HolmesJudicialmente hablando, la expresión “mercado de las ideas” se tiene como propia del magistrado norteamericano O. W. Holmes. En puridad, el término no lo pronunció Holmes. Provendrá de una sentencia del Tribunal Supremo dada tres décadas después de la muerte del afamado hombre de leyes (en 1965, caso Lamont vs. Postmaster General).

Pero el concepto referente al mercado sí le era familiar. Es sabido que Holmes leía a economistas ingleses partidarios del laissez-faire, comenzado por el propio Adam Smith. Así pues, la metáfora del “mercado” la tenía entre dientes. Aunque en su afán de renovar el derecho común anglosajón optó por hablar de “intercambio libre de ideas” y “competencia del mercado”. Ello en el caso Abrams vs. United State (1919).

Ciertamente la invocación a esa puja y concurrencia surgía para describir la importancia de que cada persona cuente con el derecho de manifestarse libremente, que no haya censor, ni monopólico detentador de la verdad. Ya en 1644 el barroco John Milton y en 1859 el directamente moderno John Stuart Mill (comprobadamente leído por Holmes) emplearon criterios análogos para auscultar a aquella búsqueda de la verdad que el humanista Tzvetan Todorov preferirá no encontrar nunca a fines del siglo XX, por el bien de la propia verdad. Al fin y al cabo, la verdad sólo podrá ser alcanzada a través de una eterna discusión.

En su Areopagítica Milton había vociferado que vale casi lo mismo matar a un hombre que matar un buen libro. Quien mata a un hombre mata una criatura de razón, imagen viva de Dios; pero quien destruye un buen libro mata la razón misma, mata la imagen de Dios. En términos de Mill (en On Liberty), quien impide una opinión comete un robo a la raza humana, a la posteridad tanto como a la generación actual….Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante.

Tales son las bases doctrinarias de Holmes. Su voto disidente en el caso Abrams vs. United State así lo confiesa. Sostuvo que la libertad de expresión del anarquista ruso Jacob Abrams contra la entrada de los EE. UU. en la Gran Guerra (a través de panfletos escritos en yiddish y en inglés) era tan válido para cualquier ciudadano como lo es para el gobierno publicar la propia Constitución norteamericana.

Su intención era buscar salvaguardar lo establecido en la Primera Enmienda de la Constitución, según la cual el Congreso no estaba facultado para redactar ninguna ley que limite la libertad de palabra o de prensa. Un precepto que ya estaba inserto en la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 y en una serie de disposiciones legales inferiores. Mas el tenor individualista quedaba sobrepasado por una fuerte tradición jurídica comunal. Como advertía el jurista William Blackstone: El gobierno no puede impedir que un mensaje sea difundido o impreso, pero sí que puede penalizarlo una vez se haya difundido.

Es decir, desde la aprobación de la Primera Enmienda en 1791 hasta el voto discrepante de Holmes en 1919 la libertad de expresión no había alcanzado mayor protección. A partir de entonces la única limitante al ejercicio de ese derecho será que se esté ante un “peligro claro y presente”. Concretamente, no se podrá alegar derecho a la libre expresión cuando «un hombre que grita ¡fuego! en un teatro, cuando eso es falso, provocando pánico» (…) «ni siquiera protege a un hombre de una ley que prohíbe el empleo de palabras que inciten a la violencia». A su entender, tendrá que valorarse la “mala tendencia” del lenguaje empleado, en medio de una determinada circunstancia.

(Reproducido en Diario Altavoz.pe)

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