernados.
Concretamente el autor de The English Constitution (1867) proponía que a los políticos se les aparte lo más posible del día a día de la gente. Por ello de la premisa de asumir a todo soberano (y sus epígonos) como unos incapacitados física y moralmente. Algo así como seres caídos en pecado eterno por el mero hecho de aspirar al poder. En clave hobbesiana, hombres lobos del hombre, pero para que sólo ellos se devoren entre sí (los célebre checks and balances del constitucionalismo anglosajón).
Si advertimos que la Revolución Industrial se dio en un país donde el máximo magistrado (Jorge III) llegó a estar clínicamente ciego, loco y sordo, el aparente disparate se convierte rápidamente en un valioso aserto: el mejor gobierno es el que menos gobierna. Los fundadores de los Estados Unidos se rigieron por ese precepto. Al fin y al cabo eran republicanos, valoraban más la libre iniciativa individual que el dirigismo y la regulación.
En términos del constitucionalismo clásico, sospechar de la idoneidad física y moral del tenedor del “poder político” era un proceder ideal. Iba en directa correlación con el proceso de un mundo inmerso en un acelerado industrialismo, internacionalización del capital y en la expansión de mercados. Es decir, se estaba ante un auge no promovido por el estado y sus operadores.
En ambos casos ese revolucionario crecimiento de las economías fue producto eminentemente social. Ningún ideólogo, académico ni planificador lo gestó. Simplemente fue el resultado de la inventiva humana montada sobre los rieles de una institucionalidad igualmente forjada desde esa misma inventiva.
Ni el Parlamento inglés ni su monarca, ni el Congreso norteamericano ni los padres fundadores concibieron ese despegue. Ellos tan sólo se limitaron a salvaguardar los derechos de quienes ya eran los auténticos gestores de su propio bienestar. Y lo hicieron fabricando el civilizador “hueso” que los distraerá a los políticos de los mercados.
He aquí una macroeconomía nacida a partir de impulsos de los particulares antes que por exigencias de los teóricos macropolíticos. Tanto en el caso inglés como en el estadounidense lo que les permitió dar el gran salto hacia el desarrollo surgió desde un empuje eminentemente privado. Una legalidad que se generó en ese mismo espacio, y que precedió a esa capitalización.
Como es de ver, una experiencia radicalmente diferente a los esquemas político-legales donde los ocasionales Jorge III carecen del “hueso” que los distraiga, adquiriendo virtudes que hasta ayer nadie conocía por el sólo hecho de portar una banda en el pecho.
(Publicado originalmente en el Diario Altavoz.pe)