El orgullo, la envidia y la codicia son las tres chispas que encienden los corazones de los hombres

Dante Aligieri, Inferno (circa 1304-1308)

 

RESUMEN

Hasta el siglo XVIII la virtud se tuvo como un atributo personal, propio de determinados personajes nacidos de la élite que vivía al margen del imperio de los negocios y del trabajo. Por lo mismo, durante centurias el individuo “virtuoso” fue ponderado como un ser altamente diferenciado del resto de los miembros de la sociedad, los que sí requieren hacer economías para vivir. Empero, el arribo de la modernidad fue minando los soportes estamentales. La irrupción de nuevos actores sociales demandará su espacio. Obviamente, ello no será ninguna novedad. Será la reactualización de una añeja constante, la que se repite cada vez que la sociedad (y no sólo sus dirigentes) logran capitalizarse a través del comercio, no a través del robo.

Claro está, el antagonismo entre una institucionalidad afín al mero depredador y aquella que se basa en el comercio se muestra en todo su esplendor. Por ende, la virtud del guerrero se contrapone a la del mercader. Para Aristóteles (el máximo exponente de la virtud clásica), en el mundo de los negocios es imposible que aflore virtud alguna. Enseña que la sociedad comercial es anómica. Sin embargo, con la ilustración esa lección sucumbirá. La propia gesta de la independencia de los Estados Unidos la negará, pues se rompe la virtud principesca en favor de la democrática. Adam Smith y Alexis de Tocqueville lo verán. Para ambos los mercados abiertos y competitivos atrapaban para sí una virtud muy diferente a la de los depredadores y guerreros. Y no la tuvieron como inédita, pues el recuerdo de sociedades comerciales de otros tiempos les informaban que el vivere civile (un vivir civil con derechos y leyes) no sólo era plenamente factible, sino que le era connatural. Así es, para ellos la libertad únicamente era dable en medio de las sociedades comerciales.

 

INTRODUCCIÓN

¿Se puede hallar virtud entre gente que busca su propio beneficio y especula? Si ello es dable, ¿cuál es el escenario y civilidad que ese proceder activa?

Ambientada en los años inmediatamente posteriores al fin de la guerra de la independencia de los Estados Unidos, la novela The Whiskey Rebels (2008) de David Liss nos lo ofrece. Lo hace a través de la voz del capitán Ethan Saunders, un ex combatiente. Él es el que nos aproxima a ese ambiente al rememorar su presencia en el bar “El León y la Campana”, en la Filadelfia de principios de 1792. Y nos precisa que la zona donde exactamente se ubica el bar es llamada Helltown, “ciudad del Infierno”.

Entre los parroquianos presentes, Liss no detalla si predominaban los irlandeses y escoceses de la frontera. Estos afines a Thomas Jefferson detestaban cualquier asomo de autoridad gubernamental, por lo que quizás no sea accidental que haya sido justamente un irlandés el que le informe a Saunders que las virtudes de la revolución son antagónicas a la codicia hamiltoniana. Por lo mismo, ¿eran aquellos montaraces —acaso también dueños de un estridente lenguaje apocalíptico— los auténticos portadores de la virtud?[1]

Como detalla Saunders, ese bebedero olía a azufre. Evoca que al entrar en él es imposible eludir el aire denso provocado por el licor derramado, los escupitajos, el humo de tabaco barato de las pipas y el áspero vocerío del que más. Sobrecargados elementos que se revolvían en un suelo atiborrado de fango traído por las botas y zapatos de quienes venían del gélido y lluvioso exterior. Claramente, los amigos que uno hacía en Helltown no eran los más recomendables. Ello porque se reunía allí una curiosa mezcolanza: pobres, prostitutas, desesperados, criados huidos de sus amos por una noche, por un mes o para siempre. En palabras de Joan Maycott (alter ego femenino de Saunders), aquellos seres eran el pueblo llano de un país donde la inteligencia y el ingenio se dedicaban rápidamente a la trapacería y al fraude.[2]

Es obvio que estamos ante la descripción de una cantina de “mala muerte”, la que a la vez no es más que una pequeña muestra de lo que —para algunos— Norteamérica se había convertido en ese tiempo. Tal es como Liss recrea el ambiente de un país… ¿supuestamente diferente al que existía antes de la ruptura con Gran Bretaña?

Producto de su visita a los Estados Unidos de aquel momento, el vizconde de Chateaubriand expresó su parecer de lo que vio in situ. Huyendo de la guillotina en su Francia natal, el tío político de Alexis de Tocqueville dirá en sus Essais sur les révolutions (1797) que los norteamericanos alardean de un espíritu de interés y de inmoralidad mercantil, que han erigido una sociedad de comerciantes ávidos, sin calor y sin sensibilidad.[3] Si al otro lado del océano se juzgaba que los dioses protegían a los bastardos, al parecer en ese aspecto las cosas no eran muy distintas en esta orilla. Hablando del siglo XVIII inglés, E. P. Thompson calificó a la multitud de ese suelo de proteica.[4] ¿Entonces se estaba ante una epidemia de emprendedurismo anglosajón aquí y allá? ¿Se dejaban de lado los caros ideales clásicos contra la adoración al “becerro de oro”? ¿Vivíase en esa hora una época postvirtuosa?

Por lo pronto, en The Whiskey Rebels el liderazgo de la joven nación ya no estaba en el redactor de la declaración de independencia de 1776. No, ahora los reflectores apuntaban a su por entonces abierto rival: el Secretario del Tesoro Alexander Hamilton, quien había transformado el país, de faro y guía republicano para la humanidad, en un paraíso de especuladores.[5] A ojos de los nostálgicos del pasado romano y de los exigentes partidarios de los cánones renacentistas, se deshacía el ideal de un pueblo y de un régimen virtuoso. ¿No había subrayado Séneca —en Ab Lucilium Epistulae Morales (circa 62-64 d. C.)— que las virtudes sociales habían permanecido puras e invioladas antes de que la codicia enloqueciera a la sociedad e introdujera la pobreza?[6]

 

¿EL FIN DE LA VIRTUD?

¿Qué había hecho Hamilton para merecer esa acusación? ¿Por qué su accionar es tenido como liquidador de la virtud? Simple: había usado la fuerza de la ley para alentar negocios privados.

Encaramado en el poder, el otrora coautor de uno de los más celebrados escritos sobre el control del gobierno (El Federalista, 1787) se comportaba como el funcionario de un régimen despótico antes que el de una “democracia republicana”. Aunque en su defensa se puede decir que nunca ocultó su predilección monárquica, hasta el extremo de ser tildado de espía de los británicos.[7]

Como admirador de Julio César, apostó por un poder ejecutivo proactivo. A su entender, allí donde la Constitución callaba el gobierno federal estaba exento de limitaciones para actuar. Para él cada omisión de la norma era una puerta abierta en favor de la administración central. Sin ofrecer ninguna puntualización ni matiz para esa intervención, juzgaba que esos “vacíos legales” le daban absoluta libertad al gobierno.[8] Una postura que delataba una virtù ambigua.[9] Una doblez que no será exclusividad de Hamilton ni de sus partidarios. Es más, el arte de ligar el propio interés con el bienestar de los demás estuvo inserto desde mucho antes entre los habitantes de las colonias británicas de América del Norte. A ello se refirió Tocqueville cuando precisó que entre los americanos es antigua la libertad.[10] Por ejemplo, Benjamín Franklin se contentaba con la mera apariencia de lo virtuoso mientras sea necesario.[11] Es el tema de las meras apariencias, lo que llevó a Michel de Montaigne a retratar a los hombres como comprometidos con el arte del autoengaño; los que a menudo afirman actuar por motivos elevados cuando la verdad es muy diferente, lo que hace que la virtud y el vicio sean a menudo difíciles de distinguir.[12]

Contrariando a Cicerón, he aquí los que asumen de antemano que la virtud no puede ser bella.[13] Suficiente con que sea útil. Es lo que el señalado Montaigne denominó en su día “doctrina del interés bien entendido”. Exactamente lo que Francis Bacon encontró en los suizos: A pesar de la diversidad de religiones y cantones, los suizos prosperan porque los une la utilidad y no los honores.[14] Así pues, estamos lejos de estar ante un suceso nuevo y desconocido.

Para Alasdair MacIntyre esto informa la expulsión del rígido aristotelismo.[15] Otros sólo comprobarán un pragmático reacomodo. No en vano las ideas de virtud, vergüenza y reputación provenían de una moralidad social forzada desde antiguo, una impostura aristocrática que se remonta a la Grecia del siglo V a. C.[16] Una convicción hechiza que será apuntalada desde instancias clasistas, la que el interés bien entendido socavará eficientemente. Un proceso de depuración de conductas cuya más directa consecuencia será convertir la virtus en virtù.

Si la areté helénica nació de la excelencia militar y política, la virtus fue su equivalente romana. Mas en ambos casos se evocó a seres diferenciados, afines a los esquemas oligárquicos. Pero con Nicolás Maquiavelo —un acérrimo populista— ello sabrá de un quiebre paritario, lo que distanciará con los humanistas. Tal es lo que se verá con el empleo de la grafía virtù en lugar de virtus.[17] Virtù refiere al proceder de quien se abre paso en medio de los caprichos de la fortuna, la que no conoce ningún fin (telos) ni principesca prestancia. No obstante de ser inconstante y caprichosa, Polibio aclamó a la fortuna como la obra más bella y más útil que realiza muchas cosas novedosas e interviene de continuo en las vidas de los hombres.[18] Los romanos la tuvieron como una deidad buena, como una aliada siempre atraída por el arrojo varonil (el vir). La Fortuna favorece a los audaces, solía repetir Tito Livio. Ella es la mejor de las compañeras de la virtù. Como fácilmente se desprende, a la modernidad le acomoda más la virtù que la virtus por el simple hecho de que nunca se podrá saber cómo entenderá cada hombre su interés individual en medio de una magna incertidumbre.[19]

Pese al parecer de Maquiavelo de que un orden así no puede sostenerse, será desde su relectura de Livio que se colija que el éxito de los romanos se debió a su mejor capacidad para asimilar el azar y la aparición de nuevos actores sociales. Concretamente juzgó que la virtù no es una postura ética que se constriñe a unos pocos.[20] Todo lo contrario, se ofrece como una posibilidad del que más. Así es como se superaban los rigores de una conducta inicialmente guerrera, la que aún Catón y Cicerón llevarán a cuestas desde una virtus nostálgica de un corpus de ciudadanos que encarnaban en sus personas el “más alto tipo de excelencia cívica”. Almas forjadas para sobrellevar lo escurridizo y contingente, lo que no se tiene en el horizonte, lo imprevisible. Los que poseen el don o arte de la prudencia son los más aptos para triunfar sobre estos predios de lo imponderable. Al fin y al cabo, para ello habían sido educados. Es lo que el Sócrates de El Protágoras recomendaba para cultivar la areté.[21] Una manera de asumir la acción política que las capas cultas del Renacimiento (los aristotélicos “humanistas cívicos”) tomarán para sí, pero que los racionalistas ilustrados rechazarán.[22]

Con los portadores de la virtus la traza elitista se decanta sin esfuerzo. Ello no sucede con la virtù, en la medida que sus actores pertenecen a un espectro más amplio. Como anotó J. G. A. Pocock al auscultar a Salustio, ésta última es sede de una libertas que liberaba energías.[23] Tanto que al preferir con mayor énfasis el éxito que el mérito lanzarán la virtus por los aires, como quien se sacude de lo que le estorba. Ese es el motivo por el cual Maquiavelo prefirió usar el término virtù. Sin dejar de recoger el legado de la Roma republicana que tanto admiraba, vio la necesidad de darle una dimensión más acorde al popolo. Si Valerio le dijo a sus soldados que el consulado era un premio a la virtud y no a la sangre (praemium virtutis, non sanguinis), Maquiavelo trasladará ese canto antioligárquico a los predios de la civilidad toda. La república no se entiende sin igualdad, aequelitas que será nodriza del estado popular, de la democracia moderna.[24]

De origen toscano, virtù denota la capacidad individual para la acción tanto en el campo social, comercial, político y militar. Sin rubor, los que actúan aquí no son miembros de ninguna oligarquía. La dinámica del pueblo requiere estar libre de amarras estamentales. Esa es la razón por la que Pocock ve a Maquiavelo como un personaje empeñado en el establecimiento de los valores de lo “antiguo” bajo condiciones “modernas”, lo que en Baruch Spinoza será el discurrir de esa potencia que la naturaleza humana tiene para su entero provecho.[25]

Para el autor del Discurso sobre la primera década de Tito Livio, el espejo de Roma era ineludible. La abundancia de virtud, religión y orden que aquella ciudad conoció estuvo en directa proporción a la calidad de su libertad, logro que se diluyó al abandonar el recuerdo de su humilde nacimiento.[26] Este es un señalamiento que Maquiavelo hizo extensiva a su amada Florencia, una república que se originó en una virtud salida del popolo antes que de la élite. Una comunidad de iguales que expresaba una ley afín a su vivere civile, esencia de un republicanismo que al inspirar su propio ordini (sus instituciones, su constitución, sus métodos de organización ciudadana) aplaca la necesidad de depender en exclusiva de un magnífico hombre virtuoso.[27]

Como apuntó Quentin Skinner, desde este soporte la generalidad de los hombres podrán imbuirse de la cualidad de la virtù y mantenerla durante el tiempo suficiente para asegurar el logro de la gloria cívica.[28] Empero, los caudillos del renacimiento —acaso sirviéndose de la “solución imperial” de Julio César— retorcerán la fragilidad institucional de las repúblicas bajomedievales a través de la alegoría del ferocísimo león y la astutica de la zorra que deben de estar insertas en el alma del buen gobernante.[29] ¿Era esto lo que Hamilton admiraba?

Cuando frisaba los catorce años de edad (en 1769), Hamilton le escribe a un amigo: Mi ambición es poderosa. […] Desprecio la condición humillada de dependiente a la que me condena mi suerte y arriesgaría de buen grado mi vida, aunque no mi carácter, por ascender de posición. Y ya que había leído a Plutarco, exclamó: Ojalá hubiera una guerra.[30] Para este célebre biógrafo de líderes de la Antigüedad y confeso espartiata, la valentía era la mayor de las virtudes para los romanos: De ello da fe el hecho de que la llamaran virtus.[31]

Tempranamente Hamilton delató una manera de ver las relaciones humanas que hará entender mejor su futura actuación en el gobierno. Como los depredadores de todos los tiempos, aquel adolescente anheló un atajo para acortar la ruta y sacudirse de los infortunios. Ese fue el punto de partida de quien a fines del siglo XVIII trasladará su ambiciosa personalidad a sus ideas sobre el “buen gobierno”. Curiosamente, una década atrás Adam Smith había escrito sobre ese tipo de oportunidad que el hombre enérgico y ambicioso, pero que está deprimido por su situación, busca para distinguirse. Anotando que, por el contario, el hombre de rango y distinción únicamente busca brillar en un baile y en una intriga galante.[32]

Antes de llegar a ser el hombre de confianza de George Washington, Hamilton debió de sortear los imponderables de un azaroso origen que lo acompañará de por vida. El hecho de que maliciosamente se rumoreara que era hijo del afamado general advertía de su “dudosa procedencia”. Y cuando abogue por la abolición de la esclavitud —a pesar de haber sido traficante de esta “mercancía”—, se vociferará que fue producto de la relación de su madre con un “negro”. Otros lo tenían como bastardo de un mercader escocés, que es la versión más creíble.[33] Obviamente, en el futuro sus enemigos se saciarán con esa carencia paterna.

