En la ficción, en 1954 Oskar Matzerath decide contar su historia personal. En la realidad, en ese mismo año Eric Hobsbawm contará la historia de la crisis del siglo XVII europeo desde una tesis que muy bien pudo haber sido defendida por Matzerath: que el malestar de la economía (y por ende, su bienestar) no puede medirse simplemente por las cifras del comercio y de la producción, cualquiera que puedan ser esas cifras.

Ello a pesar de que los conocimientos de Matzerath se limitaban a retumbar los palitos de madera sobre un tambor de hojalata (tanto como a beber ginebra y dormir). Es decir, no estaba para teorías ni hipótesis. Únicamente podemos aproximarnos a su parecer a partir de la propia narración que este Peter Pan grunge y pro nazi (como su padre, miembro de la SA) llevó a cabo sobre la más trascendental de sus decisiones: no crecer.

Mientras personajes de carne y hueso como Hobsbawm se expresaban a través de eruditos estudios y sobreafectados ensayos, Matzerath opta (según Günter Grass, autor de El tambor de hojalata) por contarle tanto al portero del psiquiátrico donde estaba internado como a los amigos y familiares que lo visitaban ocasionalmente cómo a los escasos tres años de edad concretó su deseo de no crecer y de todo aquello que luego le sucedería.

No me es posible dar razón de si Matzerath supo (sea antes o después de su trascendental decisión) de un tal Karl Marx y sus argumentos contra aquella sociedad que «… posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio.» (vid. El Manifiesto Comunista) Al fin y al cabo, ese autor alemán (tan alemán como Matzerath) sirvió de punto de apoyo a intelectuales como Hobsbawm, quienes mostraban su religiosa fobia a un capitalismo que se les mostraba abiertamente diabólico (por inasible).

Ya para el Marx de 1848 (año de la publicación de su manifiesto, en colaboración con Engels), el industrialismo le venía a ser una revolución permanente, una incesante conmoción de todos los estamentos sociales, una inseguridad y un movimiento constantes. En términos de Matzerath, he ahí los motivos más que suficientes para cortar abruptamente su personal (gran diferencia con Marx y sus epígonos) revolución permanente. Por ello resolvió en su aún tierna infancia proseguir siendo un niño. Obviamente, no estaba apto para advertir cada uno de los pormenores que ello le acarrearía.

Si el mentado Marx (y desde él, Lenin) preveía para su grey revolucionaria que proceder infantilmente afectaba la seriedad de su “visión científica” (su historia hacia adelante), el vulgar exfascista y más tarde paciente psiquiátrico Matzerath supo tempranamente que todos los soñadores son tragones. Desde esa premisa, retóricas como las que refieren de un mundo forjado desde la alienación y la ideología suenan rotundamente falsas. ¿Cómo travesuras, cómo bromas macabras u ocurrencias? Ciertamente, ¿cómo se hará para no ser un alienado? ¿Qué vacuna se usará? ¿O es que ello es un don?

¿Cuestión de mentes poderosas? ¿Casi inhumanas? Nada indica que el contestatario Matzerath haya sabido algo de Hegel ni de nada parecido. Pero sea por su estrepitoso brinco por las escaleras del sótano de una bodega o porque por sí mismo decidió no crecer, es evidente que estamos ante quien (como los acusados Marx y Hobsbawm, tanto como a excogitadotes “proletarios” como Lenin y Györy Lukács o a místicos “antimodernos” como Martin Heidegger) la dinámica de los adultos le provoca pánico (sino acaso parálisis) por el mero hecho de que deciden por propia cuenta.

(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)

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