Han encarcelado a Culebra, rey de los contrabandistas, en Puno. A los contrabandistas se les llama “culebras”: él, ofidio mayor, capitanea a la especie. Le cayó la ley en la carretera Huancané-Moho mientras viajaba en procura del deber. El mercado de San José de Juliaca esperaba la mercadería fulminante que traía de Bolivia: fardos de tela, hilos, cierres y algunos alimentos.
Debes saber, Culebra, que si fuera abogado te ofrecería servicios graciosos. Si fuera político, convocaría a los pobladores de Cacuña que se enfrentaron a la ley en tu defensa y vociferaría: “Todos somos contrabandistas”. Si fuera árbitro, te cedería el play de honor. Si fuera poeta, escribiría una jácara en honor del estraperlo y te la haría llegar envuelta en una confección coreana, de esas que vendías en la oscuridad. Y si fuera historiador, te contaría, citando a Alfonso García-Gallo, que la Colonia descargó un millón de leyes opresivas sobre el lomo de nuestros antepasados y que ellos sobrevivieron haciendo lo mismo que tú. Si fuera educador, te daría a leer The Discovery of Freedom, de Rose Wilder Lane, para que sepas que “durante seis mil años, bajo economías planificadas, el intercambio pacífico de bienes útiles ha sobrevivido de dos formas: el contrabando y el cohecho”. Si fuera brasileño, te contaría que cuando la monarquía portuguesa se instaló en mi país, lo primero que hizo, derrotada por la realidad, fue permitir la libre venta callejera de todo. Si fuera antropólogo, te contaría que en 1971, luego de recorrer el África, mi colega Keith Hart sostuvo que el comercio ilegal es “el método de salvación” para pueblos “a los que la estructura formal de oportunidades les ha negado el éxito”. Y si fuera venezolano, te contaría que a comienzos de los 70 Kenneth Karst, Murray Schwartz y Audrey Schwartz se sumergieron en el mundo de los negocios clandestinos y publicaron, bajo el título de La evolución de la ley en los barrios de Caracas, una seminal exaltación de nuestra economía negra.
Si fuera economista te diría que un empresario es aquel que, como tú, advierte una discrepancia beneficiosa entre sus costos de hoy y los precios a los que intuye que venderá mañana. Y si fuera jurista te diría que el estraperlo es lo mismo que el mercado, y que si el 35 por ciento de los cigarrillos que se venden en el Perú son ilegales es por la tiranía tributaria, que les inventa un precio artificial. Y si fuera chiclayano, te diría que mis calles están inundadas de gasolina contrabandeada porque el Estado obliga a venderla cara en todo el país y barata en la Amazonía, lo que crea un mercado confidencial gracias a personas que prefieren adquirir el carburante barato traído de la selva porque no les cabe en la cabeza que ese enigma líquido encierra un crimen.
Si fuera panadero, te contaría que la importación de harina de trigo ha caído un 72 por ciento en el último año, no porque el Perú la produzca mejor sino porque su encarecimiento obligatorio provoca la respuesta patriótica de ciudadanos que la suministran a quienes aspiran a la hazaña penal de alimentarse. Y si fuera agricultor, te contaría que la agricultura arequipeña no pierde 80 mil nuevos soles diarios por las importaciones ilícitas que llegan de Chile, Bolivia y Argentina, sino porque el Estado arruinó la agricultura y hoy, mediante un estatismo que aborta al capital en el vientre de la madre, hace imposible reconstruir una actividad condenada al minifundio. Si fuera contador, te diría: el Perú no es, como afirma la cháchara, mil millones de dólares más pobre cada año por culpa de tu oficio, sino mil millones de dólares menos deprimido de lo que sería sin ti.
Haces lo mismo que tu antigua y universal estirpe: ganarte la vida sin quitársela a nadie, obedeciendo las órdenes de tus consumidores, peruanos de a pie cuya aspiración es comprar bien y barato. Ellos no han sabido hacer valer la fuerza de su número porque han tenido un líder al frente. Pero cada vez que pueden, se amotinan. Los pobladores de Cacuña que se arriesgaron para salvarte son la libertad. El día en que alguien deslegisle el laberinto del Perú, derogando el medio millón de normas que expropian o prohíben -únicas dos funciones que, como escribió Isabel Paterson, cumple toda legislación-, la historia mirará con respeto a esos ofidios que serpentearon por entre las rendijas del dirigismo oficial, sobreviviendo y haciendo sobrevivir. Un compatriota está enrejado en Puno por vender hilos. La idea me es insoportable. Pasaré la noche en vela.
(Publicado originalmente el 6 de octubre de 2003)