Paul Laurent

11102_150973911727770_1215941272_n.jpgBela Bruges medieval.

Hacia el siglo XI la recuperación de la urbanidad europea comienza a ser más que visible. Desde el colapso de la Roma imperial en el siglo V, la ciudad vuelve a erigirse en eje civilizador. Como reza el añejo lema germano, Stadtluft macht frei, el aire de la ciudad libera. He aquí la resultante de una dinámica que lentamente ha ido reimpulsando un modus vivendi hasta entonces perdido tanto como el ofrecimiento de una novedad: el asomo de la libertad en sentido moderno.

Como cuando aconteció con la Revolución Industrial en el siglo XIX, ingentes cantidades de seres humanos (mayoritariamente campesinos) cambiaron su suerte. Si durante alongado fin de la civilización romana las ciudades fueron paulatinamente abandonadas por quienes optaron por refugiarse en los bosques, la baja edad media significará el renacer de la urbanidad.

Estamos frente a los inicios de la inversión de un escenario predominantemente agrario por otro mercantil. Así es, el comercio marcará la pauta. Ese será el factor reactivador. Como antaño, el Mediterráneo y las antiquísimas rutas y emporios de los marchantes sirven de vías para el tráfico de hombres y mercancías.

Se restablece una cadena de mercados interrelacionados. Ciertamente esos mercados serán las propias ciudades. Ese será su fuerte. Si a nivel local las ciudades-repúblicas bajomedievales privilegiaron a los estamentos y corporaciones con frondosas regulaciones, será el comercio internacional entre las mismas ciudades-repúblicas y otros puntos mercantiles lo que de cabida a una libertad más amplia y fructífera. Exactamente esa misma amplitud y fructífera libertad (de nulos o escasos reglamentos) que en su hora inicial las ciudades-repúblicas conocieron (siglos X y XI) y desde la cual se capitalizaron.

A través de esa misma dinámica los campos comenzaron a producir para las urbes, tanto para las próximas como para las lejanas, y hasta para las remotas. La cadena de producción y venta involucró espacios distantes a la limitada y pobre cristiandad, entendiéndose que ella correspondía al ámbito de una Europa occidental restringida (por el oeste, la frontera de los Pirineos; por el este, las fronterizas villas y poblados alemanes).

Como hasta ahora se ha visto, no hay presencia de estado alguno. Todo es urbanidad y comercio, comercio y urbanidad. Por lo mismo, la política se restringe a una serie de magistraturas altamente ligadas a los principios republicanos. Será la añoranza de la Roma de los cónsules antes que la de los emperadores la que imponga la apetencia por el bien común donde la igualdad ante la ley será la máxima aspiración.

A pesar de los estamentos, la calidad de ciudadano exigirá unas magistraturas afines a esa igualdad legal. En ese tenor, toda autoridad tenía como función salvaguardar vidas y patrimonios tanto como propiciar la paz y la armonía comunal. En consecuencia, toda autoridad que iba más allá de esa función se descalificaba a sí misma. En el imaginario urbano bajomedieval, no había mayor afrenta a la ciudad (y a sus ciudadanos) que la existencia de ese tipo de comportamientos antirepublicanos.

Si la ciudad era tenida como una cosa de todos (una res publica), la sola posibilidad de que aflore una conducta ajena a esa urbanidad provocaba mayúsculo fastidio e incomprensión. Ante la posibilidad de que un extraño de ese tipo arribe a las pujantes ciudades occidentales del siglo XII, Juan de Salisbury se espantaba ante la noticia de que un grupo de electores germanos fueran los que elijan al sacro-emperador. Como le escribió a un amigo en 1160: ¿Quién dio a este pueblo brutal e impetuoso la autoridad para determinar a discreción quién será príncipe sobre la cabeza de los hijos de los hombres?

Su temor era fundado. ¿Qué podían saber ellos (y sobre todo su príncipe elegido, Federico Barbarroja) de ciudadanos y de corporaciones libres, de comercio a escala internacional, de contratos y de tratamiento entre iguales ante la ley si estaban acostumbrados a mandar despóticamente sobre siervos y campesinos en su restringido orbe feudal? ¿Cómo comparar ese cosmos rural y bucólico con el de las prósperas regiones de Lombardía, Liguria y Toscana en el sur y con las de las Brabante y Flandes en el norte?

