Siete años después de la publicación de Teoría del dinero y el crédito (1912), Nación, estado y economía (1919) sale a la luz para explicarle al gran público —y ya no a un público restringido al campo de la teoría económica— el por qué las dimensiones mundiales de la Gran Guerra que había terminado apenas un año antes.
Hasta entonces lo más cercano a un conflicto bélico de proporciones análogas fue la Guerra de los Siete Años (1756-1763), pues involucró a naciones de Europa, Asia, África y América. Incluso se puede decir que la independencia de los Estados Unidos fue una secuela de este conflicto, colgándose de una lucha iniciada dos años antes del comienzo oficial de esta contienda internacional. Así es, en la pugna por las cotizadas pieles de animales Francia y Gran Bretaña recurrieron a las armas en América del Norte en 1754. Y concluyó con el triunfo británico gracias al respaldo de sus ricas colonias de la costa atlántica, las que en “recompensa” sufrieron un alza de impuestos que terminó alentándolas a la revolución.
Obviamente el proceso de colonización que llevaron a cabo las potencias europeas desde el descubrimiento del Nuevo Mundo activó ese tipo de conflicto. Pero ya insertos en un orden económico plenamente internacionalizado —con la revolución industrial y sobre todo con la expansión global del capital en el siglo XIX— la posibilidad de que se involucren a más países era enorme, que es lo que al fin y al cabo sucedió a partir del verano de 1914.
El punto de partida de Mises para explicar los motivos de la Gran Guerra estuvo en ese factor aparentemente simple a los ojos y oídos de los seres humanos del presente —individuos impactados por dos guerras mundiales—, pero hacia 1919 la primitiva idea de que la “guerra purifica” aún estaba presente. Es decir, aquella contienda respondía más a pasiones atávicas de sociedades guerreras que a la lógica de estadistas modernos. Tan sólo es cuestión de buscar en los diarios y publicaciones previas al inicio de la contienda para darnos de bruces con un Fritz Haber o Thomas Mann (ambos ganadores del Premio Nobel, en química el primero y en literatura el segundo) fascinados con la guerra. Lamentablemente, no fueron casos aislados. La intelectualidad careció de las luces suficientes para advertir lo que una guerra significaba ya para un sistema económico basado en el comercio internacional.
A diferencia de inteligencias como las de Haber y Mann, Mises mantuvo la suficiente distancia emocional con los acontecimientos. Distancia que la mayoría de sus contemporáneos no tuvieron, enajenándose al grado de que si antes del fatídico 1914 había biólogos que advertían que la alimentación del obrero industrial alemán era insuficiente, durante la guerra descubrieron de improviso que una comida pobre en proteínas es singularmente sana, que las grasas tomadas en medida superior a la establecida por la autoridad son perjudiciales y que una drástica reducción del uso de carbohidratos apenas es significativa.
¿Cómo enfrentar esta locura colectiva? En el caso de Mises, estamos ante quien hurga en la historia. Una palabra que va más allá de lo que a primera impresión evoca. Si advertimos que antes que referirse a los hechos del pasado la historia era en sí para los griegos investigar, bien podemos calibrar la apuesta racional de Mises.
Estamos ante un pensador que ausculta los hechos. Como economista, los lee al amparo de la teoría de su ciencia. Como liberal, los interpreta a partir de principios que reivindican los derechos fundamentales de las personas. Puntualmente, toma para sí una base moral tanto como utilitaria Bajo esa base nos advierte —apoyándose en David Hume, Adam Smith y David Ricardo— que: Todo pacifismo que no se base en un orden económico liberal, basado a su vez en la propiedad individual de los medios de producción, será siempre utópico. Quien desee la paz entre los pueblos debe intentar poner fuertes límites al Estado y a su influencia.
Eso es lo que ofrece Mises en su libro de 1919: Si se quiere conseguir la paz, hay que eliminar de la faz de la tierra la posibilidad de conflictos entre los pueblos. Y la fuerza para hacerlo la poseen sólo las ideas del liberalismo y la democracia. El ser humano no es un medio, sino un fin. Ello en sí atempera el declarado utilitarismo de Mises, y eso ocurre porque su ideal de sociedad es la liberal.
