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Cuando la justicia se hace notar no es por la justicia misma, sino por la injusticia. Como decía Heráclito, no sabríamos ni como mencionarla si no hubieran esas cosas.

De simples desacuerdos a abominables crímenes, entonces ¿cómo sancionar lo injusto? Durante milenios la función de “enmendar entuertos” correspondió a seres entendidos en los misterios del alma humana (o inhumana). Esos eran los brujos, los chamanes y magos, tanto como los venerables ancianos o los notables de la comunidad. Obviamente, no cualquiera podía aplacar lo injusto. Había necesidad de un prestigio previo, de un poder antes del poder.

Sin duda, quien tenía ese don no necesitaba secuestrar litigantes para curar el mal. No, ellos iban a él. Lo elegían de entre varios y aceptaban sus fallos, pues acatarlos siempre fue parte del juego. Como vemos, durante centurias el ser humano buscó la justicia en un semejante (otro humano) capaz de darle la suficiente confianza como para aceptar sus decisiones (sean estas a favor o en contra). Sin embargo, hoy es propiamente una aberración plantear que la gente vuelva a buscar remedios legales de forma privada. Así es, hasta antes del surgimiento del estado moderno la justicia no era un monopolio gubernamental. Y hoy que lo es, bien podemos decir  que su prestigio no precisamente es milenario.

Imposible que lo sea, por más que la pompa y el ceremonial busquen atención y respeto. El que la sociedad haya perdido la posibilidad de darse a sí misma sus propias vías para resolver conflictos no ha hecho más que sucumbir a los defectos que toda imposición acarrea. Si nadie quiso ese juez, entonces será difícil esperar un buen servicio o por lo menos tener una expectativa al respecto. Ya sólo el azar o la buena ventura hará que nuestros problemas desciendan sobre el despacho de un magistrado correcto, de esos que de haberlo conocido de antemano lo hubiéramos contratado.

Pero no, el viejo arte estatal de  matar la libre iniciativa anuló la capacidad de los particulares de emprender en la justicia hace mucho. Si el mejor momento del respetado pretor romano estuvo cuando su sola persona se imponía y estaba lejos de ser un funcionario a sueldo del poder (pues solo se debía a la ciudad y sus dioses), su hora más gris llegó cuando ese mismo poder lo capturó para sí. Si en su mejor hora el pretor era un oráculo, en la peor no pasará de ser un amanuense de emperadores como Nerón (el Stalin de la antigüedad, si seguimos a Tácito).

¿No es eso lo que se ve en el presente contra iniciativas privadas como las del arbitraje? Si sus mejores argumentos son los de la inmediatez (ser expeditivo) y practicidad (ajeno a la formalidad abogadil), entonces para qué “constitucionalizarlo”.

Un juez o árbitro palaciego es la negación misma de su oficio. Y lo es porque a los que buscan justicia ello les anula la posibilidad de elegir quién los ayudará a reparar lo injusto.

 

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