Verdad, ni Ulm ni Augsburgo eran Amberes, Brujas, Milán, Pavía o Génova. Como hace narrar Umberto Eco a un ficticio personaje de la corte imperial en su novela Baudolino: Las ciudades de Alemania han nacido por deseo de un príncipe, y en el príncipe se reconocen desde el principio, pero para aquéllas ciudades es distinto. Han nacido mientras los emperadores germánicos estaban ocupados en otros asuntos, y han crecido aprovechándose de la ausencia de sus príncipes. Cuando tú hablas con los habitantes de los podestás que quisieras imponerles, advierten esta potestatis insolentiam como un yugo insoportable, y hacen que les gobiernen cónsules que ellos mismos eligen.

Obviamente las ciudades-repúblicas no son estados. Cuando estos arriben, las cortes desplazarán a las urbes. Ello será altamente manifiesto en el siglo XVI. En términos de Hugh Trevor-Roper, las ciudades capitales como Bruselas, París, Roma, Madrid, Nápoles y Praga se impondrán sin saber nada de comercio, finanzas e industria. Únicamente sabrán de prolífica legislación y de razón de estado. A todas luces, será un idioma distinto. Es la reivindicación de las soluciones extraordinarias por parte de un ente foráneo a la cotidianidad urbana.

Si en las grandes villas burguesas la competencia y los mercados era la característica distintiva (lo que invitaba a creer en un orden natural), en las ciudades capitales ese discurrir no se conocía. En las cortes no había necesitad de ganarse sustento alguno. En ese sentido, no eran responsables más que de gastar (derrochar) lo ajeno: lo obtenido por los impuestos que las urbes mercantiles pagaban para financiar los gustos barrocos de los monarcas absolutistas (afición dada tanto entre reformistas y contrarreformistas).

La modernidad se concebirá desde el influjo de la succión de los espacios urbanos por el estado antes que por la dinámica hegemonía de las ciudades. La centralización primará por sobre la descentralización. En directa consecuencia, el poder político se hará absoluto. Se regresiona. El otrora ideal ciudadano de la igualdad de todos ante la ley dentro de una civitas sin amo ni príncipe sucumbe, a la vez que la farra fiscal y el despotismo se incrementan ahí donde el fragor urbanita es burocratizado. Se da paso al súbdito y a la xenofóbica nación-estado. Son las directas consecuencias de la elevación del rey como máximo justiciero, al que la ley de las civitas y los derechos de los burgueses le estorban.

Ese es el nuevo protagonista, el mismo que romperá el humanismo renacentista que se hizo posible desde una urbanidad competitiva e internacionalizada para dar paso a jurisdicciones nacionales cerradas, con algunas ciudades en su interior en medio de una plétora de provincias. Precisamente el hábitat de los viejos señores feudales a los que Salisbury temía.

Cuando en la primera mitad del siglo XIX Tocqueville se sorprenda de la vitalidad de las trece colonias inglesas asentadas en América del Norte y de cómo lo que se denominó Estados Unidos eran exactamente eso (unos estados unidos o coaligados), acaso estará auscultando una institucionalidad análoga a la desaparecida civilización urbana bajomedieval. Es decir, será testigo de una dinámica de mercados urbanos que se relacionan entre sí y el mundo, a la vez que cuentan con magistraturas y ciudadanos adscritos a los antiguos ideales urbanitas en favor del comercio, la propiedad y la igualdad ante la ley.

Estamos ante los rieles librecambistas y a la vez republicanos por donde la Revolución Industrial marchará para provecho de millones de individuos. Empero, aquí también los magnates del campo se fagocitarán a la ciudad. Y ello a pesar de que la supuesta frase de Bruto al momento de matar a Julio César (sic semper tyrannis, así siempre a los tiranos) se instituyó como lema de uno de sus estados coligados (Virginia).

Sin rubor, el universo de las ciudades-repúblicas siempre fue antagónico al de los estados. Incompatibles por naturaleza, las primeras muy bien pueden vivir sin los segundos activando economías a la distancia. Por su parte, los estados (los príncipes y su corte) no saben vivir por cuenta propia ni mucho menos conocen de ese tipo de activaciones. No en vano el pangermanismo secuestrará para sí toda una mayormente abierta y liberal Alemania compuesta por una multiplicidad de alrededor de cuarenta estados independientes ligados por la lengua y la ausencia de aduanas (el Zollverein) antes por una sola “nación” de aduanas cerradas, nación que nacerá de la mano de numerosas capas de siervos y campesinos que no dudarán en disparar contra unos seres que les eran completamente exóticos: los decimonónicos ciudadanos de las urbes de mercado.

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