Mas no estamos ante una evasión. Lejos de huir de la realidad con una alternativa utópica, Mises lleva a cabo en Nación, estado y economía una lectura en la línea de los principios del laissez faire, laissez passer que aún hoy se muestran con toda su potencia frente a programas antiliberales como frente a escuelas que se sirven de su imagen para falsear sus ideas. Cierto, Mises nunca construyó “repúblicas aéreas”. No fue lo suyo. Mucho menos lo será justificando la imposición ni negando el autogobierno. Su apego por la ilustración y el consenso lo apartan de plano de cualquier solución mágica, que es lo que endilga al socialismo. Pues los que comparten este credo anhelan realizar en la tierra lo que —en sus palabras— todo héroe germánico espera del Walhalla, el cristiano del seno de Dios, el musulmán del paraíso del Mahoma.
Ese es el soporte que le permitió al socialismo ganar adeptos. Si para nuestro autor sin bienestar ni riqueza no ha habido nunca civilización, para los sucesores de los bárbaros que destruyen civilizaciones ese aserto les era risible. A pesar de ser producto de ese bienestar y riqueza, estos bárbaros no llegan de ningún paraje extraño y distante porque simple y llanamente siempre estuvieron ahí. Son de casa. Pero dado que la realidad los enferma, optarán por la elusión.
Desconociendo los logros de las generaciones precedentes que transformaron en menos de un siglo la vida de millones de personas alrededor del planeta, estos individuos nacidos bajo la generosa lumbre de la civilización liberal serán los interlocutores de Mises, Como hoy sabemos de sobra, la vida calma y apacible fastidia a muchos. Ese fue el caso de aquellos que no comprendieron que el régimen del librecambio dio vida a un nivel de movilidad social sin precedentes que permitió que surjan nuevos actores sociales, como los trabajadores fabriles y los propios servidores públicos. A partir del siglo XIX las personas trepaban socialmente cada vez más por mérito propio, no por relaciones familiares ni por cuestiones de casta o clase.
No obstante lo indicado, serán los vástagos del bienestar capitalista los que pugnen por destruir ese sistema. Así, cuando Mises presente su primer libro eminentemente político se topará con una intelectualidad casi totalmente ganada por los discursos antiliberales. En ese sentido, Mises padecerá de un prematuro envejecimiento. Sus ideas en favor del laissez faire y el gobierno limitado eran anacrónicas tanto para las élites como para el gran público, ambas sectores urgidos por emociones fuertes ya desde antes del inicio de la Gran Guerra. Evidentemente, una vez acabada ésta la necesidad por soluciones radicales (ciertamente antiliberales) aumentó ruidosamente.
Lamentablemente, Mises pasará el resto de su vida escribiendo libros que irán contra la corriente. Hasta su muerte, será una excepción a la regla. Académicamente, esa marginalidad le impedirá alcanzar la tan deseada cátedra universitaria.
Como es de ver, el ambiente en el que Nación, estado y economía aparece es contrario a la esencia del libro. La catástrofe de 1914-1918 en lo que fueran los imperios austro-húngaro y alemán fue de gran magnitud, generando una crisis espiritual superior a la del fin del Tercer Reich en 1945. Pero contra lo que se suele pensar, la derrota del régimen nazi no es precisamente el mayor acontecimiento para los alemanes modernos. El historiador Geoffrey Parker cuenta que 1962 el gobierno regional de Hessen envió un cuestionario pidiendo a los encuestados una lista de las siete mayores catástrofes jamás sufridas en su historia nacional. Curiosamente encabezó la lista la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), acaso porque hizo descender la tasa demográfica entre un 20 y un 45 por ciento. En términos relativos —dice Parker— el impacto fue mayor que cualquiera de las guerras mundiales del siglo XX, siendo que la recuperación material demoró más de cincuenta años. Luego venían la peste negra del siglo XIV y la caída del Tercer Reich.
¿Cómo explicarle a millones de personas que tienen aún sangre en los ojos que la guerra es lo realmente anacrónico, que las naciones progresan comerciando, haciendo negocios, dejando a sus ciudadanos contratar libremente y no bombardeando puertos y ciudades?
