¿Cambiar de opinión es mentir? Difícil saberlo si no es que se tiene cabal conocimiento de la sinceridad de ese cambio de parecer.
Ello en un plano general, aplicable a cualquier simple mortal. Pero las cosas no son tan fáciles de digerir si quien renuncia a su inicial afirmación no es un mortal cualquiera, sino que es un político.
Que en el plano de los simples mortales el que más proceda a romper su palabra ya en sí mismo es un problema. Obviamente, es claro que la propia viabilidad de la sociedad se vería afectada si la generalidad de la gente practicara el insano deporte de no respetar pactos ni compromisos.
Felizmente, la mayoría de las personas suelen cumplir los acuerdos que establecen con sus semejantes. Ciertamente, dentro de ese abstracto “cumplimiento” muy bien se pueden suscitar una serie de reacomodos y pujas. Pero el norte principal no se abandona. Tal es como se consagra el compromiso contraído, no su anulación.
Empero, la casta de los políticos no encajan en el perfil de los “simples mortales”. Sin duda, he aquí una gran diferencia. Casi por naturaleza, la generalidad de los políticos no conoce límites. Según la experiencia, todo indicaría que es parte de su psicología. Sin exageraciones ni ofensas, estamos ante “marginales” que han construido un mundo (el “mundo político”) donde la palabra compromiso no es precisamente la que cualquier ser humano mínimamente inteligente y moral entiende.
El desprestigio que estos potencialmente antisociales tienen no es gratuito. Por algo de su capcioso (o pervertido) ingenio parió esa aberración denominada “razón de estado”. Únicamente a enajenados de esta ralea les es posible concebir tremendos exabruptos. Si ellos se han esforzado a lo largo de milenios en diferenciarse del resto de sus semejantes, no será culpa del inmenso resto de gente normal que se les condene (por lo menos moralmente) por no comportarse como el común de los individuos.
Ese es el punto, los políticos no son como el que más. Mucho menos si es que enarbolan miedos o esperanzas muy profundas (¿después de mí el diluvio?), las que se traducen en programas de acción gubernamental. Como acusa Gabriel Albiac (en Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza, 2011), ambos factores dan vida al estado moderno.
Así es, desde inicios del siglo XVI la constante del pensamiento político será ir por la senda de la fantasía. Ya no se asumirá el peso de las magistraturas para facilitar la vida de la gente, haciendo justicia desde una función eminentemente práctica. No, se procederá recreando un ideal de justicia puramente teórica.
Es una manera de aguzar el imaginario, sea para vencer el miedo de vivir como para darle forma a los sueños o esperanzas. En cualquier caso, lo dado (lo real) siempre habrá de ser un detalle baladí frente a toda quimera. En esa medida, ¿cómo condenarse a mantener la palabra empeñada si en una sociedad conformada por seres de carne y hueso (los gobernados) la incertidumbre campea? Y en situaciones complicadas (por ejemplo, frente a un público reacio a aceptar la verdad revelada), ¿no será igualmente válido mentir o ser ambiguo?
Al fin y al cabo, el arte de desdecirse desde el poder va de la mano de la institucionalidad que le da cabida a la arbitrariedad de quien se juzga único e imprescindible. Exactamente todo aquello que el republicanismo precedente combatía.
(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)