Paul Laurent
En el siglo XII Juan de Salisbury decoró el principio constitucional del derecho de resistencia de esta manera: Esta es la espada de la paloma, que pelea sin hiel, hiere sin ira y cuando lucha no concibe ninguna amargura. Ello lo dijo en su célebre Policraticus, una obra redactada en medio del fragor de las estridentes disputas entre la Iglesia y los monarcas, los dos aspirantes al imperium sobre los hombres.
Como el que más de los pensadores formados por los ideales clásicos, Salisbury rechazaba de plano todo asomo de despotismo y tiranía. Como un admirador del lejano Cicerón tanto como orgulloso de la inmediata pujanza de las ciudades-repúblicas de su tiempo, no comprendía la presencia de entes extraños a esos emporios que venían cambiando la mísera fisonomía agrícola europea.
Recordemos, desde la caída de Roma en el siglo V “la cristiandad” vivió un largo periodo de oscuridad. El fin de aquella civilización fue el fin de un imperio que activó economías y prosperidades bajo instituciones que sobrevivirán al mundo que las produjo o que simplemente las absorbió de las regiones conquistadas. Así es, la desaparición de la urbanidad greco-latina no borrará el recuerdo de una república forjada desde las sagradas libertades de sus ciudadanos. Empero, tampoco extirpará la añoranza de un imperio conducido por un César enajenado por su ambición de gobernar sin más frenos que sus propios impulsos.
Mas la sensibilidad política de personajes como Salisbury iba en directa sintonía con el orbe que tenía a la mano, un orbe nacido sin amo ni patrón, sin ciencia ni método (los otros opresores). En una carta de 1164 le decía a su admirado Thomas Becket: He andado por París. Cuando vi la abundancia de víveres, la alegría de las gentes, la consideración de que gozan los clérigos, la majestad y la gloria de la Iglesia toda (en términos actuales, “el pueblo”), las diversas actividades de los filósofos, creía, admirado, ver la escala de Jacob, cuya cúspide tocaba el cielo, y que los ángeles recorrían subiendo y bajando. (sic)
Sin duda, estamos ante quien concibe una existencia que empata grandemente con la remembranza de una respublica que la dolorosa diáspora de la ciudad al campo no había ahogado. Todo lo contrario, se la guardó para un mejor momento. Exactamente el momento en el que la generación de Salisbury vio cómo ofensivamente asomaba un ser absolutamente incompatible con su concierto de ciudadanos: la irrupción de una casta de militarizados aristócratas que miraban con recelo las libertades de los habitantes de los burgos.
La historia de siempre. Ante ese peligro, Salisbury se llenó de ira cuando supo que serían los señores feudales germanos los que habrían de designar al emperador (el aspirante a “rey de la reyes”): ¿Quién dio a este pueblo brutal e impetuoso la autoridad para determinar a discreción quién será príncipe sobre la cabeza de los hijos de los hombres?, le escribió a un amigo lamentando las movidas de Barbarroja en 1160.
Advertía de la contradicción de que magnates acostumbrados a tratar con siervos y vasallos intenten conducir la vida de gente libre. Frente a esa amenaza ofrecerá su “espada de la paloma”, para reencausar los acontecimientos provocados por quien con su injusto e ilegal proceder atacó a quienes debía de defender.
(Publicado originalmente en el Diario Altavoz.pe)