París, 1739: la gendarmería irrumpe en el predio de unos comerciantes de libros prohibidos y los arresta, incautándoles de preferencia los textos de y sobre Spinoza. Doce años antes, el marqués d’Argens comienza en Constantinopla su introducción al pensamiento de Spinoza de la mano de un armenio de origen sefardí que había vivido en Amsterdam.

Estas son dos escenas que se replicarán infinidad de veces incluso antes del deceso del mentado filósofo. Tempranamente sus seguidores fueron perseguidos, torturados, expatriados, encarcelados y hasta asesinados. Pero no por ello dejaban de reproducirse. En el mismo año de la muerte de Spinoza (en 1677), la Universidad de Leiden anula el doctorado del médico Heydenryk por sus tendencias spinozistas.

Desde los regímenes católicos a los protestantes (sean estos últimos luteranos o calvinistas), la represión contra las “ideas nuevas” tiene análogo celo sanitario al que la comunidad judía de Ámsterdam le impuso en 1656 al hijo de uno de sus más respetados miembros. Benito de Espinosa tenía 22 años cuando fue expulsado del pueblo de Israel con esta humillante sanción: Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir (…) Quiera el Eterno alumbrar contra este hombre toda Su cólera y volcar sobre él todos los males mencionados en el libro de la Ley. Que su nombre sea borrado de este mundo… Sabed que no debéis tener con él comunicación alguna, ni oral ni escrita, ni hacerle ningún favor, ni permanecer con él bajo techo, ni acercársele a menos de cuatro codos, ni leer cosa alguna por él escrita.

Bajo ese manto de maldiciones calcadas de la sanción que el profeta Elías lanzó contra Jericó, en 1907 el pintor polaco Samuel Hirszenberg retrató al filósofo racionalista caminando por la calle completamente absorto en la lectura de un libro a la vez que los transeúntes tratan de evitarlo entre sorprendidos y asustados porque la condena del consejo de rabinos pedía que ni lo miren, que no se le nombre ni se lea cosa alguna por él escrita. Hurgando en textos de la época, Gabriel Albiac demostró en su libro La sinagoga vacía (1987) que dicha historia es falsa. Lo único cierto fue su expulsión.

Tempranamente conocido, antes de que sus libros pasen a ser pestilentissimus él ya lo era. Aparentemente (dice Gilles Deleuze), el año de su maldición oficial recibió una herida de puñal de un acalorado hebreo. En esa atmósfera será conocido por un par de viajeros españoles en Ámsterdam. Al volver a su patria, estos declararán (en agosto de 1659) ante la Inquisición: el primero (fray Tomás Solano y Robles) lo tendrá como un judío sin officio y el segundo (el capitán Miguel Pérez de Maltranilla) relacionará al fulano Spinosa (que nunca havia visto España y tenia deseo de berla) con el doctor Juan del Prado.

Israël Salvator Révah tendrá al citado Juan del Prado como corruptor de Spinoza. Ya en el Ámsterdam de fines del siglo XVII Isaac Orobio de Castro relacionaba al dicho doctor con el maldito y detestable Pinheyro. Según informa Albiac, este no será otro que el igualmente médico Juan Piñero al que en 1655 la Inquisición de Sevilla requería para que sea detenido en Lima por judaizante (no contaban que había fallecido tres años antes).

Pero si de corruptores se trata, el desafortunado Franciscus Van den Ende le ofreció a Spinoza su visión democrática en su moldeable infancia. Su padre lo contrató para educarlo. Puso a su niño en manos de este respetado ex jesuita. Convertido en cartesiano, estamos ante el librepensador que en 1674 terminará ahorcado en el patio interno de la Bastilla por protorevolucionario.

A Spinoza se le tendrá como uno de los mayores artífices en la liquidación de las tradiciones. Por lo mismo, será más que curioso que haya sido estigmatizado en vida por un consejo de autoridades hebreas que (como demuestra Albiac) le aplicaron una sanción (un herem) sustentado en una liturgia extraña a la tradición judía. Vivir durante generaciones como conversos al catolicismo o simplemente vivir secularizados en el Sefarad, oscurecieron los rituales. Así, cuando los Reyes Católicos (para espanto de la catolicidad) los obligaron a abandonar sus dominios se vieron forzados a recuperar rituales olvidados en medio del apuro de la diáspora. A falta de recuerdos, arriban los inventos.

¿Fue ese mismo relajamiento religioso el que nutrió las bases racionalistas de Spinoza? Para Albiac el legado de la mística hebrea (especialmente la sefardita) en el soporte intelectual del racionalismo moderno es innegable. Quizá he ahí el por qué sus ideas políticas (abiertamente pro absolutista), no escandalizaron tanto como su teología. Como Leibniz a fines del siglo XVII, Marcelino Menéndez Pelayo lo tendrá como español de familia y de lengua, acusando que «escribió en castellano la Apología de su abdicación de la sinagoga, refundida después en el Tractatus theologico-politicus.» (sic)

Próximo a Hobbes, se apartaba de su visión bélica de la vida. Como parte de una familia de comerciantes y en pleno disfrute de la concordia de su Ámsterdam natal, optaba por la paz. Su Leviathan no era el despótico del inglés, sino uno paternal.