Con una infancia y juventud marcadas por las limitaciones afectivas, sociales y económicas, la biografía de Hamilton no se comprende sin la necesidad de gloria de forma deliberada. Justo lo que lo sitúa fuera de los linderos de la virtus, pero no de la virtù. Aunque la gloria es la recompensa de la virtus, Cicerón había aleccionado —en Las Tusculanas (44 a. C.)— que no es necesario pensar en ella que atraparla. Igualmente dicha presea acaecerá si es que se procede desde la sola ansia de la virtud.[34]

Siguiendo a Paul Veyne, no estamos ante quien anhela elevarse como un filósofo para transitar por la virtud.[35] Lo depurado y etéreo no están en él. Y como entiende que el afán de trascendencia lo domina todo, su mayor empeño estuvo en canalizar la codicia humana. Si los hombres son egoístas por naturaleza, lo que debe de hacer el “legislador sabio” será encausar esa energía para provecho general. En El Federalista (N° 10), Publius (seudónimo utilizado por John Jay, James Madison y Hamilton) dirá que: La libertad es a la facción lo que el aire al fuego, un alimento sin el cual expira al instante. Pero sería una locura abolir la libertad, que es esencial para la vida política, porque nutre las facciones, así como lo sería eliminar el aire, que es esencial para la vida animal, porque otorga al fuego su poder destructivo.[36]

Aunque el autor del texto es realmente Madison, la carga de nervio y fuerza de la explicación es tan hamiltoniana como la de una generación que ponderaba la vida con gran vitalidad. Directos tributarios del pensamiento ilustrado, estos publicistas están lejos de ofrecernos de plano una república calmada y pacífica. La tienen como volátil si es que no se le otorgan las reglas pertinentes. Una conjetura análoga a la de Maquiavelo respecto a los florentinos, quien veía que a estos les era connatural que cualquier tipo de gobierno les moleste y el que cualquier circunstancia los divida.[37] Así pues, tanto la ciudadanía renacentista como la americana (como la inglesa y la neerlandesa) expresan una virtud fieramente competitiva.[38]

Será ese zoológico discurrir el que lleve a Maquiavelo al campo de los incentivos. A diferencia de Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Isócrates, Aristóteles y Polibio, y en oposición manifiesta a Cicerón, Livio, Salustio, Suetonio, Tácito y Séneca, desdeña las invocaciones morales en favor de una libertas instrumental.[39] Son los buenos ordini los que fortalecen la virtù en los individuos, que es lo que le permite a la comunidad servirse de la humanidad egoísta de los miembros que la conforman.[40] Es lo que en el estertor del republicanismo renacentista advirtió Donato Giannotti en su Della republica fiorentina (1526).[41] El problema estará en el marco legal que soporte dicha virtud y la haga fructificar. Como remarcó Pocock, este preocupado por la teoría del equilibrio constitucional elevó la ciencia del gobierno mixto hasta extremos no alcanzados por otros analistas florentinos.[42] Tal es como puso su atención en los mediocri, que no fueron otros que los que conformaban la imperante burguesía. Esta será la base de aquella organización civil de hombres libres que él entiende por ciudad, siendo que el aumento del comercio y el febril interés por lo lucrativo le hace mirar la experiencia de Venecia como alternativa viable.[43]

 

LA VIRTUD MODERNA

Si en 1704 Daniel Defoe publicó un panfleto (Dar limosnas y no caridades, y emplear a los pobres constituye un agravio para la nación) que lo catapultó tanto como un escritor satírico como “satánico”, también lo alzó como precursor de la prensa económica. Eran tiempo de cambios. En esa línea, hacia 1718 Christian Wolff denuncia a una “rarísima secta” aparecida recientemente en París que reivindica el yo a niveles inéditos. En su acusación aparece el término “egoísmo”,[44] ese universo de “vicios privados” que en ese mismo período Bernard Mandeville tomará como pilar de la prosperidad. Ciertamente el autor de La fábulas de las abejas (1714) significaba un exceso, pero su convicción de que el lucro es mejor reconstituyente del mundo que ejerce una influencia mecánica sobre los espíritus trascenderá en un mundo exigente en razones.[45] Su exposición sobre la ambición humana fue tan descarnada que hasta el presente es repudiado, ahondando las distancias entre la virtus y la virtù. Empero, la primitiva literatura whig (por entonces un partido popular) acogió el precepto de que los vicios privados hacen virtudes públicas (que es el subtítulo de su celebrada fábula).[46] Una lógica que Albert O. Hirschman ha encontrado en el remoto san Agustín, en el más próximo Blas Pascal —sorprendiéndose que la concupiscencia haya producido un resultado admirable, un orden tan hermoso— y en el contemporáneo de Mandeville, el por entonces anónimo filósofo napolitano Giambattista Vico.[47]

Al amparo de este pensamiento, son los intereses antes que los buenos deseos los que entran a tallar. No hay que forzar mucho las cosas para intuir que Hamilton y los autores de El Federalista iban por esa senda. Como muestra de adhesión a ese descarnado racionalismo, Madison (amigo de Jefferson) sentenciará que la ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición.[48] Sin duda ello hacía añicos el canon de la política clásica que juzgaba que era imposible que una ciudad bien ordenada estuviera gobernada por los malos. Si Troya sucumbió fue porque la construyeron sobre la colina en la que cayó la diosa de la discordia (Ate, arrojada por Zeus desde el Olimpo).[49] No obstante estas advertencias de magos, sacerdotes y filósofos de la Antigüedad, la primera república del mundo moderno sentará conscientemente sus cimientos desde la “connatural” desarmonía humana.

Contra la tradición aristotélica y la revolucionaria solución hobbesiana, se concibe que la “corrupción” era esencial para el gobierno de una nación.[50] Definitivamente, el poder se encierra en la ley. Esta ya no es un soporte de añejas prácticas y hábitos —que es lo Aristóteles entendía por ley[51]—, sino de individualidades patrimoniales. Ya sólo habrá que obedecerla, lo que no será un asunto complicado en un demos previamente entrenado en el autogobierno. La paz no estará en la espada, sino en el equilibrio de las facciones. Estas serán tenidas como expresiones de derechos políticos. No hay ninguna célica unión ni tutela de ningún Leviathan.[52] La experiencia neerlandesa de los siglos XVI y XVII lo había demostrado con creces. No es necesaria una moral hegemónica ni ninguna homónoia o concordia comunal,[53] que fue la que hizo que Atenas sacrifique a Diágoras y a Sócrates. Como juzgó Paul Feyerabend, una sociedad libre puede existir sin una verdad y sin una moral comunes.[54]

Desde la tensión entre phüsis y nomos, entre naturaleza y sociedad civil,[55] ahora será la primacía de libertades lo que frene a los virtuosos palaciegos. Es el fin del consenso totalizador. Sólo será suficiente un mínimo común denominador,[56] el que estará en disentir. Por ello Madison precisa que no hay república mientras no se salvaguarden los derechos de la minoría.[57] Siguiendo el discurso de los publicistas republicanos bajomedievales, perturbar ese equilibrio significará corromper la virtud.[58] Refunfuñando sobre este recurso, Allan Bloom dirá que esta forma de fundar el orden civil se parecía más a la redacción de un contrato comercial en el que cada parte es consciente que sus intereses colisionan con los de los otros.[59]

¿Se puede tomar esta salida como un punto de partida desenfadado o cínico? ¿O simplemente fue esta una forma sincera de aceptar el ritmo de vida que la sociedad moderna había alcanzado? ¿No era ese el modus vivendi norteamericano de fines del siglo XVIII, el que no fue distinto al de otras épocas de auge comercial?

A inicios del XVI Maquiavelo conminó a plantear que las fuerzas sociales se vigilen entre sí, para prevenir tanto la arrogancia de los ricos como el libertinaje del pueblo. La multitud es más sabia y más constante que un príncipe, cinceló en sus discursos sobre Livio.[60] Rechazando apuntalamientos morales, reeducación de las almas o un control racional de los apetitos humanos, apuesta por un disenso ordenado.[61] El freno mutuo entre antagónicos será la mano invisible de todas las leyes en pro de la libertad. ¿He aquí el espaldarazo al sistema de mercado autorregulado que Karl Polanyi tuvo como un esfuerzo utópico condenado al cataclismo?[62]

Skinner indicará que dicho argumento colisionaba con la tradición unitaria del pensamiento político florentino. En él la facción no es dable, es veneno mortal, afecta a la libertas.[63] Empero, ¿no fue siempre una característica del republicanismo su elasticidad, esa capacidad de reinventarse para salvaguardar la libertad ciudadana limitando al poder?

Aunque la mención de la corrupción debe de ser tratada con sutileza para no caer en anacronía, el hecho de que Hamilton haya promovido que el gobierno federal pueda intervenir en las finanzas y los negocios lo aproxima a su vigente connotación jurídica-penal tanto como a la antirrepublicana postura que busca que uno domine a muchos. Es decir, su propuesta de dar paso a un gobierno económicamente proactivo tiraba por tierra la naturaleza del sistema que ayudó a fundar. De ese modo, la lucha contra los opresores de Londres era burlada. Se volvía a colocar a los hombres por sobre las leyes. Si la justificación de la revolución estuvo en que la vida y los patrimonios privados habían sido afectados por malos guardianes de lo público, entonces era absurdo que estos se coloquen en el plano de redistribuidores de riquezas. ¿O es que habían roto con una élite foránea para caer en manos de una élite local?

Como los contemporáneos estimuladores de las economías nacionales, Hamilton alentó el involucramiento del gobierno en esos menesteres a un alto costo. Perturbó la férrea convicción de que la institucionalidad tiene como objetivo primordial garantizar propiedades logradas en base al trabajo, no por su proximidad al poder. Esa fue la causa de aquel comercio frenético que David Liss narra, lo que alienta la creencia de que el capitalismo es antagónico a la virtud cuando lo que Hamilton buscó fue crear artificialmente una plutocracia.[64] Pero también estamos ante quien concibe que los negocios y la política van inevitablemente unidos.

 

VIRTUD Y CORRUPCIÓN

Advertido del proceder de su rival, Jefferson le comunicó al presidente Washington en mayo de 1792: los propietarios de la deuda están en el sector sur, y sus tenedores en el sector norte. Se refería a los alcances de las normas promovidas por Hamilton para que el estado asuma el pago de los bonos emitidos a los afectados por la guerra de la independencia sin distinguir entre los primitivos poseedores y los compradores fraudulentos del papel.[65]

En otra misiva de septiembre del mismo año reiteraba que ese sistema emanaba de principios contrarios a la libertad, y estaba calculado para socavar y demoler la República creando una influencia de su departamento sobre los miembros del Legislativo. En sus términos, temía que surja un corrupto escuadrón de traficantes de papel que (…) será el instrumento para producir en el futuro un rey, lores y comunes.[66]

El rechazo a los viejos amos siempre fue motivo más que suficiente para —en la medida de lo posible— evitar copiar lo inglés. En 1783 Franklin le intimó al obispo William Davies Shipley que el “gran mal” de esa nación eran los numerosos y enormes sueldos y salarios de los cargos oficiales.[67] Por ello el conceso entre los revolucionarios norteamericanos estuvo en que ese tipo de personajes pueden llegar a formar el gobierno más corrupto de la tierra si se distancian de sus electores, siendo que para impedir ese flagelo había que privarlos de los medios que hacían posible esa corrupción. En concreto, no podían ser libres. Tenían que estar limitados por las leyes.

Así es como entramos a la esfera de un debate que rompe con el consenso republicano inicial de los founding fathers. Si los jeffersonianos quieren que el gobierno sea un bien público por excelencia y no intervenga en los negocios privados, los hamiltonianos no entenderán el gobierno sin intervenciones de esa índole.[68] ¿Los primeros se comportaban como fieles seguidores del republico Catón y los segundos del imperialismo de Julio César? Al respecto, Pocock señala que esa dicotomía es errónea. Según él, es altamente probable que los federalistas se hayan visto a sí mismos como Catones antes que como Césares. Esto es, como guardianes de la virtud austera e inflexible de la aristocracia natural.[69] ¿Por eso de la necesidad de que el gobierno se involucre en el campo de los particulares? ¿No fue esa la función de los antiguos censores, los que retrasaron la corrupción romana con su severa disciplina en favor de las costumbres y la armonía ciudadana?[70] Mas la actuación tanto pública como privada de Hamilton desmiente a Pocock. ¿Ello era en sí el fin de la virtud? ¿Acaso no es el mismo Pocock el que recuerda que Revolución Gloriosa (1688) se movió en la ambivalencia de ser un sistema formalmente adscrito a la virtus pero a su vez garante de la virtù de un complejo sistema financiero mercantilista que pujaba a su favor?[71]

En De officcis Cicerón anotó que hay dos formas de hacer el mal: por la violencia o por el engaño, puntualizando que ambas son propias de las bestias (de leones la primera y de astutas raposas la segunda) y totalmente indignas del hombre.[72] Sin duda Jefferson conoció ese pasaje. Incluso como máximo representante de una generación de ávidos lectores de autores clásicos, muy bien pudo evocar a Marco Tulio cuando sopesó con calma la propuesta de Hamilton de crear un banco estatal con impuestos a las importaciones y al whisky.[73] A lo mejor hasta lo había recordado cuando apareció la idea de pagar a los afectados por la guerra de independencia sin reparar si se estaba o no ante un auténtico acreedor.

Redactando sus memorias, Jefferson indicó que participó en la gesta del banco que vio la luz en 1791 llevado por su ignorancia e inocencia, defecto que compartió con un Washington poco versado en proyectos financieros, cálculos y presupuestos. Al fin de cuentas, el presidente confiaba en aquel hombre.[74] De seguro, el grueso de los legisladores que suelen tratar esos temas dependen en alto grado de los consejos de terceros. Esa es la razón por la que quedan a completa merced de “expertos” como Hamilton, quien obtuvo conocimiento en esos asuntos cuando después de la guerra se apartó de la política activa para ingresar como abogado en las actividades mercantiles que lo convertirán en 1784 en fundador del Banco de Nueva York.

Cuando Tocqueville advierta que se olvida que es sobre todo en los detalles donde resulta más peligroso someter a los hombres, mucha agua habrá pasado debajo del puente.[75] De seguro, un puente erigido desde pequeños detalles que los neófitos nunca advierten. Muchas veces debajo de un acto piadoso se esconde un principio de tiranía, había escrito Maquiavelo a inicios del siglo XVI.[76]

Elegido Secretario del Tesoro (1789-1795) por Washington, Hamilton buscará repetir sus vivencias del sector privado pero con fondos públicos. Vivencias que al otro lado del Atlántico le habían invitado al doctor Samuel Johnson a lanzar una lapidaria máxima dos décadas antes (exactamente un 27 de marzo de 1775): Señor, un hombre rara vez desarrolla una actividad tan inocente como cuando está haciendo dinero.[77] Los más avisados espectadores de la época también pudieron recrear en sus mentes los peligros de ese proceder dentro del estado. Ello porque al proponerse la emisión de bonos para costear la creación de un banco estatal, los compradores de buena fe compartirán escenario con numerosos falsificadores que buscarán cobrarlos con la connivencia de funcionarios venales.

No estamos ante ningún mero accidente. Con la distancia de los años, hacia 1818 Jefferson consideró que no fue un ningún infortunio. Ligó el monarquismo de Hamilton a su apuesta por la corrupción. Si en lo personal tenía al secretario de Washington como un ser de agudo entendimiento, desinteresado, honesto y honorable en toda transacción privada, amable en sociedad y buen valorador de la virtud en la vida privada, en lo público disentía tajantemente de él. Lo tenía por hechizado y pervertido por el ejemplo británico.[78]

La anglofilia de los federalistas nunca fue un secreto, como tampoco lo fue la francofilia (por lo antimonárquicos) de los republicanos. Si los primeros buscaban fortalecer el poder del gobierno central, los segundos manifestaban su abierta predilección por el autogobierno. En esa línea, Jefferson era un clásico escéptico de la concentración de las decisiones gubernamentales en un solo ente. Por eso juzgaba que reyes, nobles y sacerdotes constituían una corrupta confederación que conspira contra la felicidad de la masa popular.[79] ¿No era eso lo que abundaba en Inglaterra? Así, su afecto por la república era directamente proporcional a su desprecio por la oligarquía.

Fuera de ese marco, Jefferson colegía que la generalidad de los seres humanos son honestos. Aunque bien sabía que los pícaros son los que suelen llevarse el protagonismo, asumió que la mayoría marcaba la pauta de lo correcto y lo debido.[80] Su optimismo con relación al ciudadano común era afín al que en su día tuvo Maquiavelo hacia el pueblo. Y aceptando la existencia de “los mejores”, no les daba la venia para imperar sin amarras legales. Los tenía como parte del devenir natural. Los ponderaba como producto del mérito propio.[81] Desde esa base, el cada vez más impactante progreso técnico le hacía ver que ayudaba en grado sumo a acortar las distancias entre los estamentos.

