Si partimos que la idea de política nació en lo que hoy conocemos como “ciudad”, no será muy complicado intuir que lo que actualmente entendemos por política corresponde a una visible desubicación. Una desubicación que ya tiene más de cinco siglos. Por lo dicho, hubo un tiempo en el que la función edil estaba lejos de servir de catapulta para otro fin “político” que no fuera el de la propia comuna. Obviamente, por entonces la política se agotaba dentro de los marcos de ciudad.
Antes de la irrupción de los estados (con sus príncipes, cortesanos y monarcas), las ciudades eran las que dominaban el escenario. Por ello, sus diferencias con cualquier otro sistema de gobierno resaltaban fácilmente. Cuando pensadores como Maquiavelo teorizaron sobre el “buen gobierno”, tenía en cuenta ese detalle. Para un amante de la città como él, era impropio hablar de política fuera de los linderos urbanos. Ese es el motivo por el que en El príncipe elude hablar de política, ya que es imposible que ella exista bajo el manto de quien se cree estar por sobre la ley y exige sumisión a los que tiene derechos.
Como lo advirtieron los antiguos griegos, sólo dentro de la ciudad es posible la política. Ella era la expresión de quienes se reconocían jurídicamente como semejantes. No en vano la expresión “derecho ciudadanos” brota de ese ámbito, pues sólo dentro de la ciudad se conoció por primera vez la máxima protección que ningún ser humano ha podido alcanzar respecto a su integridad física, moral y patrimonial.
Sin duda, la ciudad libera. En el siglo XII el siervo que vivía un año y un día en una comuna bajomedieval pasaba a ser hombre libre. La urgencia por trabajadores de todo tipo para retroalimentar economías permitía ese prodigio que urbanitas de todos los tiempos conocieron de sobra. Así pues, la ciudad como sinónimo de mercado se pierde en la historia. Empero, serán las experiencias democráticas de los griegos y las republicanas de los romanos las que la Europa medieval recogerá, dando vida a una institucionalidad que tiene mucho que enseñar en estos tiempos de crisis del estado de bienestar.
Desde sus bases, esta herencia greco-romana nunca dejó de ser una alternativa viable. Siendo que no hay nada más moderno, humano y civilizado que lo urbano, Montesquieu recordó en su día que la mayor proeza de Roma (la ciudad por excelencia) estuvo en recibir siervos y esclavos de todo el mundo por entonces conocido que luego convirtió en ciudadanos. En términos del estudioso contemporáneo de las ciudades Edward Glaeser: las ciudades no empobrecen a la gente, sino que atraen a los pobres. Como muestra de esto, sólo hay que dar una atenta mirada a las periferias urbanas.
¿Esto último explica el por qué desde siempre los emperadores, reyes y príncipes vieron con envidia y recelo a los ricos y pujantes burgos? ¿Una ojeriza análoga a la de los estados del presente que confunden al pobre atraído con el empobrecido? ¿Cuántos procesos de sano enriquecimiento se ha truncado por esa incomprensión?
Todo indica que aquella malquerencia se hizo más fuerte cuando supieron que estaban ante ciudades que se autogobernaban. Justo lo que Tocqueville vio en los Estados Unidos de inicios del siglo XIX y lo llenó de asombro y optimismo, proclamándose testigo privilegiado de una “nueva política”. Y siempre bajo el principio de que todos son iguales ante la ley y que nadie puede estar por sobre los derechos de la ciudad, que son los de los mismos ciudadanos.
(Publicado originalmente en la web de la Asociación Peruana de Derecho Municipal)