Si usted ve tanto a afamados politicastros como a personajes respetables unir sus fuerzas o simplemente trasladarse de sus espacios naturales a los que hasta hace poco les repugnaba no se sorprenda, pues sólo está siendo testigo de una vieja norma de la política palaciega que un alemán de inicios del siglo XX patentó como la “ley de hierro de la oligarquía”.
En términos de Robert Michels (el alemán en cuestión), toda organización (como el estado) tiende a ser capturada por una minoría que defenderá con uñas y dientes lo que ha capturado. En esa medida, lo que a primera vista se presenta como inexplicable es totalmente explicable: están tratando de apuntalar sus parcelas de poder. A la usanza de los señores feudales, levantan los puentes de sus castillos rodeados de agua sucia y barro para que nadie los cruce. Y si alguien decide correr el riesgo de alcanzar la puerta y entrar a pesar de no estar el puente tendido, únicamente deberá sumergirse en la inmundicia. Así es como se ingresa a su política.
A esa defensa de sus cotos cerrados es a lo que abusivamente estos personajes le denominan “institucionalidad”. Es decir, ellos son la “institucionalidad” andando. Por eso es que se ve como traicionan fácilmente sus cacareados “principios morales”, su “trayectoria de vida pública” y su “impoluto profesionalismo”. Tal es como se reacciona frente a la amenaza de ser expulsados de ese paraíso de dádivas y privilegios que es el estado. Bueno, siempre queda la alternativa de “ofrecerse desinteresadamente” o de brindarse como imagen publicitaria a quien asoma como “liquidador” del viejo orden. Según estos autocalificados prohombres (y promujeres, para no ser acusado de sexista), no hacen más que un “patriótico sacrificio”.
Joseph Fouché fue un maestro en este arte. Besaba las manos de cualquier patrón, sin importar qué habían agarrado estas. Y las besaba con fruición. Siguiendo a Stefan Zwieg, por algo en sus peores días aprendió a recoger alimento de la basura. Ello en el plano de los meros actores políticos, que obviamente no excluye a toda una gama de personajes que (de periodistas a bailarinas) estarán siempre más que dispuestos a danzar el ritmo que los secuestradores de la política impongan.
Ciertamente, bajo este tenor la política no es de todos. Imposible que lo sea. Sólo será de unos pocos. En ese sentido, pertenecerá al orbe de un tipo de personajes que para el lejano Hesíodo (siglo VIII a. C.) no eran otra cosa que ladrones de lo que los demás producían honestamente. Sin duda, estamos ante un comportamiento abiertamente antisocial que se pierde en la oscuridad de los tiempos. Un proceder que a la vez informa de dos formas muy diferenciadas de salir adelante: trabajando o robando.
Al respecto, Franz Oppenheimer (otro alemán de inicios del siglo XX) alcanzó notoriedad politológica recordando esas dos maneras de progresar. A su entender, emprender como político acarreará un costo para la sociedad muy diferente de los que emprenden comercialmente. No en vano la sociedad se nutre y logra en base a estos últimos antes que a los primeros. Contrario a lo que juzgaba Aristóteles, esto confirma que la sociedad es antes que el estado. En otras palabras, el secuestrado existía antes del secuestro. Y seguirá existiendo, a pesar de estar secuestrado.
Buen articulo Paul, conozco muchos secuestradores del poder pero hay una cofradia en especial que siempre logra captutarlo le refiero a las feministas que bajo el argumento de las politicas publicas a favor de la mujer logran enquistarse en ellas. Esa conducta es un tipo de parasitismo que lamentablemente es tolerado porque la opinion publica ha comprado este concepto.
Es que si las rozas con el pétalo de una rosa eres un sexista.