Todo ello en Norteamérica adquiría un cariz más intenso por la abrumadora presencia de individuos que se sustentaban en su particular esfuerzo, un proceder que Europa había olvidado. En aquella parte del Nuevo Mundo la rigidez entre las clases era mínima porque aquí cualquiera puede tener tierra que labrar para sí o, si prefiere, dedicarse al ejercicio de cualquier otra industria. Así, los hombres semejantes pueden sin riesgo y ventajosamente, reservarse un control completo sobre sus asuntos públicos, y un grado de libertad que en manos de la canaille de las ciudades europeas se pervertiría de inmediato.[82] Esa canaille que Cicerón vio detrás de Clodio, dispuesta a matar y robar por el puro placer.[83]

Para Jefferson la libertad americana era fruto del trabajo, no de una dádiva real ni del latrocinio. Era un derecho, no un préstamo, obsequio o despojo. En esa medida, provenía de comportamientos virtuosos. El orden que esa libertas había erigido silenciosa y lentamente así lo demostraba. Una paz emanada de conductas autorreguladas, carentes de imposiciones ajenas a la de los propios ciudadanos. Por ende, ese concierto de individualidades fue en sí la constitución que los revolucionarios de 1776 y los constituyentes de 1787 perennizaron. Ese es el motivo por el cual los founding fathers no sopesaron su insurgencia como una guerra en aras de alcanzar algo que no tenían. Si llegaron a esa instancia fue como consecuencia de una exigencia mayor: defender su estilo de vida, la que a la vez se sustentaba en sus patrimonios. Las bases legales que se estrenaban respaldaban ese cometido, confirmando la legalidad existente antes que cuestionarla. Por ello la inflada virtù de los particulares no significó ningún inconveniente. Todo lo contrario, era su energía, el núcleo de su progreso. La institucionalidad había sido ex profesamente diseñada para soportarla, hacerla perdurar y fructificarla.

 

LA FELICIDAD JEFFERSIONANA

Una libertad surgida de los negocios es hechura de una virtù que le reclamará al gobierno un grado de protección que necesariamente significará un severo repliegue en sus pretensiones históricamente depredadoras y controlistas.[84] Como lo comprobó Tocqueville, el valor guerrero es poco apreciado en ese tipo de sociedad. Ello por cuanto nada hay más contrario a las pasiones revolucionarias que el comercio.[85]

Gracias al auge de los negocios y la industria, la apuesta viril del guerrero se desplaza al que crea riqueza. Esa es la búsqueda de la felicidad que muchos tomarán como un sucedáneo retórico de la propiedad. Aunque Gore Vidal la acuse como algo nuevo bajo el sol político, esa ruta estuvo trazada en John Locke al hablar de una libertad para seguir mi voluntad en todo aquello en que la norma no prescribe lo contrario y no estar sujeto a la voluntad inconstante, incierta, desconocida y arbitraria de otro hombre.[86] Friedrich A. Hayek recordará que Smith repitió este parecer en su Wealth of Nations (1776), aunque corregirá su aserto de que cada uno debe de ser libre de perseguir a su manera su propio interés por el menos áspero de… se le permite utilizar a cada cual sus particulares conocimientos en la consecución de sus fines. Buscó eliminar la connotación egoísta, la que para Montesquieu fue el monarca más grande de la tierra.[87]

En Norteamérica esa búsqueda de la felicidad no tendría por qué ser diferente. Obviamente no era lo que los místicos griegos llamaban eudemonía (o eudaimonía), esa sensación de goce pleno que incluso podía aparecer en plena tortura.[88] Justo lo que le permitía decir a Sócrates que el “hombres bueno” no puede ser dañado, dado que se ciñe a un destino. Aunque Emilio Lledó recuerde que para Heródoto la eudaimonía no anulaba la dicha por la posesión de bienes, lo que quedará será la “paz interior”. «De todas formas, algo de su propia etimología perdurará en este concepto. Tener un buen “demonio”, buena fortuna, buena suerte, es algo que parece venir de unos poderes que se escapan a nuestra voluntad y a nuestros deseos.»[89]

Lejos de las alturas eleáticas, la felicidad jeffersionana denota una vulgaridad afín al “Paraíso de Mahoma”. Bajo el riguroso canon de la Contrarreforma, ese era el “veneno inglés” que se trasladó a América del Norte. Empero, ¿ese veneno no fue también renacentista? ¿No estuvo en el corpus republicano mucho antes de lo comúnmente aceptado? El Viejo Continente no pudo evitar mirar con embeleso ese alto grado de prosperidad. Mucho antes de que se produjese la celebrada declaración de independencia, dicho contraste alimentó el espíritu revolucionario europeo por causas asaz comprensibles: aún la mortandad por epidemias y la recurrente escasez de alimentos —sea por plagas o alteraciones meteorológicas— no habían sido eliminadas en Europa.[90]

Como vemos, la búsqueda de la felicidad fue la envoltura discursiva de una propiedad ganada a pulso. Así, ésta apareció para minar la narrativa de una paz agraria apuntalada por una retórica bíblica aún supérstite. En el ilustrado Jefferson esto es evidente. La modernidad de sus Notas sobre Virginia (1781) se decanta tanto por los principios que defiende como por la comprensión de la realidad en la que vive, pero no por el uso de las palabras. Su fraseo sigue anclado en un tiempo detenido. Si a mediados del siglo XVII James Harrington escribía —siguiendo a Aristóteles— que la república de agricultores es la mejor de todas las otras, más de una centuria después el ilustrado Jefferson envolverá ese bucólico anhelo con un lenguaje religioso.[91] Así pues, la proliferación de personas sujetas de derechos no frena el uso de un lenguaje cargado de fantasías.

Aunque tenía la vida en el campo como la más idónea (por esa mezcla de inocencia y bondad, por la falta de envidia y constancia que caracteriza a los cultivadores), Jefferson fue consciente que el industrialismo que comenzaba a imponerse no era un hecho pasajero. La superioridad física y moral del hombre agrícola sobre el manufacturero no le impidió renunciar a su espíritu práctico, el que le hizo concebir que la utilidad de los inventos muy bien podían acompañar a la virtud. Como muestra, en 1806 le recomendó a la nación Cherokee emplear molinos. Les informaba que con esos instrumentos las mujeres podían eximirse del duro trabajo de moler grano para hilar y tejer más.[92] Esta mención no era casual. La fiebre hilandera iba dominando cada vez más el escenario. La mejora de las máquinas para ese fin revolucionó dicho oficio, siendo que su facilidad de uso y prácticas dimensiones facilitaron su desplazamiento. Con la proliferación de los telares mecánicos la revolución industrial se instaló en muchos hogares, diversificando sus economías. Para 1813 su número eran tan amplio que sorprendió a Jefferson: No estaba enterado (…) que hubiera tan gran número de máquinas de cardar e hilar dispersas por todo el país. (…) las pequeñas máquinas de hilar, de media docena de veinte husos, no tardarán en llegar a las casas de campo más humildes.[93]

Pero por su apego al mundo agrario, el parecer de Jefferson sobre el corrupto estilo de vida de las grandes ciudades nunca se diluirá. Aunque comprendió que su tempo era muy diferente al de los antiguos, compartió los lamentos de los remotos Cicerón, Livio y Tácito respecto a la galopante corrupción de su amada civitas. Sin ser tan explícito como un Franklin que consideraba —como Mandeville, a quien trató personalmente en Inglaterra en la década de 1720— que el afán de lucro era una virtud,[94] entendió que la igualdad que propugnaba no podía desligarse del mundo de las ganancias. Así es como se aproximaba a Hamilton, dos personalidades antagónicas envueltas bajo la virtù. Sin embargo, Jefferson sopesó la virtud de modo institucional. No la restringió a lo personal, como una muy especial y diferenciada cualidad de los miembros de una élite. La ponderó desde una perspectiva mayor, apostando por un republicanismo capaz de aprovechar socialmente los personalísimos impulsos de cada ciudadano. Un viejo problema que los fouding fathers buscaron resolver a partir de principios jurídicos clásicos empatados a un iusnaturalismo que colocaba los derechos individuales en un plano omniabarcante. Será esta situación la que le hará decir a Pocock que de alguna manera la revolución norteamericana y la constitución que gestaron representan —por su invocación a una felicidad accesible casi a todos, según la lectura aristotélica— el último acto de la tradición del humanismo cívico renacentistas.[95]

A quien las ciudades no le agradaban por ser tumultuosas, pestíferas para la moral, la salud y las libertades, basaba su predilección por la comodidad campestre en derechos inalienables que justamente se invocaron en ciudades. De la antigua Roma al Boston preindustrial, ese factor será determinante. La promesa de que la cooperación voluntaria es capaz de fundar un orden es concomitante a toda urbe, por ello en esos espacios la vida privada ocupa el centro de la atención pública. En términos de Maquiavelo, el vivere civile sólo era posible bajo ese sustrato. ¿No decía Cicerón que las repúblicas se fundaron para a asegurar el libre disfrute de las propiedades? ¿Alguien podía poner en duda ello?[96]

 

VIVERE CIVILE

Diez años antes a la declaración de independencia norteamericana, Adam Ferguson publicó una obra que justamente abordó el tema del vivere civile en una sociedad sustentada en los negocios: An Essay on the History of Civil Society (1767).

Las evidentes mejoras de las condiciones de vida en su subdesarrollada y calvinista Escocia (lo que contradice la tesis de la ética protestante de Max Weber[97]), lo impulsaron a escribir un texto donde la huella de sus contemporáneos Adam Smith y Henry Home Kames (lord Kames) es tan innegable como la Montesquieu.[98] No obstante estos puntos de apoyo, Ferguson buscó resaltar el mensaje de que el progreso económico no es suficiente por sí mismo. Como los modernos críticos del capitalismo y defensores de los “valores tradicionales”, le puso reparos a las grandes ganancias, al lujo y a la especulación. En contra de lo pensado por Smith y coincidiendo con lo que posteriormente Karl Marx sustentará, vio como un mal la especialización que conlleva la división del trabajo.

Adscrito a una rigurosa virtus republicana, Ferguson juzgó que el comercio corrompía a la sociedad. Al contrario de renacentistas como Leonardo Bruni, Gian Francesco Poggio Bracciolini, Francesco Barbaro y hasta el mismo Savonarola,[99] entendió que el vivere civile era inviable si la corriente mercantil continuaba abriéndose paso. Empero, estaba lejos de creer —como Jefferson— que las virtudes sólo podían florecer en una sociedad de pequeños agricultores. De modo rígido, Ferguson empleó el espejo romano y las lecciones de la antigüedad para auscultar su presente. Es decir, sus temores se sustentaban más en una moral libresca que en una constatación empírica. ¿Ese fue uno de los motivos por el que David Hume desaconsejó la salida a la luz de su essay?[100]

Curiosamente esa moderna propensión a dejar una parte muy importante del carácter humano a lo que puede aprenderse de la lectura de los libros fue una moda que Ferguson recusó: Una admiración por la literatura antigua y la opinión de que el sentimiento y la razón humana habrían desaparecido sin esa ayuda, nos ha llevado a la sombra.[101] Sin advertir que moraba en un reino antes que en una ciudad y que era un súbdito antes que un ciudadano, su estricto apego al republicanismo lo hizo despotricar contra la pasividad y hasta la desidia que la sociedad civil comercial activaba en la gente. Teorizó que el imperio de los negocios desarmaba la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. Conceptuó que el intercambio patrimonial era incompatible con los rigores de la virtud cívica. Como un Montesquieu retóricamente nostálgico de la aparente simplicidad espartana (lo que estuvo de moda en el siglo XVIII), Ferguson compartió análoga añoranza para señalar que la predilección por engordar la bolsa aparta a los hombres del amor patrio.

A Montesquieu y a Ferguson les aterraba la disociación entre el ciudadano y el guerrero que la impronta comercial produce, depravando el carácter humano y viciando el espíritu comunal.[102] Un parecer que Tocqueville recogerá en una nota a pie de página al decir que dicha apatía general era fruto del individualismo.[103] Aunque en este estudioso de la mesocrática democracia norteamericana no hay nada que repudie las ganancias y el estilo de vida que ella estimula. Todo lo opuesto, ese detalle le fascinó.

Anticipándose más de siglo y medio a las tesis apocalípticas como las del citado Polanyi, Ferguson coincidirá con el antiguo seguidor de Györy Lukács en el canon antiliberal que reza que es imposible la existencia de una sociedad donde el poder y la compulsión estén ausentes.[104] Como el marxista húngaro, el ilustrado escocés consideró que lo económico era incapaz de apuntalar un orden político-social. Al partir de la idea de que los mercados autorregulados aniquilan la sustancia humana y natural de la sociedad, concibe que el laissez faire y el laissez passer es un promotor de aridez y miserias. La virtud se descarta, no es digna de ella. Por ende, ¿qué esperar de una respublica que ofrece la “novedad” de tener el respeto a la propiedad privada como eje central de su accionar? ¿No es esa institución la que hace que aumente la productividad?

En sintonía con lo que posteriormente se conocerá en el conservadurismo decimonónico y en el marxismo, el republicanismo de Ferguson no encajaba con la institucionalidad que los founding fathers cincelaron. Polanyi dirá que ese soporte le dará al afán de ganancia un nivel de fascinación nunca antes conocido, ligándolo al fervor religioso.[105] ¿Es eso lo que hizo la generación de Adams, Madison, Hamilton y Jefferson al trazar las líneas de la primera república moderna? ¿Realmente crearon un modus vivendi hasta entonces desconocido, dando paso a la única sociedad de mercado de base legal en el mundo?[106]

Los founding fathers sabían perfectamente que la “originalidad” de colocar como principales protagonistas de su ciudadanía a los mercaderes era de muy vieja. Tanto que sus conocimientos sobre historia antigua les sirvieron más para reforzar el orden en el que vivían que para negarlo. Si en Europa los reflectores del civismo apuntaban a una élite, en las colonias británicas de América del Norte el pueblo —tan caro a Maquiavelo— era la estrella. Esos supuestos carentes de virtus no podían ser apartados de la res publica por la simple razón de que el progreso social alcanzado se debía a su esfuerzo. Por esa causa, ¿cómo excluirlos?

En su momento, Solón le enrostró esa interrogante a quienes se opusieron a sus célebres reformas (¿acaso imitadas por el rey Servio Tulio en Roma?).[107] En la Atenas del siglo VI a. C. ampliar la ciudadanía significaba romper el molde tribal que obstaculizaba el paso a un sociedad abierta, dinámica y competitiva. La magnitud de esa ruptura fue de tal dimensión que convirtió a Solón en creador de un nuevo derecho sagrado.[108] En términos paganos, sólo un ser próximo a la divinidad podía atreverse a intentar nivelar los estamentos sacudiendo normas y costumbres oligárquicas. Pero Solón no fue un rey-sacerdote (un basileus), por eso tuvo que haber sido visto como un corruptor tanto como un ser incapaz de conjurar la cólera de los dioses.[109] Karl Popper lo rescatará como el primer poeta ateniense del que se tiene noticia, quien desde su poesía habló de establecer la eunomia, el equilibrio de los intereses contrapuestos de los ciudadanos.[110]

A pesar de estar lejos de querer liquidar definitivamente el poder de los nobles —ese cometido lo realizará Clístines tras el fin de la tiranía de los pisistrátidas—[111], la reforma solónica dará paso a una mayor igualdad entre distintos. Ese sólo intento lo llevará a la gloria, marcando una pauta a seguir. Pericles la hará suya. En su oración fúnebre fue explícito: no consideramos despreciable el ser pobre, sino el no elevarse por medio del trabajo.[112] ¿Será accidental que este tipo de invocaciones coincida en el tiempo con el surgimiento de los despectivamente denominados sofistas y de una generación de amantes de la libertad de su polis, precisamente aquellos contra los que Platón y Aristóteles arremeterán desde su antiliberalismo?[113]

Lejos de ser un revolucionario, Solón fue un aristócrata que supo advertir que el arte de enriquecerse había logrado masificarse. No en vano él mismo se vio forzado a hacerse comerciante. Ello le dio una mejor plataforma para auscultar el asomo de un ethos emprendedor que socava los arcanos pilares éticos de la ciudad, justo lo que MacIntyre catalogó despectivamente de yo emotivista cuando ve ese análogo individualismo en el siglo XVI. Un optimismo propio de sofistas (los remotos antepasados de los actuales expertos en coaching), pues estos asumían que cualquier persona podía llegar a alcanzar la virtud, aunque sólo había que pagarle al maestro.[114] Mas, ¿ser siempre el mejor no fue un precepto homérico?[115] Como advirtió el Adriano de Marguerite Yourcenar, nuestros vicios y virtudes cuentan con modelos griegos.[116]

