A pesar de los evidentes síntomas de vivir al margen de la razón, Tommaso Campanella tuvo razón cuando advirtió las diferencias entre “razón política” y “razón de estado”. Contra lo que se puede juzgar hoy en día, por entonces aún estaba fresco el criterio de que no eran lo mismo.

Las casi tres décadas de reclusión en los calabozos de la Santa Inquisición no hicieron mella en el entusiasmo de este clérigo ansioso de ofrecer sus servicios de reformador social al príncipe que lo tuviese a bien, le diera abrigo, alimento y —si no fuera mucha molestia— algo de buen vino. Pero esto era difícil, pues el alterado dominico no ocultaba su enfado de que se hable de “razón de estado” ahí donde otrora se hablaba de “razón política”.

Como lo expresó en 1631 en su Quod reminiscentur, la equidad y la justicia subyacen en la política. Entiende que ésta controla al poder, que es lo que el estado significa. He ahí por qué asume a la “razón de estado” como una falsa política, teniéndola expresamente como una palmaria degeneración de ésta.

Ya en sus Aforismi politici (1601) el monje calabrés marcó las distancias entre los dos tipos de ratio. Para él la ratio política era producto de un consenso ciudadano. En ese sentido la legalidad se supeditaba a una exigencia superior: al todopoderoso bien común que fue el alma de la comunidad bajomedieval, que abrazó el republicanismo.

Ese era el núcleo de aquella “razón política” capaz de quebrar la ley si es que esta última colisionaba con la ciudad. Todo un orden de disposiciones superpuestas que no estaban presentes en la “razón de estado”, la que para Campanella fue un invento de los tiranos. De esos que solo saben de arbitrariedades y pestíferos egoísmos.

Sin esfuerzo, entendía que “razón política” y “razón de estado” no eran análogas. Las tenía como antagónicas. Innegablemente el autor de la Ciudad del Sol (1602) buscó advertir los peligros que los estados absolutistas significaban, ello a pesar de ofrecerles sus servicios. En su Atheismus Triumphatus (1608) también está presente la mención de ese tremendo error que —como anotará Benjamin Costant dos siglos después— disipa todas las seguridades.

(Publicado en Contrapoder, suplemento del diario Expreso, Lima, 05 de julio, 2020)

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