Cuando en sus Lecciones sobre la Historia de la Filosofía Hegel diga que para comenzar a filosofar hay que ser primero spinozista, la decisión del joven Baruch de liquidar el negocio familiar (luego de la muerte de su padre) para dedicarse exclusivamente a la filosofía —­­en el anhelo (como los apóstoles) de transformar el mundo— será más célebre que el mayor de sus legados: el ofrecer una nueva forma de pensar.

He aquí el principal motivo de su rechazo a regentar una muy bien remunerada cátedra en Heidelberg. Como lo califica Deleuze, estamos ante quien prefirió ser parte esa «casta de “pensadores privados” que invierten los valores y filosofan a martillazos, y no la de los “profesores públicos” (quienes, conforme al elogio de Leibniz, no afectan a los sentimientos establecidos, al orden de la Moral y la Policía).» Prefirió mantenerse célibe y pulir lentes para ganarse la vida, pues ese oficio le daba un generoso tiempo libre para estudiar, pensar y compartir ideas. Según la leyenda, de la herencia paterna sólo había querido una cama. En los hechos post mórtem, su sobrino Daniel de Cáceres (hijo de su hermana Rebeca y de un rabino ortodoxo intransigente) sólo fue a La Haya (donde dejó de existir) a ver qué bienes podía recoger. Obviamente, no encontró ninguno aprovechable.

Como sus antepasados con el Sefarad, Spinoza llegará a sentirse orgulloso su país. En su caso, de poder vivir en una república libre. No sin inconvenientes, eso era la Holanda de comerciantes gobernada por Jan de Witt. Por ello (en empatía con los hermanos Johan y Pieter De la Court y otros republicanos de esa traza), escribió su Tractatus para buscar aplacar las pugnas sectarias que (para su pesar) terminarían asesinando en plena calle a su admirado De Witt. Con todo, esa atmósfera liberal trascenderá. Distante en décadas, Voltaire la comparará con la de Francia: Un ciudadano de Ámsterdam es un hombre; un ciudadano a unas pocas millas de distancia de allí no es más que una bestia de carga.

Y pensar que en 1674 el militar suizo Jean-Baptiste Stouppe vociferó en su Religion des Hollandois que los holandeses sólo veneraban el dinero. Y de paso, observó que los seguidores de Spinoza no osan exhibirse, ya que su libro derriba los fundamentos de todas las religiones. Claramente, se refería a un libro prohibido.

Ya que Spinoza consideraba que la religión católica es la más natural, Stouppe también pudo haber escrito La religión de los venecianos. A doble ritmo, Holanda (inspirada en Venecia) daba vida al desarrollo en base al comercio intensivo tanto como se convertía en la “jungla de los librepensadores” (¿el alter ego del “capitalismo salvaje”?)

A un año del deceso de Spinoza, su editor menonita Jan Rieuwerstz despachará a las librerías sus textos. Gracias a la censura, tendrán gran éxito de ventas y mejor circulación. Ya en vida de Spinoza, Rieuwerstz empleó portadas falsas (como la de Opera chirurgica omnia, entre otras) e incluso insertando sólo las siglas B.D.S. antes que el nombre del autor. Ya en su Tractatus el mismo Spinoza optó por el anonimato, aunque fue fácilmente reconocido por amigos, seguidores y autoridades.

Como nos dice Jonathan I. Israel, estas primeras ediciones clandestinas de Spinoza terminaron abasteciendo a muchas bibliotecas públicas importantes tanto como a infinidad de bibliotecas privadas en todo el mundo. En este último caso, John Locke las tenía en la suya. No en vano residió en los Países Bajos alrededor de seis años, llegando incluso a aprender algo de holandés.

Referencias bibliográficas:

Albiac, Gabriel. La sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Tecnos, Madrid, 2013.

Albiac, Gabriel. Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza, Tecnos, Madrid, 2011.

Deleuze, Gilles. Spinoza: filosofía práctica, Tusquets, Barcelona, 2004.

Domínguez, Atiliano. «Introducción», en Tratado teológico-político, Alianza Editorial, Madrid, 1986.

Israel, Jonathan I. La Ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2012.

Laski, Harold, J. El liberalismo europeo, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1961.

Menéndez Pelayo, Marcelino. Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 1, Homo Legens, Madrid, 2007.

Schwartz, Daniel B., The First Modern Jew. Spinoza and the History of an Image, Princeton University Press Princeton and Oxford, 2012.

Solé, María Jimena. Spinoza en Alemania (1670-1879). Historia de la santificación de un filósofo maldito, Editorial Brujas, Córdoba, 2011.

Spinoza, Baruch. Tratado teológico-político, Alianza Editorial, Madrid, 1986.

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