La influencia de las colonias griegas (especialmente la de Jonia) fue determinante en esta demanda por cambios radicales. A su influjo, Atenas se sumó al resto de las ciudades-estado que incorporaron como ciudadanos (con plenos derechos y obligaciones) a campesinos, artesanos y tenderos.[117] Así, los descastados comerciantes le enseñaron a la metrópoli cómo ganar dinero a raudales. Se suscita una proliferación de negociantes que terminaron demandando su espacio, apareciendo el derecho escrito como expresión de una igualdad recientemente ganada: Ahora, como antes, pueden seguir siendo jueces los nobles y no los hombres del pueblo. Pero en el futuro se hallan sujetos, en sus juicios, a las normas fijas de la diké.[118] En palabras de Aristóteles, la justicia (la diké) es la virtud de la comunidad a la que forzosamente acompañan todas las demás.[119] Este sentir lo vemos con claridad en los escritos de Hesíodo, donde se expresa abiertamente que quien se ha capitalizado por medio del trabajo es el que invoca derechos. Por este medio se hacen los hombres ricos en ganado y opulentos a la par que se gana el aprecio de los Inmortales.[120]

Si Hesíodo tenía al trabajo como base de la areté (la excelencia), Platón la recreará en base a una educación sólo aprovechable por los aristoi. Con éste último será vergonzoso trabajar por hazañas personales. Por ende, la areté no tiene posibilidad alguna de involucrarse con lo crematístico. Categóricamente —lo sentencia en La República (siglo IV a. C.)—, en él propiedad y virtud son incompatibles.[121] Tanto en Platón como en Aristóteles (máximos íconos de la virtud clásica) no se concibe ciudadanos mercaderes ni agricultores.[122] En cambio, en el igualmente aristócrata Solón esa aproximación no tendrá por qué afectar a la virtud. Al respecto, Heródoto noveló el encuentro del sabio legislador con Creso. La impresionante opulencia asiática del rey de Lidia no lo alteró. Se mostró imperturbable.[123] A diferencia de Aristóteles (y en concordancia con Jefferson), Solón no le teme a la excesiva riqueza.[124]

No estamos ante un legislador que ex nihilo invierte el panorama. Únicamente lo interpreta, buscando acompañar las cada vez más crecientes demandas de los sectores excluidos no obstante ser numeroso. Escucha los clamores que provenían de los puertos, donde sólo se encuentra a un demos nuevo trabajando (sucedáneo de la plebs romana que se diferenciaba del populus romanus o de la gente nouva bajomedieval, los políticamente segregados popolani, los informales de las “economías sumergidas”).[125] Un demos altamente sospechoso, pues miraban más al mercado que a su propio oficio (prueba de que no eran hijos de Atenea y Hefesto). Innegablemente, he ahí los portadores de una comunidad espiritual (koinonia) extraña al orden tribal por su sola condición de extranjeros (metecos), parias o incluso hasta de esclavos convertidos en productores fabriles.[126] Como consecuencia inmediata, el ciudadano autárquico se diluye como el trueque ante la moneda. Ya no puede vivir por su cuenta. ¿Eso lo convierte en siervo? ¿Depender de otros —al dejar de ser autosuficiente— es síntoma de haber caído en dominación?

 

ESCAPANDO DEL MOLDE CLÁSICO

Fuera de las trampas de la retórica, realmente es factible un vivere civile con gente servil. Si en el rigor de la antigüedad el trabajo era tenido como una carga o hasta una maldición, ya en ese tempo había quienes no le encontraban ningún inconveniente si es que les permitía mejorar su existencia. Si bien es cierto que se respetaba socialmente al que tenía un oficio o profesión (incluso la de pordiosero, por tener la destreza de vivir de otros sin dar nada a cambio), el régimen estamental no los apreciaba formalmente. Se ponderó de mejor manera a los que trabajaban la tierra y el ganado porque el ideal seguía siendo el mundo agrario, lo que concluyó cuando posturas abiertamente reaccionarias comenzaron a repudiar el trabajo físico.

Al hombre del campo se le tuvo tan libre como cualquier noble exento de laborar, hasta el momento en el que se comenzó a discutir su existencia dentro de la ley. Acaso siguiendo la línea de terratenientes y magnates, Aristóteles pedirá que se les margine de la polis al extremo de recomendar —basándose en los ejemplos egipcios y cretenses— que se les esclavice porque eran parte de los que trabajaban con las manos.[127] En su criterio, ese proceder contrariaba a la virtud. En cambio, a los artesanos y mercaderes simplemente se les mantuvo apartados de la comunidad a pesar de su relevancia económica. Ello incluso cuando Jenofonte abogó por su mayor presencia porque su actividad beneficiaba a los atenienses. Así, se perpetuaba la idea de que la economía es un asunto de foráneos que contribuyen a acelerar la división del trabajo en la ciudad.[128]

Esto último en sí informa el apego a los usos más arcaicos de convivencia. Desde ese esquema los egipcios tenían por “hijos de nadie” a los que ofrecían su mano de obra para ayudar en los campos a cambio de un jornal y a los pequeños productores, a quienes todo el mundo tenía derecho a apalear.[129] Esos y otros vejámenes sólo eran posibles porque estamos ante quienes manifestaban lo que en la edad media se llamará codicia servil. Lo que en la democracia norteamericana de inicios del siglo XIX se tuvo como noble y legítima ambición,[130] en la griega ese mismo ímpetu era mal visto porque primaba la pasión (el vientre) sobre la virtud (la cabeza). He aquí los actores más remotos de aquel individuo egoísta de las fantasías de la mano invisible que atormentará a pensadores como Ronald Dworkin.[131]

Como toda innovación legal, Solón generó una hýbris (una alteración de las normas ético-sociales). Rompió el cosmos preestablecido. Para los más celosos guardianes de Atenas, acometió una monstruosidad que sólo podía acarrear más monstruosidades.[132] En su arriesgado parecer, tuvo que ir más allá de las normas para salvar la armonía de la ciudad. Eso es lo que hizo al abolir la esclavitud por deudas, al promover que se aprenda un oficio —rememorará Plutarco que el hijo a quien su padre no haya enseñado un oficio no está obligado a sostenerle en su vejez[133]— y reconocer el derecho a testar. Esto último iba en directa relación con su objetivo de buscar proteger la propiedad de los particulares, la que hasta entonces sólo se daba como privilegio a individuos excepcionales.[134] Como lo rubricó en unos versos de su autoría, la tierra que era esclava y que ahora es libre.[135] Liberalizó el mercado de tierras. Así, no será casualidad que —como lo resaltó Rudolf von Jhering— los romanos acojan en su derecho instituciones de origen griego como hypotheka, hyperocha, antichresis, emphyteusis, arrha, parapherma, antipherna, proxeneticum, syndicus, entre otras.[136]

Al estilo de cualquier moderno promotor de inversiones —tanto que se decretó una declaración anual sobre la procedencia de los medios de vida, bajo pena de muerte si se mentía o se la omitía[137]— Solón buscó garantizar la riqueza empleando el sistema de tres leyes que Hume detectó que son afines a toda “gran sociedad”: la estabilidad de la posesión, la de su transferencia por consentimiento y la del cumplimiento de las promesas.[138] Esa es la razón de su jactancia de haber propiciado el regreso de muchos de sus compatriotas que en su día marcharon a las diferentes colonias ante las malas condiciones que su polis de origen les ofreció inicialmente para emprender.[139] Si advertimos que aún había ciudades griegas donde a los ciudadanos se les obligaba a compartir sus cosechas con la comunidad a la par que tenían garantizadas de forma plena sus propiedades (lo que alegró a Aristóteles[140]), es evidente que el “aprendizaje capitalista” fue sinuoso y duro. Al estar atiborradas de regulaciones, los comportamientos se daban de espaldas a los humores humanos. Impidiendo que estos trasciendan, muchas de esas poblaciones carecen de nombre hasta el día de hoy.[141]

Junto a su reforma “economicista”, Solón modernizó el sistema tribal. En el año 594 a. C. dividió a los ciudadanos en cuatro categorías, según sus riquezas. El objetivo era ver su perfil para acceder a las magistraturas, lo que afectó los privilegios de los aristoi.[142] Sin duda, estamos ante una reestructuración de la constitución. Para lamento de Aristóteles (y de Ferguson), ahora el ciudadano no tiene tiempo para el servicio público.[143] La apuesta patrimonialista era evidente, lo que de por sí delata lo anacrónico de la propuesta colectivista y antimercado de los filósofos clásicos. Y lo fue en grado sumo. Ya en la Atenas clásica el fastidio por atender las exigencias de las magistraturas había llegado a tal nivel que el apartarse de la política se consideró un legítimo proceder ciudadano.[144] Así, cuando entre los siglos IV y III a. C. Epicuro desaconseje inmiscuirse en los temas de gobierno de la polis (por perturbar el alma) ello no será ninguna novedad.[145] No podía serlo. En el siglo V a. C. Anaxágoras se alejó de sus deberes ciudadanos (huía de las asambleas y no quería ser magistrado) a la par que Alcibíades y Platón (dilectos alumnos de Sócrates, maestro de una decena de los “treinta tiranos”) aborrecían abiertamente a su divina ciudad.[146]

Ante esa desconexión por el incremento de la productividad de las actividades privadas, Pericles se vio en la necesidad de introducir un jornal para los miembros de los jurados. En su Constitución de Atenas (hallada en 1890 en papiros egipcios conservados en el Museo Británico[147]), Aristóteles percibió que con esa medida se dio el primer paso para la corrupción del gobierno y la sociedad.[148] En Roma no fue distinto al tornarse demasiado onerosa la guerra para el ciudadano capitalizado de los siglos III y II a. C. Ir a combatir por un botín dejó de ser rentable. Ahora ese oficio podía ser atractivo para sectores sociales carentes de riqueza, quienes al entrar en escena arrastrarán consigo a la propia república.[149]

El haber liderado en Atenas esa magna reforma legal colocó a Solón en un plano superlativo. Bien podemos decir que estamos ante quien asumió la areté como virtù, superando su propia virtus. Todo indica que este aristoi se limitó a compartir la opinión de un sentir de general. Su épica estuvo en escoltar la transformación de la politeia, en aceptar el vivere civile de un demos más amplio que el fraguado por la oligarquía. Así pues, ¿no fue este un proceder análogo al de los founding fathers?

 

LA SOCIEDAD CONTRACTUAL

En el siglo XVIII ningún ilustrado (en sus diversas variantes) obviaba el legado de Solón. Por lo mismo, ¿dónde ubicamos la acusación de Ferguson de que la virtud es antagónica a las sociedades comerciales si lo que el reformador griego hizo fue someter a Atenas a ese influjo?

Es palmario que Ferguson sólo mostraba sus reparos a la luz de un republicanismo petrificado en los textos, lo que de por sí lo mutila. Al abogar por la virtus antes que por la virtù, exhibía una mnemotécnica nostalgia por la polis presolónica. Ya en la propia Atenas los aristoi tuvieron a los lacedemonios como máximo ideal de vida social. Empero el colectivismo de este demos de guerreros y depredadores profesionales no trascendió tanto como la imagen de un pueblo portador de una ética “elevada”, ello a pesar de tener fama de autárquicos y de no cumplir con sus promesas.[150] Una ética tan rigurosa que Terpandro no podía añadirle una cuerda a su lira sin que los éforos se indignen.[151]

No obstante estos escollos antimodernos, Ferguson no verá ninguna incompatibilidad entre el bien de los individuos y el de la humanidad.[152] Como amigo de un Smith que aún no ha publicado su Wealth of Nations, no entiende el proceso económico como un juego de suma cero. No comparte la idea de que no hay ganancia personal en base a la pérdida de terceros. La convicción iusnaturalista de que los bienes del mundo están dados de antemano para el pleno disfrute humano no estará en él ni en ningún ilustrado escocés (también llamados “ilustrados moderados” o “blandos”, en contraste con los “radicales” que abundaban en el continente[153]). Para estos estudiosos el marco institucional era cardinal a la hora de buscar los motivos de una sana y productiva convivencia social. No por accidente el término civilización (siendo Ferguson uno de los primeros en emplearlo[154]) evocaba directamente a la ley, un orden que hace que la cooperación entre los hombres vaya más allá del pequeño grupo de familiares y amigos. Colegían que sólo un buen soporte legal activará la “ayuda” de grandes multitudes de desconocidos y asegurará la paz, la felicidad y la libertad de generaciones futuras.[155] Medirán el grado de desarrollo de las sociedades por este factor. Ninguna acción humana es enteramente completa en sí misma, le es vital el intercambio, sin el cual no podría existir en absoluto la naturaleza humana.[156]

Los contratos se erigen como los máximos soportes del bienestar general, del bien común. Esta preeminencia del libre acuerdo de voluntades conmina a las autoridades a limitar sus prerrogativas. O debería, si es que se sigue la línea trazada por Solón. Ello en Smith será palpable. Su lectura económica irá en la misma senda que su ética y su política, por lo que (a diferencia de Ferguson) no tendrá ojeriza hacia el cosmos del mercader. Siguiendo a Mandeville —pese a que lo calificó de totalmente pernicioso y de exponer que su tesis es errónea (no avalaba que el progreso económico proceda de la avaricia, la vanidad y el amor propio descontrolado, quejándose de que Mandeville parece no hacer distinción entre vicio y virtud)[157]—, ve un sistema moral antes que individuos morales. Devela una estructura que permite que cada particular logre el beneficio común al buscar el propio.

Es cierto que desde el fin de la urbanidad bajomedieval el republicanismo duro sólo podía ser recogido en los libros, salvo que se quisiera meter las narices —entre otras— en las impuras repúblicas de Génova y Venecia. En ambas lo privado hacían lo público, siendo que Pieter de la Court —en su Politike Weerschaal (1661)— buscó llamar la atención de los holandeses ante la “maravilla” genovesa (en preferencia a la veneciana).[158] La radical opción de estas repúblicas por el comercio convertía a Florencia en puritana. Pero en un caso como en otro, el imaginario republicano conservó su principal característica o virtud: su adaptabilidad a los tiempos sin menester de perder su esencia.

Al esquivar este detalle, Ferguson bebió de una fuente antitética a la libertas romana. Tal es como tuvo que forzar sus argumentos para hacerlos calzar con su liberalismo económico, anticipado por Hume y Smith, siendo que éste último lo acusará de plagio.[159]. Sin embargo, ello no siempre fue viable. Esta es la causa de su desencuentro. Si Ferguson consideró a la división del trabajo como promotor de la corrupción, la servidumbre y el despotismo (coincidiendo con Jean-Jacques Rousseau), Smith la ponderó como pilar del progreso. Un progreso que no era una quimera, sino una constatación empírica.[160]

En 1740 el joven Hume había escrito: Nuestra capacidad se incrementa gracias a la división del trabajo.[161] Lejos de disociar al ciudadano con lo público, en esa senda Smith redefinió este último espacio. O mejor dicho, rescató del olvido la certeza de que las sociedades son mercados. Por ende, asumía al gobierno bajo el fin de dar protección al “sistema de libertad natural”.[162] A pesar de lo anotado, Ferguson contribuyó a reemplazar la savia belicista por la mercantil.[163] Ello hará más notorio el desfase de su retórica republicana, plagada de aristotelismo y de quejas descontextualizadas de autores como Tácito.[164]

Ya en su Teoría de los sentimientos morales (1759) Smith había advertido que para el estagirita la virtud consiste en el hábito de la mediocridad conforme a la recta razón.[165] En Ética Nicomáquea Aristóteles no dejaba dudas. Para él e1 placer reside más en la quietud que en el movimiento.[166] Cuando Tácito se lamentaba de la proliferación de la corrupción y de la servidumbre, lo enmarcaba dentro de una sociedad altamente afectada por la venalidad de gobernantes desaforados como Nerón. Curiosamente, los teóricos del republicanismo no repararán en ese detalle.[167] Así, la libertas romanorum que recreen se afectará.

La fobia de Rousseau contra el hombre que satisface sus necesidades y el moderno rechazo al “consumismo” parte de esa libertas que se hace más libre por no comerciar.[168] Por ende, en Aristóteles y en Tácito, como en Rousseau y Ferguson (como en Hannah Arendt y Savonarola) la opulencia y el lujo serán desmesura (la aristotélica pleonexia —el deseo de tener más que otro—, que en Heródoto no es más que la furia de los dioses contra los que sobresalen demasiado) cuando ni en Solón, Smith ni Jefferson (ni en Edmund Burke) ello nunca fue mayor problema.[169]

En el autor del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), la cultura del enriquecimiento altera el alma humana. Cambia al hombre, lo despoja de su naturaleza, lo deforma.[170] En Ferguson esa postura de manual antisistema comparte espacio con la asimilación del evolucionismo cultural de sus compatriotas ilustrados. No en vano publicó en 1758 un Tratado sobre el refinamiento, que luego se transformará en su Ensayo sobre la historia de la sociedad civil. Como se ha visto, en este último trabajo Ferguson ofrece una virtud anexa a la ética personal. Es lo que prefiere. Aunque la aproxima a un nivel institucional, no llega a cruzar la frontera. Aún en él la virtud está en el hombre, no en la ley. A pesar de que habla explícitamente de instituciones, juzgó —como los humanistas bajomedievales— que era preferible exaltar el alma de los ciudadanos.[171] Desde esa espiritualidad —que en Aristóteles (como en Platón) es una dádiva de los dioses sólo para algunos “elegidos”[172]—, la virtud es lo que acarrea la felicidad. Un estado del ser que solo se activa si trasciende lo particular.

