En diciembre de 1904 Theodore Roosevelt manifestó (ante el Congreso de su país) que las naciones latinoamericanas tienen grandes riquezas naturales, y si obtienen dentro de sus fronteras el reino de la ley y la justicia, de seguro que la prosperidad les habrá de llegar.
Por esos años el sociólogo alemán Werner Sombart trataba de explicar ¿por qué no hay socialismo en los Estados Unidos? El liberal Tocqueville ya había interpretado la sociedad estadounidense siete décadas atrás, pero Sombart pretendía reinterpretarla desde las anteojeras del marxismo. Sin embargo, le fue imposible no dejar de sorprenderse por la presencia masiva de hombres y mujeres que parecían haber sido elegidos para dar vida al capitalismo.
Con el perdón de las distancias, entre nosotros algo parecido le tocó ver en su momento al economista Hernando de Soto. Empero, con una salvedad: si en los días de Sombart el proceder del norteamericano promedio hacia el capitalismo estaba mayormente respaldado por su legalidad, el del peruano de mediados de la década de 1980 no.
Obviamente, quedaba en claro que nuestra pobreza iba en directa relación con una institucionalidad ajena al librecambio. En esa línea, el principal problema que arrastra el camino hacia el éxito económico nunca podrán ser las causas que activan el éxito económico mismo. En cambio, sí lo serán cada uno de los obstáculos que impiden que dicho éxito económico aflore.
En el caso peruano, la abrogación de los obstáculos más notorios hizo redescubrir la valía e impacto de una institucionalidad adscrita a los mercados libres. Las reformas de inicios de la década de 1990 surtieron ese efecto. En esa medida, veinticinco años de liberalización económica no es poco. Sobre todo si esa liberalización fue tan elemental como desesperada, aunque no se hizo más. Ni la autocracia de Fujimori ni los posteriores gobiernos democráticos que le sucedieron superaron esa primera etapa de reformas. Prefirieron no profundizarla, no hacerla más libre.
A inicios de 1980 el economista Roberto Abusada vislumbraba que no había razón para que el país que dejaba atrás una descapitalizadora dictadura militar de doce años pueda crecer no más del 10% al año. Era parte del optimismo del momento, el que sería rápidamente licuado por el peso de un estado sobredimensionado.
La convicción de que es el estado el que debe de impulsar el desarrollo y no los mercados acompañó a los gobiernos democráticamente elegidos a lo largo de esa década. Al fin y al cabo, no hacían más que moverse en sintonía con una Constitución (la de 1979) que prefirió apuntalar los derechos sociales (imposiciones políticas) antes que las libertades económicas.
En aparente paradoja, las reformas de inicios de los noventa tuvieron que renunciar al espíritu de aquella “ley de leyes” para que el país vuelva por la senda de la capitalización. Ello porque tales reformas se apoyaron en el propio articulado de la Carta de 1979, desde donde se expidió el Decreto Supremo 266-90-EF, el que a la letra rezaba lo siguiente: «A partir de las 00 horas del 9 de agosto de 1990, los precios de los bienes y servicios se fijaran de acuerdo al comportamiento de la oferta y la demanda….».
Ese fue el inicio del cambio, lo que demuestra que el binomio economía de mercado-democracia política siempre fue posible. Únicamente era cuestión de pensar distinto y actuar en consecuencia.
(Publicado en Altavoz.pe)