Según mi breve y modesto parecer, el último libro de ensayos de Mario Vargas Llosa (La llamada de la tribu) demuestra que nuestro admirado novelista nunca salió espiritualmente del grupo Cahuide de sus años de rebelde comunista sanmarquino (y sartreano, por demás).
En esa línea, estamos ante un libro pobre para quien quiera saber algo de liberalismo en sus fuentes. Ello se ve en el tratamiento casi escolar de las ideas de Adam Smith y en las de F. A. Hayek, a quienes innegablemente Vargas Llosa ignora de cabo a rabo o acaso nunca entendió. Lo que es perfectamente comprensible, ya que nuestro admirado escritor es ducho en los campos de la literatura y no en los de la economía ni el de la filosofía política. Pero el detalle está en que justamente estos dos liberales no aceptan libertades económicas y políticas por separado, sino que las tienen como una sola. Sin embargo, la precisión de Hayek sobre este último punto invita a Vargas Llosa a catalogarlo de dogmático, radical y economicista.
En torno a los demás autores tratados en el texto, ellos se acomodan fácilmente a la visión igualitarista o socialdemócrata (o meramente romántica que busca unir las antitéticas igualdad y libertad) de Vargas Llosa antes que a la propiamente liberal, siendo la principal característica de estos su total inobservancia de la economía. Simplemente a Ortega y Gasset, Popper, Aron, Berlin y Revel ella no les interesaba, les era un tema ajeno. En el caso puntual de Isaiah Berlin, esa distancia con la economía fue expresamente manifestada en varios de sus trabajos.
Obviamente ser un buen escritor no convierte a nadie (ni siquiera a un Premio Nobel) en un experto en todos los temas, y ese es el mayor pecado de este trabajo. El autor le ofrece al lector sus confusiones ideológicas tanto como su mayúsculo desconocimiento, como una especie de liberalismo ecumémico, capaz de aceptar “socialismos buenos”. De esos socialismos que civilizadamente despojan de libertades a los ciudadanos a punta de regulaciones estatales y burocráticas planificaciones. ¿Acaso no es eso Europa hoy? Bueno, esa es la Europa que nuestro escritor admira.
Vargas Llosa no concibe que el liberalismo es un “corpus” doctrinal. En sus términos, ello sería “dogmatismo” (¿ello es malo en sí mismo?). Él prefiere regirse por una simpática vaguedad de principios donde lo mejor del liberalismo se abraza con lo mejor del socialismo. Esto último es curioso, pues estamos ante un autocalificado popperiano que se resiste a aceptar que el liberalismo está en el “mundo tercero” del esquema de Popper sobre el conocimiento (que es el de la abstracción).
Tal es como Vargas Llosa cae en el pecado de ese hablar sin fundamentos que hizo que su ignorado Hayek y su entrañable Popper miraran de mala manera a los intelectuales. Claro está, los miraban mal porque los veían hablar y escribir con gran soltura de lo que poco o nada conocían, buscando sólo el aplauso antes que la verdad.