Rompiendo ese marco anacrónico, Smith señalará en su libro sobre los sentimientos morales que las dos partes útiles de la filosofía moral son la ética y la jurisprudencia. Comprende que los sistemas de derecho positivo nunca pueden ser considerados sistemas precisos de normas de justicia natural.[173] En lenguaje ilustrado, por justicia natural se entendía el orden que los individuos se daban a sí mismos invocando derechos innatos. Es decir, gozaban de un gobierno natural que el artificial no podía desconocer.

 

EL ORDEN NATURAL

La develación de un sistema autogenerado y natural le permitirá a Smith formular una teoría de la “gran sociedad” que Atenas y Roma desconocieron.[174] Ello a pesar de que el exponente de la simpatía y de la mano invisible también conserva la retórica de la virtus, pero enmarcada dentro de una ambigüedad que le permitió realzar lo patrimonial.[175] Como lo dictaba en sus clases de jurisprudencia, para él la propiedad era el pilar de la justicia.[176]

Al influjo de este factor, Inglaterra requirió más de la virtù que de la virtus. Liberada de la carga de la servidumbre desde fines de la edad media (como el resto de la Europa cristiana), los ingleses contaron con un sustrato humano e institucional ad hoc para —según Montesquieu— seguir las huellas dejadas por Tiro, Cartago, Atenas, Marsella, Florencia, Venecia y Holanda.[177] No obstante estar sometida a una monarquía que ahogaba la posibilidad del autogobierno, la constitución le reconoció al pueblo inglés un vivere libero de dimensiones mayores a la de cualquier otra nación adscrita a los valores republicanos. Gozaba de una legalidad independiente del estado, anterior y superior. Aunque para Maquiavelo y Jefferson la existencia de un rey y su corte palaciega desdibujaban todo asomo de libertad, lo cierto es que la flaca lealtad de la servidumbre que muchos veían proliferar se iba robusteciendo con el crecimiento económico.[178] Léase, no era ya tan flaca ni tan servidumbre.

Hacia 1600 el recuerdo de la otrora poderosa república de Venecia invitó a William Shakespeare a recrear un mercader que advertía que el dux anteponía las garantías comerciales a cualquier otra consideración. Centuria y media después, Voltaire escribirá que un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que le plazca.[179] Para Montesquieu es el pueblo que mejor ha sabido favorecerse de la religión, el comercio y la libertad.[180] Según Tocqueville, desde los sirios hasta los florentinos y los ingleses no se puede citar un solo pueblo industrioso y comercial que no haya sido un pueblo libre. Remarcando: Hay, pues, un estrecho lazo y una relación necesaria entre estas dos cosas.[181]

Si recordamos que Locke se elevó como el máximo defensor de los derechos patrimoniales y del contractualismo a fines del siglo XVII, es de intuir el nivel de arraigo de ambas instituciones y del por qué ello se replicó con suma facilidad en Norteamérica. Frente a estos soportes, se derretía una vez más el argumento de que la mutua dependencia y las recíprocas necesidades esclavizan. Si en el Nuevo Mundo anglosajón la abundancia de tierra disponible (por la escasa presencia indígena y su aún menor capacidad de resistir al invasor) facilitó el alto número de propietarios y el que los arrendatarios sean escasos,[182] en Inglaterra ese mismo escenario era el inverso: si inicialmente había escasos propietarios y pocos arrendatarios, la capitalización de la sociedad hizo que el número de éstos últimos aumente considerablemente. Así pues, serán los argumentos de Locke los que mejor expresen la novedosa dinámica de asumir las relaciones humanas. Aquella “lógica de la cooperación” que también intrigó a Thomas Hobbes desde los contratos.[183] El hasta ese momento hegemónico Aristóteles había enseñado que el auténtico ciudadano no necesitaba recurrir a los contratos porque afectaba su libertad, lo hacía caer en servidumbre.[184] Cierto es que este pensador también había indicado que a mayor movilidad social más sólida era la estabilidad de la sociedad, pero su predilección autárquica lo invitó a un orden calmo y altamente predecible. Esa fue la razón por la que consideró a la moneda como una perversión del orden natural. Bajo ese rigor anticrematístico, se lamenta: El médico ya no cobra por curar, sino que cura para cobrar.[185]

Los autores de la antigüedad estaban convencidos que quien paga un jornal y quien lo recibe no se diferencian del amo y del esclavo.[186] Por ello la autoridad de Cicerón demostraba toda su desubicación si es que se la empleaba para indicar que recibir un salario por vender trabajo era servidumbre. Le eran denigrantes tanto el oficio que no se disfruta como el que recurre a la seducción (publicidad) para atraer compradores. Como Platón y Aristóteles, tuvo como indigno que un hombre libre sea un asalariado (para el estagirita, hasta lo embrutecía).[187] Pero en la baja edad media esa desconexión entre autoridades bibliográficas y las economías emergentes conminó a utilizar la alegoría de la diosa-ramera de lo impredecible: la Fortuna.[188] Tal es como aceptaron el lucro.

Hacia la primera parte del siglo XV Poggio Bracciolini escribirá De varietate fortune para narrar una dinámica que acompañó a las urbes mercantiles desde sus más remotos días.[189] Esa fue su forma de acogerla, de sobrellevar la carga de costumbres inestables del vaivén del “teatro del mundo”. No es menester avanzar hasta el norteamericano Noah Webster para toparnos con quien clame que la verdadera alma de la república es la propiedad antes que la virtud del individuo.[190] En De avaricia y lujo (1429) Poggio había sentenciado que el dinero es el nervio de la vida en una república, y que quienes aman el dinero son los fundamentos mismos de la propia república.[191] Pero el más extremista de todos será el cretense Giorgio de Trebisonda, abierto enemigo de Platón y de la comunidad de bienes.[192] En general: «Los humanistas van a mantener una actitud positiva hacia la riqueza».[193]

En su República Cicerón se queja de la veleidad de la fortuna. Pero en De officcis admite tanto el gran poder de ésta como la capacidad de los hombres para alcanzar los mayores (y peores) logros a su sombra.[194] Como se desprende, los defectos de la modernidad serán los de la antigüedad. Si vemos hombres libres trabajando fuera del manual de lo correcto, el problema no estará en los hombres libres trabajando. Obviamente, el problema estará en el manual.

Cuando el estoicismo aparezca en escena, le proporcionará a la sociedad contractual (u orden o sistema natural) la necesaria justificación moral que la ética helenística clásica no le daba.[195] Sus defensores abogarán que la sola condición humana iguala, lo que marcaba distancias con la antropología de Aristóteles.[196] De inicio, esta filosofía no aceptaba que un hombre pueda poseer a otro hombre como una cosa. Lo tiene como contra natura, porque considera a la criatura humana soberana. Así, la relación laboral o comercial no los puede encadenar. No se sociabiliza para perder humanidad, sino para incrementarla. Al ser partes autónomas en sus decisiones, cada quien salvaguardará la libertad que le ha permite pactar con tantas personas como les sea posible. Sin dioses a cuestas, el hombre ejerce ahora el control de su pequeña humanidad. Ante ese suceso, la polis se hace pedazos.[197]

Como dice Veyne, a los estoicos les gustaban los contratos.[198] Esta es la base de aquella sabiduría latente de la que habló Burke.[199] Cuando Tocqueville anote que la idea de los derechos no es otra cosa que la idea de la virtud introducida en el mundo político, estará recordando que la gran novedad del siglo XVIII fue que el viejo anhelo de la igualdad estaba más cerca que nunca bajo la premisa estoica de que todos los seres humanos son moralmente semejantes entre sí —donde no hay lugar para los grandes personajes épicos—.[200] Por ende, la ausencia de una adecuada estructura jurídica y social para el auxilio y colaboración impersonal hará escasa la posibilidad de que la sociedad se beneficie de los comportamientos virtuosos.

Si en la antigüedad Cicerón comprendió que el problema de la libertad es un problema jurídico, será ineludible que sus seguidores de las centurias que venideras piensen lo mismo.[201] En el caso de los founding fathers, ello fue por demás evidente. Se tenían como herederos del legado romano, siendo que desde esa estela procedieron a defender un modus vivendi que fue forjado siglo y medio antes de emanciparse por emprendedores de diferentes regiones de Europa. Verdad que los inmigrantes ingleses marcaron la pauta, pero estuvieron lejos de ser los únicos. También arribaron —entre los más numerosos— suecos, alemanes, italianos, irlandeses, holandeses, franceses y escoceses. Incluso la presencia de españoles en la región los precedía. Cada uno de los individuos de estas y otras nacionalidades buscaron vivir conforme a la naturaleza. Para el medieval Thomas Moro (o More) ello era igual a “vivir conforme a Dios”, lo que le equivalía a vivir de acuerdo a la virtud.[202] En cambio para el moderno Spinoza esa natura lo lanza al campo de la etología, por lo que Gilles Deleuze dirá que su Ética invita a ver al ser humano a un pleno estado animal.[203] Lo que nos hace volver la mirada a Tácito, para quien la libertad más auténtica (natural) es la que se hallaba en los bosques germanos. A decir de Montesquieu (siempre siguiendo a Tácito), ese áspero vergel es el origen de la Constitución de Inglaterra.[204]

Con la inevitable pugna inicial entre individuos de costumbres morales y legales variopintas, esa conjunción multinacional de voluntades apuntaló una coexistencia basada en la propiedad, el trabajo, los contratos y el autogobierno. Estamos ante hombres que se forjaron en la rudeza de un entorno tan interesante como agreste, el escenario donde el pionnier formó su virtù. Esa manera de ser que los antiguos rescataban en las conductas de la gente sencilla y piadosa del mundo agrario y guerrero que ahora se activaba con el comercio. Estos son los pilares que los founding fathers respetarán sin titubeos. En ese sentido, sólo anhelaron perennizar un orden que le daba a cada quien la posibilidad de agenciarse su personal camino a la felicidad elevando su nivel de vida. El gobierno que funden se ceñirá a esa pauta. En palabras de Burke: no podéis guiar la fortuna de vuestro país, sino que tenéis que limitarnos a seguirla.[205] La dispersión de talentos será su garantía de éxito.

Si Florencia no podía depender del conocimiento y la virtud de uno o de un pequeño número de hombres, ni de una continuidad inmemorial de costumbres, ello no será distinto en Estados Unidos. En esencia, ambas compartían análogo entramado de relaciones entre las virtudes que ejercían el poder. Participaban de la misma constitución o politeia.[206] No aceptaban una felicidad oficial. Así evitaban que los fracasos carecieran del peso que suele acompañar a un único gran fracaso. Tal es como se limitaron a adaptar la naciente administración a sus costumbres políticas. Para Forrest McDonald esto último no fue más que resultado de la directa influencia de Montesquieu. Indicaba que los ideólogos republicanos de Norteamérica podían recitar los puntos básicos de su doctrina como si fuese ésta un catecismo.[207]

 

LA CIENCIA DE LA VIRTUD

Siendo que la Ilustración contribuyó a elevar el tema de la igualdad en el plano moral a través de la noción de los “derechos universales”, era lógico que ese reclamo se desplace al campo jurídico y busque —como con Solón— derribar un “derecho sagrado” para reemplazarlo por otro—. Y en esa tarea civilizadora, el aporte de Montesquieu fue superlativo.

El sólo hecho de equiparar a un legislador con un filósofo[208] nos informa de la relevancia que había alcanzado la opinión pública. Si ésta fue importante para las reformas de Solón, mayor será su peso en el siglo XVIII. No en vano se estaba en el “siglo de las luces”, un tempo que inaugura una dimensión de acceso a la información y de apertura al debate ciudadano que marcará la pauta de lo moderno. El ascendiente de Montesquieu fue categórico. Consciente de una ciudadanía cada vez más extendida y tocado por el De l’esprit des lois (1748) como el que más, Smith pretenderá coronar su obra con un tratado sobre the theory of jurisprudence que nunca llegará. Como lo confiesa en 1790 —a raíz de la publicación de la sexta edición de The Theory of Moral Sentiments—, ofreció dedicarse a redactar ese estudio que he proyectado por mucho tiempo.[209] Así las cosas, estamos ante quien juzgó que sin libertades ni leyes efectivas los hombres no eran capaces de brindar su mayor virtud. ¿Una virtud basada en la mera conveniencia en los mercados?

En la Política Aristóteles había establecido que el fin de la ciudad es el vivir bien, que la comunidad existe con el fin de las buenas acciones y no de la convivencia.[210] Concibe que ceñirse únicamente a propósitos económicos y de defensa no activa una verdadera polis, puesto que está designada exclusivamente para un propósito angosto.[211] Los asuntos mercantiles no entraban en su elevada noción de discusión pública. No ve posibilidad de deliberación alguna en ese orden. Claro, deliberación sobre temas filosóficos (teoréticos). En cambio, en Cicerón las obligaciones de la justicia serán preferidas a las de la prudencia, porque en ella se constituye el bien de la común utilidad, que debe llevarnos el primer cuidado.[212] Para él la república surgió para salvaguardar la igual participación de derechos. Obviamente, derechos patrimoniales.[213]

Sobre ese último legado Harrington rescatará el principio de que el equilibrio del poder depende de la propiedad, lo que lo llevó a pronosticar que la monarquía en Inglaterra no volvería a instaurarse.[214] Como hobbesiano y platónico moderno, consideró que la república (la de Oliver Cromwell, que fue una dictadura) era la mejor garantía para esa institución. Ya en plena monarquía revivida, Locke condicionará la legitimidad de la corona a su capacidad de respetar propiedades. A su parecer, la sociedad no es más que un contrato entre propietarios.[215] Un punto de vista que los ilustrados escoceses tomarán para sí. En términos duros: a los hombres no les unen ya más que los intereses, no las ideas.[216] Esto será notorio en Norteamérica. Medio siglo después de las diferencias entre Hamilton y Jefferson, Tocqueville observó que no hay otro país en el mundo civilizado que se ocupe menos de la filosofía que los Estados Unidos.[217] A ojos vista, un detalle difícil de digerir para un ilustrado. Mas no para un “romano”. Empero, ¿no había dicho Maquiavelo (como antaño Polibio) que si se quiere que una república viva largo tiempo había que retraerla a sus principios?[218]

A pesar de decir que Estados Unidos es uno de los países del mundo donde menos se estudia, Tocqueville juzgó que la fijeza en determinadas ideas muy bien podían colocar a sus ciudadanos como los mejores seguidores de los preceptos de Descartes. A su parecer, casi todos los habitantes de ese país encauzan sus pensamientos de la misma manera y los desarrollan conforme a iguales principios.[219] Principios que no eran otros que los del individualismo, tan caros para una república adscrita al comercio y a la movilidad social. Una nación que no sabe de estamentos ni de privilegios, donde jamás conocieron la relación recíproca del inferior y amo, y como ni se temen ni se aborrecen, tampoco han necesitado recurrir nunca al soberano para que dirigiera sus asuntos.[220] Concretamente, aquí la dinámica de la igualdad había forjado un concierto que terminaba enrostrando al que más que las libertades formales y las reales distaban mucho de ser contradictoras.[221] Un bagaje de axiomas aprendidos en las faenas cotidianas, tan firmemente arraigados (institucionalizados) que en su contra ni escritos ni discursos sirven para nada. Por ello, no necesitaron recurrir a los libros para encontrar su propio método filosófico, lo han encontrado en sí mismos.[222] Una característica que Hayek advirtió en los ingleses de los siglos XVII y XVIII, describiéndolos como poco dados a la especulación sobre principios generales a la par que en su desenvolvimiento social mostraron moverse a su influjo.[223] ¿He aquí la manifestación de la “antigua prudencia” o “sabiduría práctica” que los griegos denominaron phrónesis?[224]

La rusticidad de la generalidad de los estadounidenses con los que se topó Tocqueville le hizo concluir que no estaba ante un pueblo de virtuosos. Sin embargo, son libres.[225] Por su intermedio, superaron su puritanismo. Lo convirtieron en justificador de sus logros materiales.[226]

Para un aristócrata europeo no ser virtuoso pero sí ser libre obligaba a precisar, sobre todo si dicho personaje es un liberal. Así pues, la disección es necesaria. Y al hacerla Tocqueville plantea que la antigua virtud aristocrática ha sido reemplazada por una democrática, que es la que ve en Norteamérica in extenso.[227] Allí —le escribe a Pierre-Paul Royer-Collard en 1838—, se está ante un egoísmo unido a un cierto número de virtudes privadas y cualidades domésticas cuyo conjunto hace de ellos hombres honestos, pero pobres ciudadanos.[228] Aclarando a los malos lectores de Montesquieu, Tocqueville resaltará que la virtud es esencial para la existencia de una república. Colige que el barón la tiene como el poder moral que ejerce cada individuo sobre él mismo y que le impide violar el derecho de los otros.[229] Y no se refiere a aquella virtus que se acomodaba a la élite de príncipes y guerreros que desprecian los negocios, sino a una virtud adscrita a un sistema antes que a específicas personas. Advierte que ahora la virtud está en la sociedad toda, no en ciertos hombres.

