Nota introductoria: En su momento, la versión original de este texto hizo que el presidente de la Cámara Peruana del Libro criticara que en el diario oficial se diera cabida a articulistas que promueven la piratería.
(Originalmente publicado en diario El Peruano, N° 19659, Lima, 08 de abril de 2001)
Hemos llegado a la instancia donde nadie quiere perder. Así pues, no tengo dudas de que el oprobio hacia los auténticos dadores, el recelo y la entendible desconfianza hacia los que hacen las cosas sin pedir nada a cambio, no es más que el pánico que provoca la real bondad.
Ciertamente, remotos están los días cuando el rapsoda irrumpía en las aldeas y en las prístinas urbes declamando un poema, para dicha o pesar, para gloria o tristeza. Distantes las horas en las que el trovador adornaba el tedio de una jornada medieval. Momentos en que a éste o aquél se le venía a la mente la sola sospecha de que para exponer la belleza de su repertorio tenían que tener en cuenta si quiera el nombre del compositor. Porque para hablar o cantar sólo se necesita abrir la boca, soltar la lengua y despabilar lo que ovillamos en la memoria luego de afilar los oídos y la vista. Innegablemente, aquellos (los oídos y la vista) fueron los primeros instrumentos que utilizó el copista para hacerse del texto original… o quizá una reedición de la enésima reedición…
Vaya, quién sabe. Lo importante es que la obra llegó para el deleite del mundo. Para el goce universal. Al fin y al cabo, no hay gente que por un oficio u otros sean mejores o imprescindibles con respecto a los demás. No hay privilegios. Todos somos iguales bajo el mismo Sol. Al respecto, cuando el estado instaura penalidades fuera de lo que son los criterios estrictamente jurídicos con relación a lo que a cada quien legítimamente le corresponde, vulnera la armonía de la sociedad. Ya las diferencias empiezan a ser ajenas a lo que son las personales cualidades que nos componen y que nos hacen saber lo que es un don. Desde aquí se extravían los equilibrios de una convivencia esencialmente privada, extraña a toda imposición externa, que es lo que viene a ser la normatividad que configura a los copyright o licencias para copiar o reproducir.
Cuando el inventor de historias, pensamientos o recitaciones andaba sumido en su yo poético, en su nube o atril, la inmediatez no le era conocida. Su anhelo ya sólo marchaba por esas rutas que van disponiendo las líneas de su arte. Todo lo contrario le era ofensivo y procaz. La única paga que consentía era la del saludo matutino o la de la venia en la plaza… claro, siempre por desconocidos que estaban informados de sus atributos. Por ello, qué explosivos contentos hubo de embargarle a Dante cuando los pasantes le acusaban con el índice murmurando ahí va el que estuvo en el Infierno. Mas hoy, en este largo hoy, estas satisfacciones se han reducido a la proporción que sólo el radicalismo de los estetas pueden generar.
Puedo decir que este cataclismo de valores se ha producido por equis razones, aunque meramente es válido proclamar que el halago ruboriza al honesto y que el pago por ese inédito es una gracia que se recibe sin enfados, empero, urdir una situación en la que lo concebido se halla en una perpetua exclusividad —como una eterna virgen que ya ha sido profanada pero que por remisión real sigue en prez de virtud— es menoscabar todo principio de decencia y de dignidad.
Otrora, el derecho era lo que nos brindada el poder para expresarnos a discreción y volcar lo que tenemos dentro, sea por propia convicción o por convicción prestada. Y eso es lo que hace el que se sirve de la obra de otro y la arroja a su ocasional auditórium desde sus fauces. Eso era lo que hacían aquellos que en la antigüedad, en un acto de extrema filantropía, daban rienda suelta a su ciencia lectora y mostraban a sus oyentes lo que aquellos folios guardaban. Sin estos tipos la sapiencia y los aportes de los anónimos antiguos hubiesen quedado en la absoluta marginalidad o simplemente hubiesen desaparecido. Ellos fueron los que encendieron en los hombres las ansías de aprender, de conocer algo más de aquello que estaba incrustado en esos pliegues que el generoso descifrador les tornaba comprensible. La civilización, con su amalgama de aciertos y desaciertos, fue agible por este magnífico altruismo.
Si en esas etapas a alguien se le hubiese ocurrido anular esta facultad, en qué estadio del progreso estaríamos hoy. Por ende, las vallas que se establecen para restringir la potestad de copiar parten de una intromisión del estado que elucubra una pertenencia que en realidad no existe. Desde estos supuestos hobbesianos, hasta la más obtusa ocurrencia es precepto válido. Pero lo es en merced de la fuerza, no a la justicia.
De hecho, estamos inmersos en un orden que redacta la vida a partir de la artificial utilidad. Los valores que han forjado la humanidad no cuentan. Lo primero es lo que el Leviathan pregona. Lo último lo que quiere el individuo. Y luego nos lamentamos de la postración de las masas y del escaso o nulo respeto que las personas se tienen entre sí. Ello no podrá ser distinto si es que estructuramos sistemas que abjuren de lo sencillo, y en esto no hay nada más llano y horizontal que el imperio de cantar lo que se quiera, porque para ello no hay frenos ni castigos que se justifiquen, ya que, quien se mete con estos obsequios cae en ridículo y se desprestigia.