Como una rareza, Nación, estado y economía trató de buscar un espacio ahí donde la moda apuntaba por senderos marcadamente distintos. La proliferación de “libros violentos” (una calificación de Georges Steiner, hijo de uno de los asistentes a los seminarios de Mises en Viena) da el peso semántico exacto. Los lectores preferían este tipo de libros, acaso como una forma de “volver a las armas”, de viajar más allá de lo existente. Eso es lo que publicaron desde 1918 el historiador marxista Ernst Bloch, el filósofo antiliberal Oswald Spengler, el teólogo protestante Karl Barth, el teólogo judío Franz Rosenzweig, al filósofo existencialista Martin Heidegger, al jurista Carl Schmitt y el político Adolf Hitler. No olvidemos en esos años el terrorismo de los espartaquistas —que para Mises no fue más que una prosecución de la política de los Junker— deslumbró como una estrella fugaz.
Cada uno de estos autores apocalípticos lograron gran lectoría. El que Sigmund Freud se fascine con Benito Mussolini y que legiones de intelectuales aplaudan a los líderes soviéticos nos habla del aire enrarecido que se respiraba. Son los tiempos en los que el futuro historiador de las ideas medievales Ernst Kantorowicz se afilió al nacionalismo estético del círculo de Stefan George y a las fuerzas de choque de los Freikorps. Como anota Enzo Traverso, por entonces la élite judía se hizo fascista con toda naturalidad después de 1922. Ese es el año de la marcha a Roma del Duce, pero también de la publicación de Socialismo de Mises.
Como los humanistas renacentistas hostigados por las intolerantes Reforma y la Contrarreforma —según la tesis de Hugh Trevor-Roper—, son los días en que los liberales acusan un grado de orfandad y hasta desorientación tal que terminan cayeron en el juego maniqueo de tener que optar entre dos males antiliberales: los bolcheviques o los fascistas.
Si alguien alguna vez escuchó que la filosofía y el idioma alemán se acomodan mutuamente, recuerde que esa ocurrencia la difundió uno de los autores de aquellos “libro violentos”: Heidegger. Este antiguo monaguillo de la iglesia católica bávara fue el que tuvo al alemán como directo legado de la antigua Grecia. Para él ambas lenguas compartían idéntica carga metafísica o destino providencial, lo que las hacía portadoras del ser. A su entender, las lenguas latinas no eran aptan para filosofar. Desconociendo que estas sirvieron a mentes como las de Baruch Spinoza, indicó que carecen de la fuerza espiritual para asir las cuestiones esenciales.
Como el teólogo que siempre fue, el racismo del autor de Ser y tiempo fue espiritual antes que biológico. Y desde esa “espiritualidad” construyó el ideolecto que campeará en las universidades. En sus memorias Albert Speer recordó que para Hitler la cultura griega también fue la máxima perfección en todos los terrenos. Prefería a los dorios por su traza germánica. Empero, a ninguno de los cantores de esta superioridad germánica se lo ocurrió hacer competir su cultura con las de otros pueblos. Por el contrario, optaron por ponerse en cuarentena en evidente demostración de pobreza espiritual.
Cuando Mises decía que en Alemania jamás se comprendió el liberalismo y que este corpus doctrinario nunca arraigó allí, manifestaba las dificultades que de partida tenía todo aquel que —como él— intentara insertar ese discurso en un medio adscrito a las tesis intervencionistas de la socialdemocracia y del socialismo desde antes de la derrota de 1918. Para Mises estos postulados fueron la expresión gubernamental de aquella renuncia a la razón que ya campeaba por doquier en la sociedad alemana. Tal es como una de las sociedades más favorecidas por la revolución industrial y la expansión del capital terminó siendo devorada —según sus palabras— para aquellas curiosidades literarias que nadie tomó jamás en serio. En términos del evolucionismo cultural, ¿la hacía poco nación mayoritariamente habitada por hombres de campo pagó el precio por lograr un rápido desarrollo, que no le permitió asimilar a cabalidad a las primeras generaciones de ciudadanos lo que ello significaba y el grado de responsabilidad que les era concomitante? Ciudadanos noveles, que tuvieron que aprender las virtudes de la democracia liberal en libros de autores extranjeros antes que en sus propias vivencias. Ello hasta que el colapso del comunismo en 1989 les obsequie la mejor de las lecciones, aunque a un costo demasiado elevado.
En virtud de esto último, ¿cómo hacer entrar en razón a quienes optan deliberadamente por la sinrazón, por la fantasía, por la ilusión sin base ni fundamento acaso añorando el orden pastoril que mantuvo el represivo esquema de estamentos?