Tocqueville anotó que Montesquieu se percató de esa novedad, aunque al explicarla hablase de la antigua virtud.[230] Otra vez nos topamos con el uso de una retórica a la que le cuesta mucho sacudirse de una semántica afín a un ancien régime muy ancien, la que enturbia la comprensión de un mundo cada vez más nouveau. Como Tomás de Aquino, Montesquieu puso el amor a la patria como la mayor virtud de una república.[231] La carga atávica es innegable, pero a la vez ello no afecta que en ese mayúsculo apego también esté inserto el viejo amor por la igualdad. Realmente éste era el núcleo de aquella virtud, la que es el principio de la acción en una república.[232] Como precisa Pedro Cerezo Galán: «La patria, a que se refiere Montesquieu, no es más que la comunidad de ciudadanos, que en cuanto seres libres e iguales, viven bajo el patrocinio de la ley y en el respeto a la misma.»[233] Incluso, resalta Jean Starobinski: Montesquieu estaba dispuesto a subordinar el interés de la patria al de la humanidad.[234]

Abiertamente se está ante la consciencia de tener derechos, la que activa una ciudadanía capaz de autogobernarse tanto como de oponerse a toda peligrosa concentración de poder.[235] En su tratado sobre los sentimientos morales Smith argumentó de igual forma. Como indiscutible legado estoico, el amor al país se demostraba respetando la constitución y contribuyendo a la seguridad y felicidad ciudadana.[236] En su ensayo sobre el comercio de 1752, Hume había indicado que el amor a la patria crece cuando hay más gente en la nación.[237] Coincidiendo, Denis Diderot afirmó en el artículo Citoyen de su enciclopedia que cuando un gobernante más considera a cada uno igual ante la ley, mejor sirve a la voluntad general.[238]

A pesar de estar dentro de la ilustración moderada, el poner la virtud en la ley y no en los hombres hizo que Del espíritu de las leyes fuera condenado por la iglesia católica apenas salió a la luz. Los jesuitas que promovieron la sanción tildaron el texto de spinozista, a lo que Montesquieu respondió no había nada de eso.[239] Y no mentía, la igualdad que abogada tenía una fuente mucho más remota: el republicanismo. Su pecado estuvo en ponerlo al día.

 

LA INCOMPRENSIÓN DE LA VIRTUD

La apuesta de Montesquieu por la nomocracia (el “imperio de la ley”, un bien preciado para Heródoto[240]) lo terminará alzando como el mayor exponente de la sciencie of virtue.[241] Por su intermedio, el tema será redirigido a un tipo de individuo no precisamente principesco. Se apuntalará la idea de una legislación capaz de salvaguardar las potenciales virtudes de un universo de actores más amplio que al hasta entonces tenido como virtuoso.

Ello no será distinto en el plano moral. Smith ofrecerá una lectura equivalentemente generosa (propiamente liberal) de lo virtuoso. A diferencia de Aristóteles, no estamos ante el filósofo que educa a un aristoi. No, Smith se enfrenta a un alumnado disperso, que es el que brota de una sociedad competitiva. Así, la virtud en sentido clásico sucumbe para dar paso a una visión institucional (y hasta psicológica). Ahora el detalle no estará en dar lecciones de comportamiento al futuro soberano, sino en aprehender las lecciones del nuevo soberano: la sociedad comercial. Rápidamente, brotó un afán constitucionalista que cruzará fronteras. Aunque con idéntica premura también aparecerán quienes busquen “remedios” para superar ese afán de frenos al poder que independiza a la sociedad. En palabras de Smith, es el asomo del “hombre doctrinario”, ese grupo selecto de auténticos y firmes admiradores del saber y la virtud.[242] Como sentenció Aron, la sociología y el socialismo surgirán de esa pretensión ideocrática que —al igual que la teocracia, que es su alter ego— detesta el caos.[243] Y ya que no hay mayor “caos” que el orden que no se entiende, ¿qué difícil es asumir que la libertad significa confiar en cierta medida nuestro destino a fuerzas que escapan a nuestro control?[244]

En Francia esa confianza en la libertad no abundará. Como anotó Robert Darnton, en ese país buscar fortuna era un eufemismo de pedir limosna.[245] Por eso no fue casualidad que se convirtiera en centro de la resistencia intelectual contra la propiedad privada a fines del siglo XVIII. El que los jacobinos de 1789 jamás hayan sido los exponentes de clases en ascenso, sino de clases implicadas en un proceso de decadencia social, explica muy bien su repulsa anticomercial.[246] Estos fueron los que reaccionaron amargamente ante las leyes de libre contratación laboral de Napoleón Bonaparte, pues no soportaban la idea que un ciudadano “se venda”.[247] Vieron en esa apertura corrupción antes que virtud. Según su desactualizado republicanismo, eso era una forma de esclavitud. Así pues, fueron los girondinos los que representaban a los sectores emergentes. Éstos eran los que encarnaban a los reformadores de inclinaciones solónicas.

Con un alto nivel demográfico a cuestas (fenómeno igual al del resto de Europa)[248] y una institucionalidad reacia a la libre empresa, Francia estuvo inmersa en una severa crisis social que hizo que sensibilidades como las de Rousseau redireccionen la virtud hacia la caridad pública. A partir de él toda reflexión deberá de estar precedida por el principio de la piedad.[249] Con anterioridad, Voltaire reconvirtió la virtud en caridad y beneficencia. Si advertimos que Livio había resaltado que Numa Pompilio (segundo rey de Roma) actuaba bajo ese canon,[250] no es nada complicado comprobar la apuesta asistencialista de esta visión. El poder vuelve a tener un efecto terapéutico. El legislador pasa a ser visto como un magno sanador de males sociales.

Cuando Cicerón remarcó que la liberalidad y la beneficencia eran afines a la naturaleza humana, hacía la salvedad que sin justicia esas virtudes pierden sustancia.[251] Y lo remarcó a propósito de las arbitrarias expropiaciones de Lucio Cornerlio Sila y Julio César, las que luego cayeron en manos de sus partidarios. En idéntico sentido, Juan Luis Vives precisó que la limosna es agradable al Señor si se hace de lo legítimo y de los bienes bien adquiridos.[252] Ese era el tenor de Mandeville con respecto a la piedad, la más sociable de nuestras pasiones. De ese modo, el más descarnado apologista del egoísmo de la ilustración asentía que este tenía límites, que no podía ser excusa para violar las leyes y menoscabar la justicia.[253] Por lo mismo, serán éstas últimas las que hagan viable la salud cívica de la sociedad. En esa medida —rubricará Smith—, podrá ser la beneficencia o sus sucedáneos el adorno que embellece el edificio, mas no la base que lo sostiene. Esa función le corresponde a la justicia. Es ella el pilar fundamental en el que se apoya todo el edificio.[254]

 

CONCLUSIÓN

En el segundo volumen de La democracia en América (1840), Tocqueville observó que cuando el mundo era regido por un pequeño número de individuos poderosos y ricos, éstos gustaban de formarse una idea sublime de los deberes del hombre.[255] Pero —como él mismo resaltó— la indagación de los moralistas sobre la forma de cómo los intereses individuales desembocan en el bien de todos rompió la pretensión de esos poderosos y ricos.

La alusión a los ilustrados escoceses es evidente. ¿No fue uno de estos el que dijo que no era por la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero, sino de sus miras al interés propio que conseguimos nuestros alimentos?[256] Por ende, es imposible soslayar las dudas cuando alguien se presenta como un defensor del interés público antes que del suyo. Debe de ser por ello que Smith nunca supo de un gran beneficio provocado por los que proclaman comerciar en favor del bien común.[257]

Tocqueville y Smith compartieron idéntica fascinación por lo que vieron: la expansión del comercio libre, el emprendedurismo generalizado, la movilidad social, la mejora de los niveles de vida y la importancia de las instituciones. Para ambos la prosperidad estaba en esos factores. Si Tocqueville fue cautivado por esa nueva forma de democracia que conminaba a replantear las lecturas políticas, Smith (como el abate Raynal) se asombrará de la rapidez del progreso de las colonias inglesas de la América septentrional.[258] De forma categórica, dirá: Más libertades tenían los colonos americanos que los mismos ingleses en la matriz: sus costumbres eran republicanas y sus gobiernos correspondían a sus costumbres.[259] Con todo, los Estados Unidos e Inglaterra (la “fábrica del mundo”, a decir de los sansimonianos) se acogieron a instituciones que apuntalaban los acuerdos voluntarios, los que desde la segunda mitad del siglo XVIII habían fructificado a un grado nunca antes conocido. Ese nivel de cooperación social fue tan significativo que John Stuart Mill sentenció en 1836 que ella nos da el modo más preciso de comprobar el progreso de una civilización.[260] Sin plan ni concierto previo, millones de seres humanos daban vida a todo un nuevo orden buscando atender sus propios intereses.

Con orgullo Herbert Spencer recordará que instrumentos como el Habeas Corpus Act de 1679, los Non-Resisting Test Bill de 1675 y el Bill of Rights de 1689 reforzaban la cooperación voluntaria restringiendo la obligatoria.[261] Exhibía las bondades de una legalidad que —paradójicamente— a fines del siglo XIX comienza a ser tenida como anacrónica. Sin duda, la resistencia a admitir un sistema impersonal de “control social” se ha debido siempre a un infundado temor contra los poseedores de derechos. El no poder direccionarlos invita a verlos como congénitamente anárquicos y disociadores. Lo tienen como un defecto antes que como una virtud. Que sean los individuos los que den rienda suelta a sus singulares inventivas y que ejerzan libertades antes que mandatos rompía con la idea de un vivere civile altamente deformado por autores como el humanista del siglo XVI Antonio Brucioli, quien añoraba un orden predecible, tribal y xenofóbico.[262] La sola mención de esas características nos informa del clamor por una civitas de escasa movilidad social.

Asumir que las sociedades comerciales son consecuencia de una multiplicidad de conductas autorreguladas informa en sí de un concierto altamente complejo, que permite que personas desconocidas se interrelacionen al margen de los dictados de la autoridad. Es esta una armonía surgida de una serie de pautas que los individuos siguen desde un silencioso, remoto y sempiterno proceso de ensayo-error. Como se infiere, aquí el único legislador es la sociedad. Ninguna inteligencia particular ni comité de sabios da vida a este orden.[263] Siguiendo a Solón, lo inteligente estará en acomodarse a esos derechos y leyes que se van imponiendo y reclama su espacio.

Este sistema no puede ser comparado al de una asociación deliberadamente establecida por sus miembros, por ello sus normas carecen de un fin determinado. Todo lo contrario, refuerzan múltiples fines. Al ir en directa consonancia con el precepto de que cada particular debe ir en la búsqueda de su propia felicidad, el único objetivo que asoma es el de garantizar a todos esa búsqueda y los logros que ella produzca. Como dijo Hayek, este es el gran tema que movió a la ilustración escocesa.[264] La imposibilidad de conocerlo todo y el vivir en la ignorancia es lo que invita a una libertad burguesa. Contra lo que enseñó Aristóteles, aquí la felicidad no se contempla. Si para este maestro de generaciones a lo largo de más de dos milenios el hombre no requiere de muchos y grandes bienes externos para ser feliz,[265] ahora la vida plena no se entiende sin los negocios, la riqueza ni la diversión. En palabras de Hume, donde prevalecen la corrupción, la venalidad y la rapiña; florecen artes y manufacturas, comercios y agricultura.[266]

De la virtud del desinterés se pasó a la del interés. Este es el magno descubrimiento de la economía política clásica, el que siempre estuvo inserto en el discurso republicano. ¿No es eso lo que Maquiavelo —en el proemio de su Istorie fiorentine— rememoró cuando hizo referencia a que tanta era la virtù de aquellos ciudadanos y el poder de su ingenio y su empeño en hacerse grandes y engrandecer a su patria? Esta explosión de vitalidad emprendedora será el verdadero motor de lo publicum. He aquí el motivo de por qué Maquiavelo (seguido por Montesquieu, Hume y Rousseau, no obstante las diferencias con éste último[267]) prefirió la antigua religión de los romanos al cristianismo. Coincidiendo con los días iniciales de la reforma protestante, encontró que ese credo colisionaba con el vigor de la ciudadanía republicana, que junto con la filosofía antigua era perjudicial. A su entender, la predilección de la Iglesia por la humildad y por la vida contemplativa arrastraban un indudable desprecio por lo humano y las libertades que esa humanidad exige. Conocido aficionado a los placeres mundanos y a los espíritus proactivos, coligó que el cristianismo ha debilitado al mundo y lo ha convertido en presa de los malvados.[268]

Como Hamilton, Maquiavelo también ponderó a la corrupción de forma positiva. Empero, los milenios de lecciones personalizadas de cómo descubrir la virtud en el interior de uno mismo no se iban a borran de súbito. Con todo, la democratización del otrora “don de pocos” fue a la par de la decadencia del tema de lo virtuoso a términos del siglo XVIII. Aceleradamente pasa a ser una antigualla cuando apenas algunos pensadores comenzaban a colocar su existencia en un espectro de virtuosos más abierto. Tal es como se verá el experimento de los founding fathers con aspereza o incredulidad. Sin paradojas, la “gran sociedad” es hechura de una infinidad de pequeñas proezas que por ser precisamente “pequeñas” han activado la repulsa de quienes no la comprenden porque simplemente no la entienden. En rigor de los antiguos, estos críticos conciben que lo imperante es injusto y engañoso dado que desborda su imaginario. En su carencia de humildad, juzgan que esa ausencia de telos es la palmaria muestra de un todo irracional. Por ende, sólo conciben un verdadero vivere civile si es que este ha sido pauteado de antemano.

NOTAS

[1] Vid. Forrest McDonald, Novus Ordo Seclorum. Los orígenes intelectuales de la Constitución Norteamericana, trad. Aníbal Leal, Fraterna, Buenos Aires, 1991, pp. 172-173 y John M. Murrin, «Escaping Perfidious Albion: Federalism, Fear of Aristocracy, and the Democratization of Corruption in Postrevolutionary America», en Richard K. Matthews, (ed.), Virtue, Corruption, and Self-interest: Political Values in the Eighteenth Century, Leigh University Press, Bethlehem, Pennsylvania, 1994, p. 105. Cfr. David Liss, Los rebeldes de Filadelfia, trad. Montserrat Gurgui Martínez y Hernán Sabaté Vargas, DeBolsillo, Barcelona, 2011, p. 89.

[2] David Liss, op. cit., p. 57.

[3] Cit. Lucien Jaume, Tocqueville. Los orígenes aristocráticos de la libertad. Una biografía intelectual, trad. Nere Basabe Martínez, Tecnos, Madrid, 2015, p. 371, n. 169.

[4] E. P. Thompson, Costumbres en común, trad. Jordi Beltrán y Eva Rodríguez, Crítica, Barcelona, 1995, pp. 37 y 111.

[5] David Liss, op. cit., pp. 10-11.

[6] Cit. Richard Pipes, Propiedad y libertad. Dos conceptos inseparables a lo largo de la historia, trad. Josefina de Diego, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002, p. 32.

[7] Vid. Thomas Jefferson, «Las anotaciones», en op. cit., trad. Manuel Sáenz de Heredia, pp. 106 y 116 y Gore Vidal, La invención de una nación. Washington, Adams y Jefferson, trad. Jaime Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2004, pp. 95 y 110.

[8] Vid. Thomas Jefferson, «[Carta al Dr. Benjamin Rush. Monticello, 16 de enero de 1811]», en op. cit., trad. Antonio Escohotado, p. 509.

