Paul Laurent

CaracallaEn el lejano año 212 de nuestra era, Caracalla decretó extender la ciudadanía “a todos los habitantes libres” del imperio que gobernaba. Un retórico de la talla de Meandro de Laodicea lo lamentó, que las ciudades autónomas se rijan por una sola ley y por un solo legislador (un déspota, en términos clásicos) era para apenarse.

Ciertamente, estamos ante un tipo de igualdad que no aceptaba la diversidad. No había de qué regocijarse. Si hasta ese momento Roma respetó la independencia de determinadas urbes, desde esa hora los autocráticos dictados imperiales no conocerán de excepciones. Y pensar que todo brotó por una urgentísima necesidad fiscal.

Así es, Caracalla extendió la ciudadanía por una urgencia económica. El contar con más ciudadanos a quienes conminar tributariamente le otorgaba la posibilidad de incrementar compulsivamente las arcas del tesoro público. Queda en claro que la motivación imperial de tornar a todos los “habitantes libres” de Roma iguales ante la ley nada tenía que ver con la libertad tal como Occidente la entiende modernamente.

En principio, el concepto de libertad que la antigüedad manejaba era el de una libertad colectiva, gregariamente adscrita a la comunidad. Es decir, era la ciudad (como la polis griega o la civitas romana) la que se tenía por libre, no necesariamente los ciudadanos. En ese sentido, lo que Caracalla hizo fue reproducir en grande (para todos sus inmensos dominios) una “libertad” que sólo se aplicaba en pequeño (directamente nacida de clanes y de tribus). Propiamente aquella libertas que Rousseau rehabilitará siglos más tarde, la misma que Marx juzgarán análogamente aplicable a ámbitos más amplios.

Ya en su hora (siglo V a.C.) el ateniense Tucídides sopesó que una libertas constreñida a lo aldeano colisionaba con el tipo de independencia que la propia urbanidad demandaba. Aparentemente, la modernidad confirmó el parecer de Tucídides (y de Demócrito, apuntaría Castoriadis). Empero, es evidente que los modernos estados no se mueven bajo ese cauce. Palmariamente, no han renunciado a expedir libertades que tienden a encadenar a las personas antes que a liberarlas. Para ellos todo asomo de personal individualidad y autonomía es tenido como un proceder potencialmente disociador. Asumen que lo privado desune antes que une, no sociabiliza.

Bajo ese razonar, únicamente el poder político coaliga y torna sociable lo insociable. Siendo de poca relevancia si es que para ello tiene que secuestrar voluntades y redirigir conductas, fraguando derechos públicos a costa de derechos particulares. Ello por cuanto se presume que los hombres con legalidades de esta última ralea no están aptos para brindar lo mejor de sí a su comunidad. Tal es el motivo por el que los disfraza de “ciudadanos”. No de ciudadanos surgidos de civilidad alguna (de urbanidad), sino inventados por decreto. Como en el presente, en el siglo III igualmente se tenía como remoto el recuerdo de una Roma republicana, gobernada por magistrados y no por césares.

Según Jenofonte (en su Ciropedia), los persas tenían un recinto denominado “Plaza de la Libertad”. Allí se alzaban el Palacio Real y demás edificios gubernamentales. Obviamente dicha plaza no fue erigida desde el mismo feeling que empujó a cincelar la Estatua de la Libertad a instalarse en Nueva York a fines del siglo XIX. Como el edicto de Caracalla, aquella plaza tampoco estuvo concebida para gente portadora de derechos.

(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)

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