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En sus orígenes, las universidades fueron producto de apuestas particulares. No nacieron del poder político. Bajo este tenor, es imposible conceptualizar algo parecido a una universidad en un ambiente hostil al individuo. Si ello hubiese sido así los conventos y monasterios serían hoy los exclusivos referentes de la verdad, blandiendo en su cerrazón un único texto (como lo son la Biblia, el Corán o El Capital de Marx para sus respectivas feligresías).
Muy a pesar de sus cimientos religiosos, Europa ha podido diferenciar los espacios del saber racional y del mero creyente. En el caso de Latinoamericano, nuestras universidades (como las de Lima y México, ambas de 1551) no nacieron en virtud de los pedidos de una casta anhelante y predispuesta a discutirlo todo, como en el siglo XII la generación de Pedro Abelardo llevó a cabo en París (cien años antes del nacimiento de la Sorbona). No, en el Nuevo Mundo la universidad nació con sello y firma de Carlos V.
Es la época cuando se afianza la ruptura entre religión y política. En el siglo XVI se da el auge del poder con vocación centralizadora. El estado impera descargando sobre sus víctimas sus normas y credo. Por esta razón es que por aquí fueron los clérigos, junto con los conquistadores-encomenderos y los peruleros, quienes solicitaron a la corona la licencia para fundar una universidad que abastezca de funcionarios al estado.
Con el arribo de la independencia ello no tuvo por qué ser diferente. Aquella academia que antes le brindaba sus adiestrados pupilos al Virreinato y a la Iglesia, ahora lo hacía en provecho de la República. Para ella pasaron a ser sus eruditos y doctores. Al fin de cuentas, a estos profesionales se les había preparado para retroalimentar al status quo.
Por lo dicho, la intelligentsia debía de buscarse en otra parte. Se podía disentir en todo, menos en que lo político prepondera. Todo se remite a él, inclusive la más irrefutable verdad. Ello es secundario frente a las exigencias del estado, su dueño, el adoctrinador oficial.
Desde esta perspectiva, los puntos de partida de las universidades en la América española y con las de Europa son notorias. En esa medida, así como Oriente no ha llegado a conocer un quiebre entre religión y política, América Latina carece del más vago recuerdo de lo es generar una intelligentsia al margen del servilismo y de la burocracia estatal. Es quizá por esta misma causa que para un auténtico intelectual, cuestionador nato y escéptico contumaz, no haya mejor remedio que el aislamiento. Ese jugar al distraído, el que no quiere nada o el que opta por embarcarse hacia parajes más propicios, con el tormento a cuestas de que, muy probablemente, nunca habrá de volver y que nunca su sociedad lo pudo aprovechar.