Cuando la Universidad de Leiden buscó contratar al humanista francés Joseph Justus Scaliger le ofreció un salario veinte veces mayor al de uno de sus profesores más famoso (Justus Lipsius), exonerarlo de impuestos y alojarlo en una elegante mansión, pero él sólo estaba dispuesto a aceptar si le prometían una sola cosa: no obligarlo a dictar clases. Contra lo que se pudiera pensar, gracias a ese acuerdo realizó una labor docente y de investigación que trascenderá. Así es como dirigió el primer seminario de investigación de Europa donde ceñirse a las fuentes clásicas de griegos y romanos (y también de lenguas orientales) fue la constante. Junto a ello, implantó la costumbre de compartir las comidas con sus discípulos para seguir ahondando en los temas. Uno de estos alumnos fue un niño prodigio llamado Hugo Grocio, quien llegó a la universidad a los once años de edad.