En saludo al Callao, va aquí una remembranza en su homenaje. Para que recordemos el por qué adquiere el rango de “Provincia Constitucional”. Obviamente, ello no vino de la nada, sino de la lucha de los chalacos por defender la legalidad.
(Publicado en Paul Laurent, La política sobre el derecho. Los orígenes de nuestra frágil institucionalidad, Nomos & Thesis/Asociación Defensa Cívica, Lima, 2005, pp. 29-32)
Verdad que esta es una “rareza”. Sobre todo si advertimos que uno de los mayores daños que nos hemos infligido es el de no recoger las civiles proezas del demos en sus excepcionales arrebatos de lucidez. Como si ello abundara, despreciamos lo que bien pudo contribuir a forjar un sentimiento sanamente político sobre lo justo y lo injusto.
Hoy que tanto nos quejamos de la apatía y de la abulia colectiva, debemos de escarbar en nuestra historia el por qué de esa vocación de indiferencia ante lo arbitrario. Ello no es gratuito ni connatural a ningún pueblo, se va haciendo como el mismo carácter. «Cuando una nación cualquiera —sentenciaba Tocqueville— ha cambiado muchas veces en un corto espacio de tiempo de jefes, de opiniones y de leyes, los hombres que la componen acaban por contraer afición al movimiento y por habituarse a que todos los trastornos se ejecuten rápidamente con la ayuda de la fuerza. Conciben entonces un desprecio natural por las formas cuya impotencia ven todos los días, y no toleran sino con dolor el imperio de las normas a las que tantas veces se sustraen.»[1]
Así, pues, del cómo se canalice esta energía habrá de depender la viabilidad o inviabilidad de las naciones. Exactamente el tipo de gestas que llevó a cabo el pueblo del Callao ante la amenaza de la reinstauración de la dictadura vivanquista en las primeras horas del 22 de abril de 1857.
En ese amanecer el otrora mozo predilecto del conservadurismo y de la aristocracia, el general Manuel Ignacio de Vivanco, volvía desde sus napoleónicas ínfulas. El contertulio de las charlas de José María Pando quería regresar, como en 1843, a la presidencia de la república a punta de bala y sable para conminar a sus compatriotas a que vuelvan a pronunciar su malhadado juramento, ese que rezaba: «Reconozco la autoridad que ejerce el Supremo Director, y juro a Dios y ofrezco a la Patria, obedecer y cumplir sus decretos, órdenes y disposiciones».
En su hora quienes rehusaron balbucear esta sujeción fueron condenados a la expatriación, y en gran número. El insurrecto pregonador del orden por sobre todas las cosas sólo comprendía que el mejor celador de la Nación era él mismo, nunca otro. Desde su autocrática y católica filosofía era de los que concebía que sólo él y nadie más que él (acaso como un “predestinado”), era el indicado para garantizar el imperio de la ley, léase, el imperio de su ley.
Como los de su época, creía más en el hombre —es decir, en él— antes que en las instituciones. En puridad, su oferta era establecer un gobierno tan ilustrado como fuerte. De hecho, las guerras de la Independencia y la posterior anarquía lo habían convencido de esa apuesta. Los vaivenes de ese instante empujaban a inventarse el más mínimo de los pretextos para sublevarse. Como quedó demostrado cuando derrocó a Vidal (1843), el motivo de “salvar” la Constitución era su argucia preferida. Pero se equivocó de escenario. Los tiempos del caos y del desorden habían “quedado atrás”. Un soldado de raza, escasamente educado, simple y campechano, había logrado la calma que durante mucho se tuvo como extraña a este suelo. Sin pompas ni rimbombancias, el general Castilla impuso el ansiado acatamiento a la Constitución y a las leyes.
Por ello fue que en la mañana del 22 de abril de 1857 los leales a Vivanco, que habían desembarcado en las playas chalacas, tuvieron que enfrentar la sorpresiva oposición que los lugareños le ofrecieron. De seguro todo esto ante la amarga contemplación del ex dictador desde su nao anclada en la bahía. Lo que debió ser una incursión de mera rutina se complicó sobremanera.
Lima estaba desguarnecida —Castilla se hallaba en el norte— y él no podía sortear esa breve franja. El encargado de defender el puerto era el general José Manuel Plaza, quien tenía a su mando el batallón Constitución, compuesto exclusivamente por milicianos, por gente de la zona, hombres del Callao que ligeramente habían sido reforzados por una columna de oficiales llegados desde la capital a las órdenes del general Manuel Diez Canseco, quien a la brevedad tuvo que hacerse cargo de las tropas ante el rápido deceso de Plaza.
La lucha se alongó por varias horas, dándose una encarnizada pelea de bayonetas en las calles porteñas. El cuerpo a cuerpo fue conmovedor. Numerosos arequipeños sucumbieron entre el polvo y el empedrado. Los sureños fueron un factor importante en el levantamiento de Vivanco. Ellos lo animaron a esta desgraciada gesta y ellos mismos terminaron poniendo la mayor cantidad de muertos.
El número víctimas fue por demás considerable. Basadre indica que más de cuatrocientos conjurados fueron hechos prisioneros cuando intentaban retornar a sus embarcaciones. Espontáneamente la ya envalentonada población les cerró el paso rumbo al mar. Así es como fueron derrotados.
En virtud a esta valiente gesta la Convención Nacional le otorgó al Callao el título de “Provincia Constitucional” ese mismo día. No fue este un rechazo a un hombre, sino una propuesta. Mientras que por un lado Castilla significaba orden, paz y legalidad, el otrora Supremo Director venía a ser la promesa de lo “ya superado”. Esa vorágine de ajetreos y correrías que únicamente desembocan en la ingobernabilidad que hizo, como con el propio Vivanco, que hasta la banda presidencial le fuera arrebatada mientras miraba el reloj de una iglesia de Caima en marzo de 1843.[2]
He aquí pues, una de esas lecciones que trascienden a los documentos y que no encajan con la tozudez de los que creen que los derechos nacen en los despachos y gabinetes, cuando en verdad ellos nacen de las más lógicas y honestas de las indignaciones. Por ello es que ojalá sea este rememorar de justa indignación uno de esos motivos jurisprudenciales en esta sempiterna brega por un Perú sujeto al derecho y no al capricho.
[1] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1984, p. 640.
[2] Jorge Basadre, Op. cit., Tomo 3, p. 740. Un contemporáneo de estos sucesos, el memorialista Santiago Távara, nos dice al respecto: «que un mensajero dio grandes golpes en altas horas de la noche en la casa de don Justo Figuerola —encargado de la presidencia— para avisarle que lo llamaban a Palacio porque había revolución. Malhumorado aquel anciano, ordenó a su hija: “Ah, Juanita! Ha de ser por la banda! Tírasela por el balcón!”.» (Cit. por Id. p. 723) Ese pedazo de tela sería el que el angurriento y rubicundo Vivanco recogería del suelo