[9] J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, trad. Marta Vázquez-Pimentel y Eloy García, Tecnos, Madrid, 2008, p. 636.

[10] Vid. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Vol. II, Sarpe, Madrid, 1984, p. 250.

[11] Cfr. María Cristina Ríos Espinosa, «Bernard Mandeville: La ética del mercado y la desigualdad social como base del progreso moderno», en EN-CLAVES del pensamiento, Vol. I, N°, 1, junio 2007, p. 16, n. 3.

[12] Cfr. Rudi Verburg, «The Dutch background of Bernard Mandeville’s thought: escaping the Procrustean bed of neo-Augustinianism», en Erasmus Journal for Philosophy and Economics, Vol. 9, Issue 1, Spring, 2016, p. 36.

[13] Vid. Marco Tulio Cicerón, «Los oficios», en Tratados morales, trad. Marcelino Menéndez y Pelayo, M. de Valbuena y Gallegos Roca Full, Clásicos Jackson, Vol. XXIV, W. M. México, D. F., 1963, III, XXXIII.

[14] Cit. Alain Peyrefitte, La sociedad de la confianza. Ensayo sobre los orígenes y la naturaleza del desarrollo, trad. Pierre Jacomet, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1996, p. 255.

[15] Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, trad. Amelia Valcárcel, Crítica, Barcelona, 2004, pp. 213 y 242.

[16] Vid. Bernard Williams, «El legado de la filosofía griega», en El sentido del pasado. Ensayos de historia de la filosofía, trad. Adolfo García de la Sienra, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2012, p. 66.

[17] Cfr. J. G. A. Pocock, op. cit., postscriptum, p. 674.

[18] Polibio, Historias, Libros I-IV, trad. Manuel Balasch Recort, Gredos, Madrid, 1981, I, 4, 4-5.

[19] Cfr. Quentin Skinner, Maquiavelo, trad. Manuel Benavides, Alianza Editorial, Madrid, 2008, pp. 39-40 y 78 y Nicolás Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio, trad. Ana Martínez Arancón, Alianza Editorial, Madrid, 2005, p. 191. Vid. Alexis de Tocqueville, op. cit., pp. 107-108 y Ludwig von Mises, La acción humana. Tratado de economía, trad. Joaquín Reig Albiol, Unión Editorial, Madrid, 1986, pp. 264-265.

[20] Nicolás Maquiavelo, op. cit., pp. 191 y 194. Cfr. Claudia Hilb, «Maquiavelo, la república y la “virtù”», en Tomás Várnagy (comp.), Fortuna y Virtud en la República democrática. Ensayos sobre Maquiavelo, CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2000, p. 129.

[21] Vid. Pierre Aubenque, La prudencia en Aristóteles, trad. María José Torres Gómez-Pallete, Crítica, Barcelona, 1999, pp. 111-112 y 123 y Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, trad. Joaquín Xirau y Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1996, pp. 497 y 549-550.

[22] Pierre Aubenque, op. cit., p. 8.

[23] J. G. A. Pocock, op. cit., postscriptum, p. 669.

[24] Nicolás Maquiavelo, op. cit., p. 184. Cfr. Pierre Grimal, Los extravíos de la libertad, trad. Alberto Bixio, Gedisa, Barcelona, 1998, p. 41 y Jean Bodin, Los seis libros de la República, trad. Pedro Bravo Gala, Tecnos, Madrid, 2010, p. 192.

[25] J. G. A. Pocock, op. cit., postscriptum, pp. 667-668 y 674 y Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, trad. Vidal Peña, Orbis, Madrid, 1980, IV, VIII.

[26] Cfr. Nicolás Maquiavelo, op. cit., pp. 198 y 290 y J. G. A. Pocock, op. cit., p. 668.

[27] Nicolás Maquiavelo, Historia de Florencia, trad. Félix Fernández Murga, Tecnos, Madrid, 2009, IV, I.

[28] Cfr. Quentin Skinner, op. cit., pp. 88-89.

[29] Vid. Id., p. 60.

[30] Vid. Gore Vidal, op. cit., pp. 22-23, 39 y 152-153.

[31] Cfr. Alexis de Tocqueville, op. cit., pp. 198-199.

[32] Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, Liberty Fund, Indianapolis, 1984, p. 55.

[33] Vid. Gore Vidal, op. cit., p. 22.

[34] Cit. Quentin Skinner, op. cit., p. 52.

[35] Paul Veyne, Séneca y el estoicismo, trad. Mónica Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1996, p. 257.

[36] Alexander, Hamilton, John Jay y James Madison, The Federalist, Liberty Fund, Indianapolis, 2001, p. 43.

[37] Nicolás Maquiavelo, op. cit., II, XXV.

[38] J. G. A. Pocock, op. cit., postscriptum, pp. 671-672.

[39] Paul A. Rahe, Against Throne and Altar. Machiavelli and Political Theory Under the English Republic, Cambridge University Press, Cambridge, 2008, p. 30.

[40] James Hankins, Virtue Politics. Soulcraft and Statecraft in Renaissance Italy, Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 2019, pp. 466-467.

[41] Maurizio Viroli, De la política a la razón de estado. La adquisición y transformación del lenguaje político (1250-1600), trad. Sandra Chaparro Martínez, Akal, Madrid, 2009, p. 267.

[42] J. G. A. Pocock, op. cit., p. 408.

[43] Cfr. Maurizio Viroli, op. cit., pp. 257, 263-264 y 267. Vid. J. G. A. Pocock, op. cit., pp. 381-382, 394 y 398-399.

[44] Cit. Fernando Savater, «El amor propio y la fundamentación de los valores», en Revista del Centro de Estudios Constitucionales, N° 1, Septiembre-Diciembre 1988, p. 394.

[45] Bernard Mandeville, La fábula de las abejas o los vicios privados hacen la prosperidad pública, trad. José Ferrater Mora, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1982, p. 609.

[46] Vid. Friedrich A. Hayek, Derecho, legislación y libertad, Una nueva formulación de los principios liberales de la justicia y de la economía política, trad. Luis Reig Albiol, Universidad Francisco Marroquín/Unión Editorial, Madrid, 2006, p. 312, n. 7 y David Hume, Essays moral, political and literary, Liberty Fund, Indianapolis, 1987, p. 494.

[47] Albert O. Hirschman, Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo antes de su triunfo, trad. Eduardo L. Suárez, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1977, pp. 18, 24-25 y 132-133.

[48] Alexander, Hamilton, John Jay y James Madison, op. cit., p. 268.

[49] Vid. Aristóteles, Política, trad. Manuela García Valdés, Gredos, Madrid, 1988, IV, 8,1294a, 5. Cfr. Pierre Grimal, op. cit., p. 118.

[50] Vid. Peter Berkowitz, El liberalismo y la virtud, trad. Carlos Gardini, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 2001, pp. 57-58. Cfr. Gore Vidal, op. cit., p. 92.

[51] Aristóteles, op. cit., V, 8, 1308a, 9.

[52] Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, Vol. I. El Renacimiento, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1993, pp. 86-87 y Peter Berkowitz, op. cit., pp. 64-66.

[53] Cfr. Eric Voegelin, La nueva ciencia de la política. Una introducción, trad. Joaquín Ibarburu, Katz, Buenos Aires, 2006, p. 216.

[54] Paul Feyerabend, ¿Por qué no Platón?, trad. María Asunción Albisu, Tecnos, Madrid, 2003, p. 66.

[55] Allan Bloom, Gigantes y enanos. La tradición ética y política de Sócrates a John Rawls, trad. Alberto Bixio, Gedisa, Barcelona, 1999, pp. 226-227.

[56] Cfr. Paul Feyerabend, op. cit., pp. 66 y 70.

[57] Cit. Antonio Escohotado, Caos y orden, Espasa Calpe, Madrid, 1999, p. 134.

[58] J. G. A. Pocock, op. cit., p. 583.

[59] Allan Bloom, op. cit., pp. 295-296.

[60] Nicolás Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio…, p. 175.

[61] Cfr. James Hankins, «Machiavelli, Civic Humanism, and the Humanist Politics of Virtue», en Italian Culture, N° 32 (2), September, 2014, p. 106 y op. cit., p. 57.

[62] Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, trad. Eduardo L. Suárez Galindo, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1992, pp. 41-42 y 255.

[63] Quentin Skinner, Maquiavelo…, pp. 95-96.

[64] David Liss, op. cit., p. 241.

[65] Thomas Jefferson, «[Carta a Georges Washington. Filadelfia, 23 de mayo de 1792]», en op. cit., pp. 437-438 y «Las anotaciones»…, p. 107.

[66] Thomas Jefferson, «[Carta a Georges Washington. Filadelfia, 23 de mayo de 1792]…» y «[Carta a Georges Washington. Monticello, 9 de septiembre de 1791]», en op. cit., pp. 437 y 441.

[67] Cit. Gore Vidal, op. cit., pp. 47-48.

[68] Louis Hacker, «Los prejuicios anticapitalistas de los historiadores norteamericanos», en Friedrich A. Hayek (ed.), El capitalismo y los historiadores, trad. Eduardo Guerrero Tapia, Unión Editorial, Madrid, 1997, p. 79.

[69] J. G. A. Pocock, op. cit., p. 638.

[70] Cfr. Nicolás Maquiavelo, op. cit., p. 15

[71] J. G. A. Pocock, op. cit., pp. 582-583 y 645.

[72] Marco Tulio Cicerón, op. cit., I, XIII.

[73] Cfr. J. G. A. Pocock, op. cit., postscriptum, p. 687.

[74] Cfr. Thomas Jefferson, «Las anotaciones»…, pp. 108-109 y 111.

[75] Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 267.

[76] Nicolás Maquiavelo, op. cit., p. 398.

[77] Cit. Paul Johnson, El nacimiento del mundo moderno, trad. Aníbal Leal, Javier Vergara, Buenos Aires, 1992, p. 831 y Albert O. Hirschman, op. cit., p. 64.

[78] Thomas Jefferson, op. cit., pp. 111-112 y 115.

[79] Thomas Jefferson, «[Carta al Sr. Wythe. París, 13 de agosto 1786]»..., p. 351.

[80] Vid. Thomas Jefferson, «[Carta a Mann Page. Monticello, 30 de agosto de 1795]», en op. cit., p. 545.

[81] Thomas Jefferson, «Autobiografía», en op. cit., p. 35.

[82] Thomas Jefferson. «[Carta a John Adams. Monticello, 28 de octubre de 1813]», en op. cit., pp. 528-529.

[83] Vid. Moses I. Finley, El nacimiento de la política, trad. Teresa Sempere, Crítica, Barcelona, 2015, pp. 528-529.

[84] Cfr. J. G. A. Pocock, op. cit., p. 637.

[85] Alexis de Tocqueville, op. cit., pp. 201 y 216.

[86] Gore Vidal, op. cit., p. 32 y John Locke, Segundo Tratado de Gobierno, trad. Mario H. Calichio, Ágora, Buenos Aires, 1959, p. 43.

[87] Friedrich A. Hayek, op. cit., pp. 80 y 194, n. 7. Cit. J. G. A. Pocock, op. cit., p. 566.

[88] Vid. Bernard Williams, op. cit., pp. 68 y 73.

[89] Emilio Lledó, «Introducción a las éticas», en Aristóteles, Ética Nicomáquea, Gredos, Gredos, Madrid, 1985, pp. 58 (n. 52) y 95.

[90] Hannah Arendt, Sobre la revolución, trad. Pedro Bravo, Alianza Editorial, Madrid, 2009, p. 30 y E. P. Thompson, op. cit., pp. 290 y 300.

[91] Vid. James Harrington, La república de Océana, trad. Enrique Díez-Canedo, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1996, p. 235 y Thomas Jefferson, «Notas sobre Virginia», en op. cit., p. 247.

[92] Thomas Jefferson, «[Carta a Jean-Baptiste Say. Washington, 1 de febrero de 1804]», en op. cit., p. 485 y J. G. A. Pocock, op. cit., p. 641. Cfr. Thomas Jefferson, «[Carta a Thomas Law. Esq. Poplar Forest, 13 de junio de 1814]», en op. cit., pp. 532-533 y «[A los jefes de la nación Cherokee. Washington, 10 de enero de 1806]», en id., p. 487.

[93] Thomas Jefferson, «[Carta a John Melish. Monticello, 13 de enero de 1813]», en op. cit., p. 519.

[94] Alasdair MacIntyre, op. cit., pp. 242-243.

[95] J. G. A. Pocock, op. cit., p. 563. Cfr. Aristóteles, op. cit., VII, 2, 1324a, 1-2 y VII, 13, 1332a, 5 y Ética Nicomáquea, trad. Julio Palli Bonet, Gredos, Gredos, Madrid, 1985, I, 10, 1099b, 18-20. Vid. Pierre Aubenque, op. cit., p. 98.

[96] Vid. Claudia Hilb, op. cit., p. 130. Cfr. Maurizio Viroli, op. cit., p. 57.

[97] Vid. Hugh Trevor-Roper, La crisis del siglo XVII. Religión, reforma y cambio social, trad. Lilia Mosconi, Katz/Liberty Fund, Colonia Suiza, 2009, p. 395.

[98] Vid. Víctor Méndez Baiges, El filósofo y el mercader. Filosofía, derecho y economía en la obra de Adam Smith, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2004, pp. 112 y 118.

[99] Vid. Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, Vol. I…, p. 63; Georges Duby, La época de las catedrales. Artes y sociedad, 980-1420, trad. Arturo R. Firpo, Cátedra, Madrid, 2014, p. 248; y Maurizio Viroli, op. cit., p. 159.

[100] Vid. Lorenzo Infantino, Ignorancia y libertad, trad. Juan Marcos de la Fuente, Unión Editorial, Madrid, 2004, p. 145, n. 27.

[101] Adam Ferguson, Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, trad. María Isabel Wences Simon, Akal, Madrid, 2010, p. 72.

[102] Cfr. María Isabel Wences Simon, «Adam Ferguson y la difícil articulación entre el comercio y la virtud», en Polis. Revista Latinoamericana, 14, 2006, p. 6. Vid. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 268.

[103] Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 290.

[104] Karl Polanyi, op. cit., pp. 17 y 255.

[105] Vid. Id., p. 42.

[106] Cfr. Id., p. 225.

[107] Vid. Lorenzo Infantino, op. cit., pp. 229 y 265 y Tito Livio, Desde la fundación de Roma, Libros I-II, trad. Agustín Millares Carlo, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1998, pp. 60-62.

[108] Max Weber, Economía y Sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, trad. José Medina Echevarría, Juan Roura Parella, Eugenio Ímaz, Eduardo García Máynez y José Ferrater Mora, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1992, p. 358.

[109] Numa Dionisio Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, trad. Carlos A. Martín, PEISA, Lima, s/f, pp. 196-197.

[110] Karl R. Popper, En busca de un mundo mejor, trad. Jorge Vigil Rubio, Barcelona, Paidós, 1994, p. 143.

[111] Werner Jaeger, op. cit., p. 139.

[112] Cit. Eduardo Meyer, «La evolución económica de la Antigüedad», en El historiador y la Historia antigua. Estudios sobre la teoría de la Historia la Historia económica y política de la Antigüedad, trad. Carlos Silva, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1982, p. 101.

[113] Vid. Pierre Grimal, op. cit., pp. 132-133; Cornelius Castoriadis, Sobre el político de Platón, trad. Horacio Pons, Trotta, Madrid, 2004, p. 26 y John Gray, Liberalismo, trad. María Teresa de Mucha, Alianza Editorial, Madrid, 1994, pp. 17-18.

[114] Vid. Alasdair MacIntyre, op. cit., p. 50 y Werner Jaeger, op. cit., p. 497.

[115] Cit. Hannah Arendt, La condición humana, trad. Ramón Gil Novales, Paidós, Buenos Aires, 1996, p. 88.

[116] Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. Julio Cortázar, Seix Barral, Bogotá, 1984,, p. 31.

[117] Vid. Moses I. Finley, op. cit., p. 29.

[118] Werner Jaeger, op. cit., pp. 105-106.

[119] Aristóteles, Política, III, 13, 1283a, 3-4.

[120] Hesíodo, «Trabajos y días», Obras y fragmentos. Teogonía. Trabajos y días. Escudo. Fragmentos. Certamen, trad. Aurelio Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díez, Gredos, Madrid, 2000, 305-310.

[121] Cit. Richard Pipes, op. cit., p. 27.

[122] Aristóteles, op. cit., VII, 9, 1328b, 4-1329a, 1 y Platón, República, trad. Conrado Eggers Lan, Gredos, Madrid, 1988, II 370b-d; III 394e y Leyes, trad. Francisco Lisi, Gredos, Madrid, 1999, VIII 846a; 847b-c.

