busto-en-piedra-de-aristotelesSegún Coleridge (recordado por Borges), los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Si en los segundos “lo ideal” se impone a “lo real”, en los primeros “lo real” no sólo se impone a “lo ideal”, sino a todas las “realidades”. Al fin y al cabo, en Aristóteles “lo real” respondía a las exigencias de su quimérico maestro Platón.

De seguro Alejandro Magno se percató de ese detalle cuando comenzó a conocer la inmensidad del mundo (su breve mundo conquistado por las armas). Siendo que por ello a lo mejor bien pudo haberse preguntado: ¿De qué realidad se puede hablar si todo es tan diverso, tan lleno de realidades?

Esa pudo ser una interrogante válida en el magnate macedonio. En cada una de sus aproximaciones a otras “realidades” asomaba un claro desmentido a quienes (como su maestro) concebían un único patrón de “realidad”. Cierto, “lo bárbaro” se le ofrecía en una pletórica variedad, muy distinta a lo que la restringida polis brindaba.

En esa medida, ¿es válido (y humano) invocar que el que no mora en la ciudad es un dios o un bruto? Por lo mismo, ¿quien escapa de los parámetros de lo estatal (modernamente, el desmesurado eco de la polis aristotélica) cae en análogo descarrío?

Cuando alguien (como Hayek) se atreve a decir que el lenguaje no es creación deliberada de ningún ente planificador, sino principalmente el resultado de la espontánea interacción de los hombres a lo largo del tiempo, en el acto el mainstream aristotélico lo aparta de la polis. Lo convierten en un fármacos, ese chivo expiatorio que los griegos inventaron para purificar con su muerte a la ciudad. Es decir, se privilegia la sanidad de “lo real” (lo oficial) antes que dar cabida a la presencia de otras realidades.

Y todo ello porque se pone en tela de juicio la preeminencia del estado como factor de creación de instituciones como el derecho y la ley, la economía y los mercados. Precisamente lo que el estagirita colocó como punto de partida de lo social. Para el autor de La política la ciudad era anterior y superior a la familia y al individuo. Cómo él mismo indicaba, era lógico (ajustado al “orden de la naturaleza”) que el todo sea antes que la parte.

Lamentablemente, esa manera de concebir lo social tendrá su precio. Colegir que el ser humano es por naturaleza un agente disociador, incapaz de agenciarse por propia mano soluciones inteligentes y prácticas para el diario convivir con sus semejantes es un parecer que Aristóteles ayudó a cincelar en la mente de generaciones. Como Platón, no concebía orden social alguno sin un rey a cuestas.

Entre Dionisios y Apolo, el griego por excelencia reivindicaba al último de los dioses porque su sola mención evocaba conservadoramente “lo dado”. En cambio Dionisios era el eco de un pasado caótico a inasible, lleno de realidades antes que de una sola realidad.

En la edad media lo dionisiaco invitó a recrear los caprichos de la diosa Fortuna, la que hacía girar su rueda escapando tanto de lo establecido (“lo real”) como de lo providencial (“lo ideal”). Si juzgamos que el Renacimiento (como el mercado) no puede ser calibrado sin la injerencia de esta “alocada” deidad, entonces ¿cómo entender la “modernidad” de los que abogan por mantener el punto de partida que dio vida tanto al estamentalismo y a la represión antiindividualista de la teocracia medieval como al absolutismo xenofóbico de los modernos estados nacionales?

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