Gestado en el siglo XVII, será en el orbe anglosajón que las premisas liberales adquieran carta de ciudadanía. En ese suelo el magistrado Edward Coke convierte al derecho común inglés (el common law) en un soporte legal autónomo del gobierno —recreando un iusnaturalismo as hoc a la causa libertaria— y John Lilburne y los levellers bregaron por la separación  de la iglesia anglicana del estado, la prensa libre, la propiedad privada y el comercio libre (renegaban de los monopolios instituidos por la corona). Empero, distó mucho de ser una exclusividad británica. Se dieron otros espacios de activación. No en vano John Locke (tenido como su “padre fundador”) compuso su Carta sobre la tolerancia durante su exilio en Ámsterdam, donde frecuentó al círculo de amigos y seguidores del filósofo sefardí Baruch Spinoza y a los “nuevos republicanos” afines a las ideas de los hermanos neerlandeses Pieter y Johan de la Court —valedores del régimen de la Verdadera libertad de Johan de Witt—.

El surgimiento de esta doctrina sobre la naturaleza del gobierno y la sociedad acontece en ámbitos donde emergen los primeros asomos ilustrados y las más significativas demandas por mayores espacios de participación política. Es la exigencia de nuevos actores sociales. A su entender —por sus sudorosos logros personales—, se habían ganado el derecho de ser libres.

A pesar del imperante mercantilismo y los gobiernos confesionales, son los días del comercio a gran escala que darán vida a una civilización centrada en lo económico. Un factor latente desde la Antigüedad, lo que en palabras de Lucius Annaeus Florus se tuvo como la alianza que mantiene unida a la raza humana. A decir de Filón de Alejandría, es el deseo natural de socializar. No en vano la negativa de permitir el libre tránsito se tuvo como causal de guerra justa en san Agustín de Hipona, aserto que Francisco de Vitoria hará valer para convalidar la conquista del Nuevo Mundo por los castellanos.

Al influjo de la milenaria Venecia —una potencia que aún se hacía sentir no obstante su evidente decadencia—, Inglaterra y los Países Bajos estaban inmersas en una alta movilidad social. Con su correspondiente explosión de inventivas en todos los campos, he aquí unas realidades nacionales altamente diferenciadas de las del resto de Europa. En esta medida, desde su génesis el liberalismo fue un movimiento intelectual que buscó comprender su realidad antes que reinventarla. Tal fue la postura característica de sus primeros defensores, la más de ellos ajenos al mundo universitario.

El legado humanista del buen gobierno y del bien común está presente, pero ahora desde una visión individualista y patrimonial. El imaginario de una comunidad de fieles guiados por su pastor se había diluido. Se apuesta por los acuerdos voluntarios. La sociedad pasa a ser un cuerpo de intereses varios. Definitivamente el discurso angélico de la cristiandad medieval (donde el hombre es por naturaleza bueno, hecho a la imagen de Dios) se rompe. Mas a diferencia de Thomas Hobbes que ve atomizados egos haciéndose la guerra entre sí, estamos frente a pensadores que coligen que los seres humanos son animales que contratan entre sí.

Desde la más prosaica humanidad, se funda un orden que se basta a sí mismo. La convicción de que hay una naturaleza que no requiere más que discurrir libremente se pone de moda. El empeño de Hugo Grocio —en la primera mitad del siglo XVII— por convertir a la lex civilis en un eco de la lex naturalis consagra —como Coke— un derecho y una justicia no estatal. Como su contemporáneo inglés, los deducía independiente del poder. Son los negocios los que dan vida a los pueblos, no sus príncipes.

Como lo advirtió Anthony Pagden, la traza epicúrea (con su hedonismo a cuestas) es aquí insoslayable. Inmersos en un orbe dominado por emprendedores, el individualismo es la característica más sobresaliente de esa hora. Una hora que se extenderá generosamente no obstante su aparente carga disociadora. Ello es lo que encontraremos con la ilustración escocesa, donde los nombres de autores como David Hume, Adam Smith y Adam Ferguson (entre otros) nos hablará de una visión más aguda de ese proceso. También a mediados del siglo XVIII un muy joven irlandés llamado Edmund Burke se adscribirá a esta postura, la que lo inoculará contra las fantasías seudoracionales de los jacobinos de 1789.

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