§45. Un campo vasto de interrelación supone, de arranque, la presencia del derecho, y ello porque para conseguir una eficaz armonía es menester fijarles linderos a nuestros procederes. Estos son los hitos que marcan la racionalidad y su antónimo. Entendido en su amalgama, se levanta un orbe holístico que no admite caprichos al margen de lo debido, es decir, esas varias cosas que gobiernan a los hombres, entiéndase, la religión de los habitantes, sus inclinaciones, junto con sus riquezas, número, comercio, costumbres, maneras.[1] En aviso de esto, los antiguos romanos, como era el caso de Cicerón, eran incapaces de distinguir entre lex y ius. Nadie podía decirse versado en jurisprudencia si es que osaba diseccionarlas, puesto que ambas emergerán desde el Todo. Sólo desde aquí se puede exclamar que la ley es la razón sin apetitos, pues no tiene un origen arbitrario. Empero, en un orden teocráticamente concebido, ipso facto, se juzgará que todo aquello sólo es agible desde los dictados del propio Altísimo, desde el cual nada se mueve, nada cambia. Un acontecer idéntico al tricentenario abrazo de Zeus a Hera que congeló los vaivenes del planeta, fabulosa cópula que conservó hasta los aromas. Una total desubicación, pues aquí los derechos nunca empatan con la Justicia. Devélase una deidad que no tiene reparos en fingirse un pajarillo para introducirse en la carnosa y rosada cavidad de una resistida diosa, sin necesidad de remover ningún clámide cretense. Ya únicamente habrá que esperar rapiñas y violaciones, nunca justas causas ni francas liberalidades. Mas ahora, sin hechizos de esta ralea, nos quieren ofender de la peor forma. Al fin y al cabo, nos despojan de ambas, de la Ley y de la Justicia.
Hoy en día son estas tan lejanas entre sí que bien pueden vivir, en una perfecta antinomia, por sendas diversas. Un tipo de moralidad que los milenarios teósofos han denominado Derecho Natural, ciertamente la secularización de un Absoluto que no sabe más que llamar a la inactividad y que repudia el ius, dado que infiere que desde él las gentes hacen lo que es y no lo que creen justo.[2] Epifanías de un universo que se trepa sobre otro. El que anima a venerar una sustancia separada de su yo, y, por ende, como profesaba Averroes, única para todos los hombres. Una especie de sapiencia sideral que juzga que a toda función corporal le corresponde un organum ya que el entendimiento, desde un sæculum rationalisticum, no funciona sin este. Invitación a aherrojarnos. La hoz o la guadaña que nos sega de raíz. Una teoría que implica la negación de la inmortalidad del alma individual, aquello que habría de servir a la escolástica ortodoxa para distinguir entre un intelecto posible (potencias para obtener las formas universales) y un intelecto agente (realización y actuación de esa energía que hay en cada aliento nuestro), instrumentos precisos para aprehender aquella Belleza, ese Cielo. El camino de una liberación que pasa por todas las nociones metafísicas de justicia menos por las que tienen que ver con las del derecho, y ello porque desde él todo sabe a carne y a tierra. Palmariamente, un modo de ser racional que desprecia el afirmado y la dinámica del individuum. Así, las nociones de Justicia que se urden al amparo de estos supuestos no son más que invenciones vanas por cuanto rehúsan partir del ius. Como el propio Aristóteles señalaba, aquella «es un bien y una virtud que toca más a los demás que al individuo mismo».[3] Ello no podía ser distinto a su maestro Platón, para quien «lo que se hace con justicia es virtud; y por el contrario, lo que no tiene ninguna cualidad de este género, es vicio».[4]
De aquí se desprende la alegoría del hombre moral, el ser equitativo, el que, a pesar de tener el camino expedito para ejercer sus prerrogativas se sacude de estas en honor de un tercero o del común. Un autosacrificado. El que se inmola por el resto. Ahora ya sabrán por qué Nietzsche sentenciaba que el daño de los buenos es el más dañino de todos.
(Paul Laurent, Summa ácrata. Ensayo sobre el individuo, su derecho, su justicia, Nomos & Thesis, Lima, 2da ed., 2009, pp. 121-123)
[1] Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Vol. I, Orbis, Buenos Aires, 1984, p. 35.
[2] Este criterio nos revela el origen griego (y no romano) de la popular definición de Celso: Ius est ars boni et æqui, el derecho es el arte de lo bueno y de lo justo. Así pues, este adagio se delata como un preclaro opositor a lo empírico y vivencial.
[3] Aristóteles, «Moral a Nicómaco», en Los Tres Tratados de Ética/El Tratado del Alma, El Ateneo, Buenos Aires, 1950, p. 210.
[4] Platón, «Menón o de la virtud», en op. cit., p. 414.