Si a lo John Locke le cupo la fortuna de parir el discurso liberal en una Inglaterra fascinada con su propia urbanización, a Mises le tocará reivindicar su condición de ilustrado y liberal entre las sombras de nostálgicos de un ayer campesino que terminarán clamando por cierres de fronteras que a la vez concluirán en los campos de concentración. Así, su inicial anhelo de sacudir las mentes para que se comprenda que la civilización del comercio es la que hace a los países prósperos irá atada al anhelo de reencausar las ideas que ahora servían para alentar el militarismo cuando en sus mejores días estas sirvieron para reivindicar libertades. Reivindicación que en sí misma exigía un freno al poder del estado.
Lo que para un rey prusiano no era otra cosa que una ofensiva “cadena de perro”, Mises lo tomaba desde el recuerdo de los liberales alemanes de mediados del siglo XIX que buscaron imponer la ecuación lockeana (a la verdad, precedía a Locke) de que la esfera de acción de libertades ciudadanas son directamente proporcionales los límites del estado. A mayor capacidad de acción de gobierno, más reducidas serán las libertades de la gente.
Los antiguos antimonárquicos y posteriormente los whigs ingleses —tanto como los republicanos neerlandeses del siglo XVII— fundaron sus existencias nacionales (constitucionales por demás) bajo esa ecuación, pero Mises (discutible pero comprensiblemente) preferirá recordar a los revolucionarios franceses de 1789 para decir que empezaron a sentirse nación en el momento en que combaten el despotismo de los Borbones e inician la lucha contra la coalición de los monárquicos.
Como se puede desprender de la lectura de la monumental biografía que Jörg Guido Hülsmann le dedica a nuestro autor, es imposible soslayar el peso que el eco de la Revolución Francesa tuvo en el proceso de emancipación de los judíos europeos. Y no sólo por ese tema, dado que su influjo afectó de forma positiva a los diferentes pueblos alemanes que hacia 1848 estuvieron a punto sacudirse para siempre del yugo del despotismo de sus príncipes. Como los liberales alemanes de esa hora, Mises deseó que Weimar se hubiera impuesto a la prusiana Postdam y no Postdam a Weimar. Obviamente me refiero a la Weimar de evoca a Goethe y a los liberales del siglo XIX alemán, no a la Weimar que sirvió de impulso para la hiperinflación y el nacionalsocialismo.
A diferencia de algunos que se proclaman sus seguidores intelectuales, Mises lamentó la hegemonía de los príncipes alemanes por sobre el pueblo alemán. En su apego al “liberalismo francés”, gustaba de las repúblicas de ciudadanos antes que de los reinos atiborrados de súbditos. Y al margen de precisiones dogmáticas, lo que queda es su inconmovible vocación por investigar, que es hace historia. En su caso, en base a los principios liberales que encontraron su correspondencia científica en la economía. En pocas palabras, la herencia que Mises ha dejado es el arte de mantenerse lúcido a pesar del ruido. He ahí la lección que nos deja Nación, estado y economía a cien años de salir de imprenta.
Bibliografía:
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Farías, Víctor. «El maestro y su sombra: Heidegger en el recuerdo» (Conferencia) (2001), en Estudios Públicos, Nº 83, Invierno, Santiago de Chile, pp. 17-43.
Farías, Víctor. Heidegger y el nazismo (1987), Muchnik Editores, Barcelona, 1989.
Hülsmann, Jörg Guido. Mises. The Last Knight of Liberalism (2007), Ludwig von Mises Institute, Auburn, Alabama.
Mises, Ludwig von. Nación, estado y economía. Contribución a la política y a la historia de nuestro tiempo Contribución a la política y a la historia de nuestro tiempo (1919), Unión Editorial, Madrid, 2010.
Parker, Geoffrey. El siglo maldito. Climas, guerras y catástrofes en el siglo XVII (2013), Planeta, Madrid.
Speer, Albert. Memorias (1969), Acantilado, Barcelona, 2003.
Steiner, George. Heidegger (1978), Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2001.
Traverso, Enzo. El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador (2013), Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2015.
Trevor-Roper, Hugh. Religión, reforma y cambio social (1967), Katz/Liberty Fund, Colonia Suiza, 2009.
(Texto leído por los 100 años de la publicación de Nación, estado y economía de Ludwig von Mises. Evento organizado por el Instituto Mises Perú en el Instituto Raúl Porras Barrenechea, el martes 24 de septiembre de 2019, Miraflores, Lima)