Quizá la idea más sugestiva de lo que es el derecho la haya dado un poeta, Dante Alighieri. Sintomático que dicho aporte provenga de un hombre de letras antes que de un jurista u hombre de leyes. Pero no por ello estamos ante un acontecimiento extraño. Todo lo contrario, aún en tiempos del autor de la Divina comedia lo legal no tenía por qué ser era ajeno a este tipo de personajes.
Veamos, a decir de nuestro personaje: «El derecho es una proporción real y personal de hombre a hombre, que cuando es mantenida por éstos, mantiene a la sociedad, y cuando se corrompe, la corrompe. La descripción que contienen los Digestos no dice lo que es el derecho, sino que lo describe por la manera de aplicarlo.». (sic)
Abiertamente, la traza comunicacional domina el texto inserto en su breve libro De la monarquía. Como un orgulloso ciudadano de una república (su amada Florencia), su delineación del derecho (antes que una definición) no peca de autista, sino que responde al orden de una urbanidad que se hace fuerte gracias a esa dinámica. Una visión del derecho propiamente horizontal, que no renuncia a lo fáctico, que se adscribe plenamente a lo humano.
Desde ese parecer, el bien común (tan caro al medioevo) no tiene nada de pétreo ni de abstracto. Imposible si lo medimos desde la lógica de una ciudad forjada desde el imperio de lo mercantil, como era el uso de las ciudades ciudades-estado del norte de Italia. Así pues, estamos ante un bien común que sólo puede ser calibrado desde la confluencia de humanos (muy humanos) intereses particulares. Unos intereses que no tienen más parámetro que su mera comunicación, su concurrencia en el mercado. Por ello, todo aquel que persigue el bien de la República igualmente perseguirá el fin del derecho.
Adelantándose más de cinco siglos a Rudolf von Jhering, Dante no hace más que remitirse a los viejos textos romanos. Puntualmente, sobre el tema cita a Cicerón y a Séneca. Y lo hace de manera indubitable, como para que coincida su mundo como la de la patria de los autores invocados: «(…) el pueblo Romano, al someter al mundo, persiguió el bien público.»
La escuela del derecho natural hará suyo este discurrir, cuando en verdad era un discurrir que corría por cuenta propia. Ello fue lo que dio vida a la globalizada Roma, una urbe de que las ciudades-estado italianas se sintieron herederas. Desde ese recuerdo, hicieron suyo el Mar Mediterráneo. Un escenario que como antaño nuevamente permitirá un tipo de legalidad que desconoce de legislatura alguna, ni cámara ni asamblea, ni sabio ni magnate que la establezcan.
Desde ese parecer, no hay derecho superior al que poseen los ciudadanos. Por lo mismo, no se entiende mejor sociabilidad que la que establecen los propios portadores de libertades patrimoniales. En esa medida, qué extraño resulta cuando se hace referencia a derechos fuera de ese soporte. Y más extraño aun cuando se duda de la honestidad de quien invoca intereses particulares antes que anodinos derechos que sólo la moderna sofística jurídica se entiende apta para desentrañarlos. Curiosamente aquellos anodinos derechos son producto del poder político. Caso contrario de los derechos patrimoniales, que nacen de la pura comunicación de los hombres frente a sus semejantes.
(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)