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Según el poeta Arquíloco, la zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una importante. Como el erizo, los hombres que transformaron Chile con sus reformas económicas iniciadas a mediados de la década de 1970 sólo supieron “una cosa”. Y ello fue suficiente para cambiar el destino de todo un país.

Dentro del marco de una Latinoamérica antiliberal tanto por obra y gracia de democracias y de dictaduras, la singularidad del caso chileno está en que dio cabida a personas que juzgaban que son los mercados libres los que otorgan mejores condiciones de vida a la gente antes que las altas regulaciones y el dirigismo estatal. Como economistas, los “Chicago boys” chilenos nunca fueron más allá de ello. Pero con todo, esa “cortedad de miras” les fue suficiente para transformar a todo un país.

A pesar de esa “cortedad”, ¿se les puede catalogar como liberales?

Como una moneda, la concepción liberal de libertad tiene dos caras que no se pueden separar: la cara política y la cara económica. Bajo ese parámetro, el argumento que dio José Piñera (Ministro de Trabajo, Previsión Social y Minería del general Augusto Pinochet) de que la clave de la revolución liberal chilena no fue el uso de la fuerza sino el poder de una idea—la libertad integral— promovida por un equipo comprometido con ella y dispuesto a dar la lucha por cambiar un país sólo nos ofrece una parte de esa libertad. Por lo mismo, distó de ser “integral”. (Vid. José Piñera, «Chile: el poder de una idea», en Barry Levine (Compilador), El desafío neoliberal. El fin del tercermundismo en América Latina, Grupo Editorial Norma, Santafé de Bogotá, 1992, p. 80)

No hay nada más contrario a la libertad que una dictadura. Pero también le es antagónica la democracia que sólo mira lo político y ello con mayor razón cuando esa democracia es en esencia antiliberal. ¿No fue esto último lo que se tuvo en el Chile de Salvador Allende? Mientras tanto, el grueso de la región sobrevivía en medio de dictaduras que iban de la derecha más conservadora y mercantilista posible al comunismo de la Cuba de Fidel Castro, pasando por las escasas democracias que optaron por el camino del socialprogresismo antes que del liberalismo. Así es, el liberalismo no estuvo presente. Como Karl Loewenstein lo describió en su Teoría de la Constitución (1959): Durante el siglo XX, fue Iberoamérica el ámbito preferido en el que surgió la autocracia revestida de gobierno constitucional.

Para Carlos Rangel, un escenario similar le permitió a Maquiavelo componer El Príncipe. Pero la América Latina del siglo XX no fue precisamente la Italia renacentista en proceso de decadencia, pues nuestras repúblicas advinieron a la independencia en plena decadencia y mayúsculo quiebre institucional que nunca encontró reemplazo (salvo el breve paréntesis de la Argentina gestada por las ideas de Juan Bautista Alberdi que la elevó al “primer mundo”).

Ya que no hay liberalismo sin respeto a derechos, patrimonios y normas, bien se puede decir que en sociedades altamente dependientes del poder como las latinoamericanas el liberalismo le sabe a muchos como contranatura. No hay nada más antiliberal que el poder sin amarras. Por ello, todo lo que les estorbe les ofende. Y si las cosas son así, ¿entonces quién hace de enmendador de entuertos? Porque al fin y al cabo, los que detentan el poder siempre buscan ser aceptados y aplaudidos.

Curiosamente, el régimen de Pinochet rompió esa línea y asumió el discurso librecambista. Pero lo más curioso no estuvo en eso, que en sí mismo es una salida total del esquema del típico dictador latinoamericano. El detalle y sorpresa mayor —¡un prodigio!— estuvo en que los portadores y ejecutores de ese discurso también estuvieron a la mano, además de totalmente dispuestos a dar los lineamientos que cambiarían la historia de Chile. Tal es como se dio la paradoja de que un régimen autoritario «utilizó su inmensa concentración de poderes políticos para producir la mayor desconcentración de poder económico y social jamás ocurrida en Chile.» (José Piñera, La Revolución Laboral en Chile, Zig-Zag, Santiago de Chile, 1991, p.14-15) ¿He aquí la conjunción de los astros?

Aquí el aserto de Piñera es innegable. Realmente se dio la mayor desconcentración de poder económico y social jamás ocurrida en Chile. Pero ello se dio bajo la verticalidad de un poder concentrado que violentaba los derechos individuales, el que a la vez se instaló para impedir otra concentración del poder igualmente violentadora de derechos: la comunista.

Bajo este panorama, la irrupción de los “Chicago boys” en Chile corresponde más a una arremetida de economistas que asumían la faz económica de las libertades antes que las políticas. Como los erizos, eran economistas puros y duros. Las represiones contra los opositores no estaban en sus radares. Sus ojos nos las veían, sus oídos no las oían. Los habían convocado para resolver severos problemas de escasez, inflación y déficit fiscal, no para deliberar como el demos. Su “liberalismo” era el que la ciencia económica les daba, con la salvedad de que provenían de la estela de una escuela (la de Chicago, liderada por Milton Friedman) que privilegió siempre una visión conductista y utilitarista antes que libertaria y principista.

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