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El sólo hecho de exigir una ley para “tener derechos” debería de llamar la atención. Obviamente, ello por sí mismo delata un orden de cosas no precisamente adscrito al tipo de derechos que los padres fundadores de los Estados Unidos o Alexis de Tocqueville (entre otros) juzgaron como “naturales”.

Así pues, hoy por hoy “lo natural” es ser libre en virtud a una venía legal. Crudamente, en virtud a un permiso autocrático. En concreto, el “tener derechos” por decisión (o imposición) política de unos cuantos.

Que la legalidad se ciña a ese factor es aceptar un nivel de fragilidad que debería de preocupar. Ello en la medida de que sustentarse en una institucionalidad que recrea “derechos” antes que proceder a reconocerlos (porque le anteceden) delata su traza autoritaria.

Al respecto, Bruno Leoni juzgaba que el sistema jurídico que tiene como centro la legislación termina obsequiándole a los legisladores la inmensa posibilidad de inmiscuirse diariamente en la biografía de la gente. Lamentablemente, ello es lo que se tiene desde hace casi una centuria. Prácticamente, desde entonces no se entiende ser libre fuera de los marcos de un estado confesionalmente antiliberal.

Las apuestas totalitarias que fascinaron a multitudes fueron por esa senda. Desde antes de la crisis financiera de 1929, miles de personas se desplazaron hacia la tierra de la concreción de la utopía igualitaria: la URSSS. Con mayor razón, cuando la citada crisis acontezca no será extraño saber de lamentables historias de migrantes que abandonan los EE.UU. para ir a la Rusia soviética. Tal es como miles de finlandeses, armenios, turcos y serbios (entre otros) viajan gratuitamente (cortesía del estado bolchevique) en búsqueda de lo que la propaganda comunista les ofrecía: trabajo, buenos salarios y vivienda.

Si el capitalismo se forjó con trabajadores que desde el inicio supieron que nada en la vida era gratis (comenzando por la arriesgada búsqueda de su propia felicidad), el socialismo se construirá desde el tenor del “costo cero” (teóricamente, una felicidad sin riesgos). En directa proporción, los “derechos” que desde ambos sistemas se exijan acusarán dos maneras antagónicas de concebir la vida en sociedad.

A diferencia de los dramas que padecieron los millones de seres humanos que arribaron a parajes donde primaba el librecambio, los miles que optaron por el “paraíso proletario” (sumándose a los millones que nunca tuvieron la opción de decidir) fueron en el acto despojados de todo lo que llevaban consigo. Para comenzar, se les expropió de su propia humanidad. Luego, del resto.

Convertir a las personas en materia dispuesta para los elevados ideales del legislador es una característica de los regímenes totalitarios que muchas democracias occidentales (antes se denominaban “democracias liberales”) replicarán sutilmente. Así es, la moda de las socializaciones compulsivas vendrá de la mano de un discurso sobreregulador de libertades que no será exclusivo patrimonio de las delirantes soluciones radicales.

Por lo dicho, ¿es factible sopesar los derechos fuera de los marcos de la legislación estatal? Desde el decir del hombre más sencillo al más informado (por ejemplo, un catedrático en derecho constitucional), esa forma de calibrar lo jurídico es anacrónica. Lo moderno será argumentar del modo contrario a que como lo hacían los padres fundadores de los Estados Unidos o Tocqueville (entre otros). En puridad, todo indica que lo pertinente no estará en dar vía libre a los derechos, sino en reprimirlos.

(Originalmente publicado en Diario Altavoz.pe)

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