Si el Premio Nobel de Literatura 1915 Romain Rolland tuvo la desdicha de casarse con una agente de la III Internacional Comunista (Komintern) que lo manipuló a su entero antojo para provecho de Stalin, la dupla compuesta por Máximo Gorki y H. G. Wells tuvo mejor suerte a pesar de enamorarse de otra espía: Maria Ignatievna (o simplemente Moura) Budberg.
No sé si estamos ante el ménage à trois más famoso de la república de las letras, pero es evidente de que cada uno de los implicados conocieron de los afectos del otro. Aunque como en los tres mosqueteros, aquí también hay un cuarto espadachín… o hasta un quinto…
Nacida en el Imperio Ruso, Moura Budberg estuvo inicialmente casada con un aristócrata de origen pero sin título que ostentar. Dedicado al servicio diplomático, los dos hijos que tuvo con él no fueron obstáculo para que disfrute de los viajes y las relaciones sociales entre Londres y Berlín e hiciera suyo un cosmopolitismo que sellará su existencia. Mas cuando la revolución de 1917 acontezca, una tragedia destruirá su burbuja: su esposo morirá en un incidente, donde también estuvieron en riesgo sus hijos.
Sola y en medio de un país convulsionado, buscó refugio en un “viejo conocido” de sus días en Berlín. Se trataba del diplomático británico Robert Lockhart, quien ahora trabajaba en la legación de su país en San Petersburgo.
Trasladados al mismo Kremlin, por esas curiosidades de la vida el carcelero de ambos fue un ex sastre de Londres llamado Jakov Peters. Tenido como un fanático y asesino tanto como un hombre apuesto, la posibilidad de terminar en el paredón se diluyó por una extraña razón. Según la experta en exiliados rusos Nina Nikoláyevna Berbérova, Lockhart y Moura salieron libres porque ésta última sedujo a Peters. Lo enamoró, manipulando y administrando sus celos hasta lograr que esta futura víctima de las purgas estalinistas los excarcele.
No obstante la acusación de intentar asesinar a Lenin (un tema rescatado por Robert Service), Lockhart fue tenido por el nuevo régimen como un indeseable. Tuvo que abandonar el país. Liberada, Moura se quedó en Rusia arreglando un matrimonio por conveniencia con un aristócrata báltico que la convirtió en baronesa. Sin embargo, al poco tiempo aparecerá tocando la puerta de la casa de Máximo Gorki. Y cuando le abran la puerta, entrará en la vida del autor de La madre para siempre. Llegó a él con el fin de trabajar como su secretaria y traductora en San Petersburgo.
El tímido, pudoroso y atormentado, Gorki sucumbió a los encantos de Moura. Será feliz a su lado, quizás dejándose manipular por puro afecto o porque simplemente de ese modo le correspondía —totalmente agradecido— a la confesión que ella había depositado en él… ¿Cuál confesión?… Como Maria Pavlova Koudachova —la esposa de Rolland—, ella también era una espía de la Komintern.
Entra lágrimas le confesó que había salvado la vida aceptando ese trabajo, que dependía directamente de Zinóviev, pero que lo amaba y que no iba a dejar que lo descalifiquen ante el nuevo zar: Lenin. Para el buen Gorki, mejor prueba de amor no podía existir. Será bajo esa dulce nube que un día reciba en casa al célebre novelista inglés H. G. Wells de visita Rusia y posen para una fotografía (que es la principal de este texto).
Aunque ya lo había conocido en Inglaterra, en ese 1920 Moura Budberg inició con Wells una relación que los acompañará hasta el fin. Obviamente hasta el fin de Wells, porque ella vivirá hasta 1974. Como aconteció con Gorki, a Wells lo conmovió igualmente la “sinceridad” de Moura. Exactamente, le hizo al escritor inglés idéntica escena que al escritor al ruso. Y como era de esperarse, el efecto fue el mismo. A decir del historiador Stephen Koch, ello ató a Wells más profundamente a Moura. Y ella a él, especialmente cuando en 1931 Gorki regresó a Rusia dejándolos en Londres.
Residiendo en esa ciudad, Wells descubrió que Moura continuaba en contacto los soviéticos. Ante su reproche, la baronesa le respondió que como biólogo tenía que saber que la supervivencia era la primera ley de la vida. A lo mejor fue esa forma de pensar la que también hizo que la ligaran a los servicios secretos británicos, acaso captada por Lockhart en el angustiante 1917.
Sin duda, Lockhart, Gorki y Wells la amaron. Koch dice que Peters también, aunque a diferencia de los anteriores éste no mantuvo contacto posterior con ella y de seguro —por culpa de Stalin— sus últimos momentos de vida fueron demasiado agitados como para buscar su perfume en la memoria.
Contario a esta agonía, Gorki sí pudo llamarla en su lecho de muerte. Pidió su presencia. Lo hizo en pleno inicio de las purgas de Stalin, el que coincidió con el momento de su apartamiento del régimen, sin duda motivado el extraño deceso de su hijo. Se rumoreó que Yagoda (jefe de la policía secreta, la NKVD) pretendió a la bella esposa de Maxim Peshkov Gorki. Es el tempo en el que André Gide escribe su Regreso de la URSS (1936) y rompe con la revolución, siendo que muchos mirarán a Gorki como el culpable de esa “traición”.
En esa línea, el propio Gorki había iniciado la redacción de un texto análogo. Lo fue redactando a escondidas, eludiendo al personal que lo cuidada día y noche. Ello incluía a su propia esposa Ekaterina Pavlova Peshkova (otra agente de la NKVD). Después de su muerte, sólo demoliendo el edificio en el que residió dichos escritos fueron encontrados.
Pero estos no eran los únicos. Antes de dejar Londres en 1931 —en su retorno a Rusia luego de un periplo por diferentes ciudades europeas—, Gorki le dejó a Moura una maleta con documentos y le rogó que no se la diera a nadie. Incluso que no se la diera a él mismo si es que se la reclamaba desde Rusia. Eso fue lo que hizo Moura cuando Peshkova fue personalmente a Inglaterra a pedírsela en 1935.
Según Berbérova, un año más tarde una agente de la NKVD se apersonó al domicilio que compartía con Wells en Londres. Llevándole una carta donde Gorki le decía que quería despedirse de personalmente ella, la agente le pidió que la acompañe a Moscú, que allá la esperaba Stalin. Moura Budberg fue con la maleta de Gorki. Cuando lo tuvo delante suyo —acompañado de Voroshilov—, la puso en sus manos. Fiel a su zoológica idea fuerza, había que sobrevivir aunque no se pueda evitar el sonrojar.