[123] Vid. Heródoto, Historia, trad. Carlos Schrader, Gredos, Madrid, 2006, I, 30.

[124] Vid. Lorenzo Infantino, op. cit., pp. 99-100 y Thomas Jefferson, «Carta a Samuel Kercheval. Monticello, 12 de julio de 1816», en op. cit., pp. 564-565.

[125] Cfr. Quentin Skinner, op. cit., p. 43 y Hannah Arendt, op. cit., p. 92.

[126] Moses I. Finley, «Aristóteles y el análisis económico», 1970, en id. (ed.), Estudios sobre historia antigua, trad. Ramón López, Akal, Madrid, 1981, pp. 62-63.

[127] Aristóteles, op. cit., VII, 9, 1328b-1329b.

[128] Vid. Eduardo Meyer, op. cit., pp. 151-152 y 162-163. Cfr. Moses I. Finley, op. cit., pp. 49 y 62-64.

[129] Vid. Eduardo Meyer, op. cit., p. 75.

[130] Cfr. Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 200.

[131] Ronald Dworkin, Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad, trad. Fernando Aguiar, María Julia Bertomeu y Antoni Domènech, Paidós, Barcelona, 2003, p. 254.

[132] Cfr. Cornelius Castoriadis, La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia. 2. Seminarios 1983-1984. La creación humana III (2008), trad. Horacio Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2012, p. 169.

[133] Cfr. Werner Jaeger, op. cit., p. 901-902.

[134] Cfr. Moses I. Finley, op. cit., p. 61.

[135] Cfr. Numa Dionisio Fustel de Coulanges, op. cit., pp. 296-297.

[136] Cit. Lorenzo Infantino, op. cit., pp. 61-62.

[137] Heródoto, op. cit., II, 177, 2.

[138] Vid. David Hume, Tratado de la naturaleza humana, trad. Félix Duque, Orbis, Buenos Aires, 1984, III, II, VI, 526.

[139] Vid. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 51.

[140] Vid. Aristóteles, op. cit., II, 8 (5), 1263a, 5-1263b, 1-10.

[141] Cfr. David Hume, Essays moral, political and literary…, p. 260 y Hannah Arendt, op. cit., p. 86.

[142] Cfr. Moses I. Finley, El nacimiento de la política…, p. 27.

[143] Cit. Eduardo Meyer, op. cit., p. 96, n. 55.

[144] Vid. Werner Jaeger, op. cit., p. 406.

[145] Vid. Pierre Grimal, Cicerón, trad. Ana Escartín, Gredos, Madrid, 2013, p. 50.

[146] Cfr. Cornelius Castoriadis, Sobre el político de Platón…, pp. 26-27; Numa Dionisio Fustel de Coulanges, op. cit., p. 396; y Moses I. Finley, op. cit., p. 160.

[147] Alejandro G. Vigo, Aristóteles. Una introducción, Instituto de Estudios de la Sociedad, Santiago de Chile, 2007, p. 12.

[148] Cit. Moses I. Finley, op. cit., p. 59. Vid. Aristóteles, op. cit., III, 1, 1275a, 6.

[149] Cfr. Moses I. Finley, op. cit., pp. 83 y 159.

[150] Heródoto, op. cit., IX, 54, 1.

[151] Cfr. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 165.

[152] Vid. Adam Ferguson, op. cit., pp. 198-199.

[153] Vid. Jonathan I. Israel, Una revolución de la mente. La ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna, trad. Serafín Senosiáin, Laetoli, Pamplona, 2015, p. 21; Philipp Blom, Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea, trad. Daniel Najmías, Anagrama, Barcelona, 2012, pp. 406-407; y Alasdair MacIntyre, op. cit., p. 57.

[154] Vid. Jean Starobinski, Montesquieu, trad. Mónica Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2000, p. 105.

[155] Vid. Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Vol. I, Liberty Fund, Indianapolis, 1981, p. 26 y David Hume, Ensayos políticos de David Hume, trad. Francisco González Aramburu, Herrero Hermanos, México, D. F., 1965, p. 88.

[156] David Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, trad. Juan Adolfo Vázquez, Losada, Buenos Aires, 1939, pp. 134-135 y Tratado de la naturaleza humana, III, II, 569

[157] Mark Skousen, La formación de la teoría económica moderna: La vida e ideas de los grandes pensadores, trad. José Antonio de Aguirre, Unión Editorial Madrid, 2010, pp. 71-72.

[158] Vid. Peter Burke, Formas de hacer historia, trad. José Luis Gil Aristu, Alianza Editorial, Madrid, 1996, p. 162.

[159] Vid. David Hume, Essays moral, political and literary…, p. 418 y Lorenzo Infantino, op. cit., pp. 154-155 y 169, n. 95.

[160] Cfr. Ronald Coase, «La riqueza de las naciones», en Ensayos sobre economía y economistas, trad. Helena Goicochea, Marcial Pons, Madrid, 2009, p. 98.

[161] David Hume, Tratado de la naturaleza humana, III, II, II, 485.

[162] Adam Smith, op. cit., p. 510 y An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Vol. II, Liberty Fund, Indianapolis, 1981, p. 687.

[163] Cfr. María Isabel Wences Simon, «¿Cívica o comercial? Paradojas de la idea de sociedad civil en Ferguson», en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, Vol. XLVIII, N° 196, enero-abril 2006, p. 20.

[164] Vid. Quentin Skinner, Hobbes y la libertad republicana, trad. Juliana Udi, Universidad Nacional de Quilmes/Prometeo 2010, Buenos Aires, 2010, p. 171.

[165] Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments…, p. 270.

[166] Aristóteles, Ética Nicomáquea, VII, 14, 1154b, 25.

[167] Cfr. Quentin Skinner, op. cit., p. 170.

[168] Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, trad. José López y López, Orbis, Buenos Aires, 1984, p. 111.

[169] Vid. Hannah Arendt, op. cit., pp. 17 y 94; Bernard Williams, «La justicia como una virtud», en op. cit., pp. 248, 250 y 257; Heródoto, op. cit., VII, 10, ε, 1 y Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia, trad. Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 242.

[170] Jean-Jacques Rousseau, op. cit., p. 50. Vid. también Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, trad. Roberto Blatt, Taurus, Madrid, 2001, p. 47.

[171] Vid. María Isabel Wences Simon, «Introducción», en Adam Ferguson, op. cit., pp. 9 y 13. Cit. Adam Ferguson, op. cit., p. 99.

[172] Cfr. Aristóteles, op. cit., I, 8, 1098b y I, 9, 1099b, 10; vid. X, 3, 1173a, 15.

[173] Adam Smith, op. cit., pp. 592 y 594.

[174] Cfr. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 150.

[175] Vid. J. G. A. Pocock, op. cit., p. 636.

[176] Adam Smith, Lectures on Jurisprudence, Liberty Fund, Indianapolis, 1982, p. 5.

[177] Cfr. Jean Bodin, op. cit., pp. 29 y 32 y Richard Pipes, op. cit., p. 174. Montesquieu, Del espíritu de las leyes, trad. Mercedes Blázquez y Pedro de Vega, Orbis, Buenos Aires, 1984, IV, XX, IV.

[178] Nicolás Maquiavelo, op. cit., p. 262 y Cayo Cornelio Tácito, Libro de las historias, trad. Joaquín Soler Franco, Instituto “Fernando el Católico”, Zaragoza, 2015, IV, 23.

[179] Cfr. Allan Bloom, op. cit., 1999, p. 84 y Voltaire, Cartas filosóficas y otros escritos, trad. J. Bertrand, Sarpe, Madrid, 1983, p. 40.

[180] Montesquieu, op. cit., IV, XX.

[181] Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 121.

[182] Cfr. Id., 159.

[183] Vid. Peter Berkowitz, op. cit., p. 236.

[184] Vid. Hannah Arendt, op. cit., p. 151.

[185] Cit. Mariano Grondona, Los pensadores de la libertad. De John Locke a Robert Nozick, Sudamericana, Buenos Aires, 1986, p. 19.

[186] Cfr. Paul Veyne, op. cit., p. 152.

[187] Vid. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 112; Paul Veyne, op. cit., p. 151; y Aristóteles, Política, VIII, 2, 1337b, 10-15.

[188] Vid. Alasdair MacIntyre, op. cit., p. 127.

[189] Vid. Guido M. Cappelli, El humanismo italiano. Un capítulo de la cultura europea entre Petrarca y Valla, trad. Montserrat Guirguí y Hernán Sabaté, Alianza Editorial, Madrid, 2007, pp. 125 y 139.

[190] Cit. J. G. A. Pocock, op. cit., p. 641.

[191] Cit. Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, Vol. I…, p. 96.

[192] James Hankins, Virtue Politics…, pp. 345-346.

[193] Jesús Luis Castillo Vegas, «Ciudad rica y ciudadanos pobres. La consideración de la riqueza en el republicanismo florentino», en INGENIUM. Revista de historia del pensamiento moderno, Nº 7, 2013, p. 72.

[194] Cit. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 112. Marco Tulio Cicerón, «Los oficios», II, VI.

[195] Alasdair MacIntyre, op. cit., p. 225.

[196] Vid. Pierre Aubenque, op. cit., p. 76, n. 137.

[197] Cfr. C. J. Friedrich, La filosofía del derecho, trad. Margarita Álvarez Franco, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2004, p. 48.

[198] Cfr. Paul Veyne, op. cit., pp. 151-152.

[199] Cit. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 159.

[200] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Vol. I, Sarpe, Madrid, 1984, p. 240 y Lucien Jaume, op. cit., p. 353.

[201] Cfr. Lorenzo Infantino, op. cit., p. 106.

[202] Cfr. Thomas More, «Utopia», en Ideal Empires and Republics, M. Walter Dunne, Publisher, Washington & London, 1901, p. 187.

[203] Vid. Gilles Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, trad. Antonio Escohotado, Tusquets, Barcelona, 2004, p. 152.

[204] Montesquieu, op. cit., II, XI, VI.

[205] Edmund Burke, op. cit., p. 355.

[206] J. G. A. Pocock, op. cit., pp. 166 y 183.

[207] Forrest McDonald, op. cit., pp. 90, 209 y 259.

[208] Vid. Jean Starobinski, op. cit., p. 13.

[209] Vid. Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments…, p. 3.

[210] Aristóteles, op. cit., III, 9, 1280b, 13-1281a, 14-15.

[211] Cfr. Charles Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, trad. Ana Lizón, Paidós, Barcelona, 2006, p. 290.

[212] Marco Tulio Cicerón, op. cit., I, XLIII y «Tratado de la república», en Obras escogidas, trad. Francisco Navarro y Calvo, Librería “El Ateneo” Editorial, Buenos Aires, 1951, p. 599.

[213] Marco Tulio Cicerón, «Tratado de la república»…, pp. 605-606.

[214] Cit. David Hume, Essays moral, political and literary…, p. 47.

[215] John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, trad. Amando Lázaro Ros, M. Aguilar, Buenos Aires, 1955, pp. 52-53.

[216] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Vol. II…, p. 13.

[217] Id., p. 9.

[218] Nicolás Maquiavelo, op. cit., p. 305. Cfr. Hannah Arendt, Sobre la revolución…, p. 295.

[219] Alexis de Tocqueville, op. cit., pp. 9 y 10.

[220] Id., p. 252.

[221] Cfr. Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades, trad. Ricardo Ciudad Andreu, Alianza Editorial, Madrid, 2017, p. 65.

[222] Alexis de Tocqueville, op. cit., pp. 11 y 219.

[223] Friedrich A. Hayek, op. cit., p. 85.

[224] Vid. J. G. A. Pocock, La Ancient Constitution y el derecho feudal, trad. Santiago Díaz Sepúlveda y Pilar Tascón Aznar, Tecnos, Madrid, 2011, p. 157 y Werner Jaeger, Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, trad. José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2013, p. 100, n. 27.

[225] Cit. Raymond Aron, op. cit., p. 26. Vid. Lucien Jaume, op. cit., p. 239, n, 37.

[226] Alexis de Tocqueville, op. cit., pp. 112, 123 y 166.

[227] Id., p. 7.

[228] Cit. Lucien Jaume, op. cit., p. 214.

[229] Cit. Raymond Aron, op. cit., p. 26.

[230] Cit. Id., p. 27.

[231] Vid. Tomás de Aquino, De regimine principum, trad. León Carbonero y Sol, Imprenta y Librería de D. A. Izquierdo, Sevilla, 1861, III, IV y Montesquieu, op. cit., en Advertencia del autor.

[232] Vid. Hannah Arendt, «La revisión de la tradición por Montesquieu», en La promesa de la política, trad. Eduardo Cañas y Fina Birulés, Booket, Ciudad de México, 2016, 2005, pp. 101-102 y María Isabel Wences Simon, «¿Cívica o comercial? Paradojas de la idea de sociedad civil en Ferguson»…, p. 22.

[233] Pedro Cerezo Galán, «Virtud cívica e ilustración», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales, N° 84, 2007, p. 233.

[234] Jean Starobinski, op. cit., p. 154.

[235] Pedro Cerezo Galán, op. cit., p. 235.

[236] Adam Smith, op. cit., pp. 231, 235 y 237.

[237] David Hume, op. cit., p. 259.

[238] Johathan I. Israel, La Ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750, trad. Ana Tamarit, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2012, p. 111.

[239] Vid. id., pp. 29-30.

[240] Heródoto, op. cit., V, 78.

[241] J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico…, p. 588.

[242] Adam Smith, op. cit., pp. 62 y 233-234.

[243] Cit. Lucien Jaume, op. cit., pp. 82 y 219, n. 165. Vid. Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. 1. De Homero a Heráclito. Seminarios 1982-1983. La creación humana II, trad. Sandra Garzonio y Hernán Martignone, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, pp. 339 y 360.

[244] Friedrich A. Hayek, op. cit., p. 217.

[245] Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, trad. trad. Carlos Valdés, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2002, p. 45.

[246] Vid. Richard Pipes, op. cit., p. 64, n. * y Lorenzo Infantino, op. cit., p. 25.

[247] Cfr. David Casassas, La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith, Montesinos, Barcelona, 2010, p. 100.

[248] Vid. Alain Peyrefitte, op. cit., p. 163.

[249] Jean-Jacques Rousseau, op. cit., p. 92.

[250] Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, trad. José Antonio Villar Vidal, Gredos, Madrid, 2001, I, I.

[251] Marco Tulio Cicerón, «Los oficios», I, XIV.

[252] Juan Luis Vives, El socorro de los pobres, trad. Luis Frayle Delgado, Tecnos, Madrid, 1997, pp. 67-68.

[253] Bernard Mandeville, op. cit., p. 170.

[254] Adam Smith, op. cit., p. 86.

[255] Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 107.

[256] Vid. Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Vol. I…, pp. 26-27.

[257] Id., p. 456.

[258] Vid. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Vol. I…, p. 29; Adam Smith, op. cit., pp. 571-572; y Hannah Arendt, Sobre la revolución…, p. 29.

[259] Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Vol. II…, p. 585.

[260] John Stuart Mill, La civilización: señales de los tiempos, trad. Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 2011, p. 147 y Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Vol. I…, p. 26.

[261] Vid. Herbert Spencer, The man versus the state, Liberty Fund, Indianapolis, 1981, p. 8.

[262] Vid. Maurizio Viroli, op. cit., p. 240.

[263] Cfr. Friedrich A. Hayek, op. cit., pp. 508-509 y 534.

[264] Cfr. Id., pp. 541-542.

[265] Aristóteles, Ética Nicomáquea, I, 5, 1095b, 15-I, 5, 1096a, 5, X, 6, X, 6, 1176b, 25-30-1177a y X, 8, 1178b, 25-X, 8, 1179a.

[266] David Hume, Investigación sobre los principios de la moral, trad. Manuel Fuentes Benot, Aguilar, Buenos Aires, 1968, p. 120.

[267] Vid. Alasdair Macintyre, op. cit., p. 303; Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, trad. Consuelo Berges, Orbis, Buenos Aires, 1984, IV, VIII; Jean Starobinski, op. cit., p. 165; y David Hume, Essays moral, political and literary…, p. 229.

[268] Vid. Quentin Skinner, Maquiavelo…, pp. 90 y 92-93 y Margaret Michelle Barnes Smith, «The Philosophy of Liberty: Locke’s Machiavellian Teaching», en Paul A. Rahe (ed.), Machiavelli’s Liberal Republican Legacy, Cambridge University Press, Cambridge, 2005, p. 53. Cfr. J. G. A. Pocock, op. cit., p. 564.

 

 

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