A inicios de la década de 1930 un marginal ítalo-norteamericano de la ley y el orden propone a sus pares (otros marginales como él) dejar el uso de la fuerza bruta como mecanismo de resolución de conflictos. Sin paradojas, estaba hastiado de tanta violencia.
Hasta entonces los capos de la mafia remediaban sus diferencias a balazos, a puñaladas o a palos, dejando muertos y heridos por doquier. La figura del “jefe de jefes” no resolvía el problema. Todo lo contrario, ser ungido máximo líder de los mafiosos por los mismos mafiosos era prácticamente una condena a muerte: quien aspirara a ese cargo debía de matar al “padrino de padrinos”.
Cuestión de reglas de juego, “Lucky” Luciano (el delincuente-legislador) no quería ser la próxima víctima. Lo acababan de elegir “capo de capos” de los cárteles de las casas de juego, de la prostitución, del contrabando, de la extorsión y de la producción y venta de licores y demás drogas prohibidas. No quería ser la siguiente “importante víctima” a manos de un furibundo aspirante a “importante”.
Esa fue su propuesta, la que inmediatamente fue acogida por sus pares. Así es como decidieron reglamentar el uso de la violencia. A pesar de sus vidas plenamente formadas en el crimen, todos aspiraban a gozar de sus nietos o por lo menos a no terminar siendo asesinados en plena calle. Desde entonces, si alguno de ellos “tenía que morir” la decisión de esa muerte tendría que ser tomada por el pleno de los jefes mafiosos. Ninguno podía llevar a cabo esa decisión de modo individual.
Obviamente las disposiciones “constitucionales” del “constituyente” Luciano no podían evitar las excepciones. Siempre habría enfurecidos “padrinos” que por mero arribismo o por simple ofuscación recurrirían a los viejos métodos. Pero la norma general fácilmente identificable y conocida por todos los jefes de familias mafiosas (los de aquella hora) estaba dada. Ya únicamente lo que quedaba era hacerla valer lo más posible entre los ahora “formalizados” (dentro de la marginalidad) miembros del hampa estadounidense.
Sin lugar a dudas lo que Luciano buscó fue ordenar la violencia de gente usualmente violenta. Puntualmente su idea fue darle a la sociedad de depredadores natos a la que pertenecía (llegó a ser su cara más descollante) pautas de racional convivencia. No es que aquellos antisociales carecieran de esas pautas. Las tenían, y les fueron útiles durante mucho tiempo. Pero el paso de una marginalidad adscrita a lo pueblerino y a lo étnico a espacios más amplios y cosmopolitas demandó un cambio.
Tanto la camorra napolitana como la cosa nostra siciliana generaron en su propio suelo una gama de normas y hasta una moral afín a su pequeño mundo. Mas cuando esos comportamientos criminales se desplazaron a ámbitos más grandes y opulentos fueron fácilmente desbordados. Una cosa es pertenecer a la pandilla que extorsiona a los comercios del barrio al que se pertenece y otra muy diferente es actuar como pandillas organizadas en las pujantes ciudades del país más rico del mundo, más allá de la crisis de 1929.
Ahora, ¿en qué se diferencia esta racional evolución de actores abiertamente antisociales con aquellos otros que igualmente han “mejorado” sus comportamientos hasta llegar a dar vida a una institución que (según un erudito alemán) tomará para sí el monopolio de la violencia: el estado?
(Publicado originalmente el Diario Altavoz.pe)