Para el que más, la frase que reza que la vigilancia eterna es el precio de la libertad pertenece a Thomas Jefferson. Pero en realidad el que la dijo fue el abogado antiesclavista Wendell Phillips. Según su parecer, el maná de la libertad del pueblo debe recogerse cada día, porque si no se pudre.
Lejos estamos ante quien lanzó una frase suelta, sino ante quien la tuvo como lema de vida. Por ello es que al sentir que su misión abolicionista había llegado a su fin al aprobarse la Decimoquinta Enmienda de la Constitución estadounidense en 1870 (la que concedió el derecho de votar a los antiguos esclavos, libertad que provocó la Guerra de Secesión de 1861-1865), Phillips dirigió inmediatamente su empeño libertario en favor de la causa del sufragio femenino y de los derechos de los pueblos indígenas. Así pues, he aquí un hombre que practica lo que dice.
No será el único. Sin casualidad ni excepcionalidad alguna, son los años en el que las ideas liberales bullen. Pero no sólo ellas, sino también los avances científicos y tecnológicos. Los argumentos morales en favor de un mayor espacio de autonomía individual encuentran apoyo en estas innovaciones. Ahora tener esclavos y siervos no sólo colisionaba con los valores ilustrados, igualmente era caro e improductivo.
Sea por los descubrimientos de los yacimientos auríferos (entre otros) de California y Australia, por las demandas democráticas que agitaron el viejo continente en 1848 y por el éxito de la Liga Aduanera Alemana (Zollverein) —a lo que hay que agregar el “boom” del guano peruano, la explotación del estaño malayo, el manganeso de la Chile, India y Rusia, el níquel de Nueva Caledonia y la fascinación por los ferrocarriles (exportados por Inglaterra, gran productora de hierro), etc.—, es la edad de oro del liberalismo. Éste se explayará en directo maridaje con la expansión del capital que la revolución industrial activó. Juntos generarán la más inclusiva de las gestas sociales. Millones de personas a lo largo y ancho del planeta sentirán los efectos de un orden de cosas radicalmente modernizador (el término “modernidad” aparece hacia 1849). El espacio que mejor aproveche esa inédita liberalidad será el que abarque Europa y los Estados Unidos de América, pero el resto del mundo no será ajeno a ese mare magnun de novedades.
Desde entonces queda cincelado que la democracia representativa no se entiende sin industrialismo ni sin emprendedores. Aún con esquemas políticos elitistas, la extensión de los mercados (casi la abolición de las aduanas, escasos impuestos y con una todavía ignorada legislación laboral) precipita ciudadanos de nuevo cuño. Se remueven las tradiciones patriarcales y absolutistas, sean las gubernamentales como las estamentales, las corporativas y gremiales. Y si no es posible extirparlas, se buscan plazas exentas de esas cargas (como Manchester o Birmingham). La servidumbre campesina es eliminada, incluso en la reaccionaria Rusia. No más guetos. Si Inglaterra no los conoció, los de Europa fueron abolidos tanto por el impulso de la revolución francesa primero como por el de la revolución industrial (el último en cerrar será el de Roma en 1870).
Las migraciones de bienes, riquezas y personas (básicamente desde Europa) transformarán los parajes que toquen. El aumento de la renta per cápita produjo cambios tan severos como positivos. El consumo (como el de la carne de vaca) ya no es privativo de los ricos. Contar con un empleo y su correspondiente ingreso salarial hará aparecer un proletariado hasta ese instante inexistente y un tipo de ciudad más dinámica, salubre y acogedora. A pesar de las innegables asperezas (las que fueron un legado del período preindustrial), es lo que las fábricas producen. A la par, es el tiempo de la opinión pública (con el telégrafo recibiendo y enviando noticias de Londres a Tokio o a Calcuta o a Adelaida) y del laissez faire.
En voz de Alan S. Kahan —que lo sitúa entre 1830-1870—, es el verano del liberalismo. Para Eric Hobsbawm —que lo mide de 1848 a 1870—, será la era del capitalismo. Una palabra que aparece por los años de 1860, la que en sí misma se confunde (realmente un sinónimo) con el liberalismo. Desde su mera mención invita a vislumbrar mercados globales y autorregulados. Bajo ese tenor, el estado pasa a ser casi un estorbo. Obviamente, lo será si es que traspasa sus legítimos espacios de acción.
hola paul
excelente articulo