welfareDesde el fin de la civilización liberal (sellada al término de la Primera Guerra Mundial), las miras estuvieron en la erección de una sociedad del “bienestar”.

Al fin y al cabo, la acusada civilización del laissez-faire fue deliberadamente destruida para dar paso a ese empeño. En esa línea, el discurso político asumió que esa debería de ser la función medular de todo estado y de toda política. Tal es como desde entonces el discurso político liberal ha sido expectorado. Por su hechura, no encaja en el universo del “bienestar”. Todo lo contrario, su solo asomo era ya un mal-estar.

En términos de Nietzsche, es parte de la inversión de los valores. Y de la propia lógica. Por esa razón, si un país va dejando la pobreza a través del comercio libre se entenderá que el siguiente paso será crear instituciones afines al redistributivo estado del bienestar. Es decir, se tendrá que ir rebajando dicho ímpetu comercial tanto como relajar los soportes legales que lo sustentan. No por coincidencia a inicios del siglo XX el parlamentarismo demo-liberal fue ridiculizado a la vez que la añoranza por los salvadores políticos (el mítico “hombre providencial”) se tornó en una ensordecedora exigencia.

Son tiempos de masas. La moda estará en concentrar todo el poder posible en pocas manos y de convertir los derechos en permisos gubernamentales. Para espanto de los viejos liberales, el retroceso se erige como una manera de avanzar. Si Sir Henry Sumner Maine tuviera que opinar sobre el tema, sería implacable: Nadie puede atacar la propiedad privada y decir al mismo tiempo que ama la civilización. La historia de ambas es inseparable. Empero, para los propugnadores del estado del bienestar tal apreciación sería propia de un retrógrado. Y ello porque para estos “justicieros” el meollo del asunto está en buscar una “democracia liberal” que a la vez se sacuda de lo liberal-económico y sólo se sustente en lo liberal-político (lo “democrático”).

El crecimiento económico pasa a ser un tema baladí, que no ayuda a resolver problemas. Hay que vivir exclusivamente para la “democracia”. Por ende, es contraproducente intentar vivir mejor más allá de ella.

Claramente, la política economía del estado del bienestar es antagónica de la que da vida el estado liberal de derecho. Y si a ello le sumamos que prácticamente no se entiende la política contemporánea fuera de los marcos de la redistribución (quitar para dar), queda en evidencia que el repudio a lo que desde la institucionalidad liberal se pueda ofrecer no es accidental. Se la tiene como un mal, como el soporte de una libertad perversa y antisocial.

Como vemos, el ideal del estado perfecto es el del estado del bienestar. No en vano Arnold Toynbee juzgaba que el elemento espiritual más relevante de Occidente fue siempre el ideal de la justicia social, el que se invoca para dar peso moral a la implantación de una “economía del bienestar” que nunca reparó (a pesar de las advertencias de Lionel Robbins en la década de 1930) el alto grado de subjetividad que las necesidades humanas arrastran.

Usualmente, no se entienden las “políticas públicas” fuera de las señaladas vigas seudocientíficas que Robbins denunció. Por ello, ¿qué tan pertinente es ese tipo de asistencia gubernamental en medio de sociedades sobrecargadas de subjetividad?

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