Paul Laurent
Cuando se suele hablar de libre comercio en el acto la mente configura un universo de mercancías a ofrecer, pero dentro de esas mercancías a ofrecer se excluye al ser humano. Obviamente esa exclusión responde a reparos valorativos antes que a la propia naturaleza de lo mercantil. Vender o comprar un bien arrastra tanto adquirir directamente un utensilio como hacerse del trabajo físico o del conocimiento de una persona por un lapso de tiempo.
En ese sentido, firmar un tratado de libre comercio para que sólo pasen cosas y no personas es mutilar lo más valioso de lo que los griegos denominaban cataláctica (kattalatein). F. A. Hayek recogió ese término porque no se limitaba a asumir el comercio como un mero intercambio, sino que además significaba “admitir en la comunidad”, “cambiar de enemigo a amigo”.
Así pues, el comerciar no sólo acarrea un interés material. Ni mucho menos es de presumir que el contacto entre vendedor y comprador queda ahí. Cotejar las relaciones mercantiles únicamente desde esa estela es tener una visión estrecha de las relaciones humanas, que es desde donde al fin de cuentas hay que medir lo mercantil. Por ende, concebir el librecambio desde lo puramente utilitario es no comprender todo lo que el comercio activa consigo.
No en vano Adam Smith alcanzó la fama con un libro titulado La teoría de los sentimientos morales (1759), donde escribe que por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hace interesarse por la suerte de otros, haciendo que la felicidad de éstos le resulte necesaria. Luego vendría su clásica Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776).
A partir de lo dicho, qué enorme distancia se tiene entre un siglo XIX donde millones de individuos de toda condición y origen pudieron desplazarse sin mayor inconveniente de un lugar a otro a lo largo y ancho del mundo y lo que vino posteriormente. Sólo en el caso de Norteamérica, Paul Kennedy estima que más cincuenta millones de europeos llegaron a ese suelo entre 1846 y 1930. Innegablemente la relevancia de los hombres y mujeres que arribaron fue mayor que el de las cosas, siendo que será esa enorme cantidad de gente la que erijan la riqueza de los Estados Unidos con su sola existencia física y moral.
Por entonces aún era posible cruzar las fronteras. Ello no sólo en Norteamérica, sino en casi todo el planeta. El laissez-faire también era un laissez-passer. A pesar de lo duro del trayecto, millones de personas tuvieron la posibilidad de mejorar su suerte. Ello hasta que el librecambio de personas y mercancías fue suprimido.
Cuando en 1968 Garrett Hardin publique en la revista Science el ensayo «La tragedia de los comunes», los estados antiliberales (entre los abiertamente socialistas y los socialdemócratas) estaban aún en su mejor hora. Ellos fueron los que desde el fin de la Primera Guerra Mundial reemplazaron al liberalismo decimonónico. Lo que Hardin anotaba era que si se quería seguir viviendo cómodamente en esos estados antiliberales (producto de las políticas de beneficencia) se que tenía que evitar todo aumento demográfico, sea tanto por motivos endógenos como exógenos. Ciertamente en esas sociedades no había lugar para oleadas migratorias de ningún tipo. Curiosamente, tampoco para llegada de simples mercancías.
(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)