En el año 2000 las elecciones presidenciales en Perú fueron catalogadas por la OEA como fraudulentas en base al argumento de que el gobierno de Alberto Fujimori había comprado los medios de comunicación para dirigir la voluntad de los electores. Nunca dijo que la elección y el voto fueron propiamente manipulados en las urnas y en el proceso de conteo, sino que hubo un concierto electoral desigual propiciado por el gobierno para favorecer a su candidato. Hoy UNASUR (reunida en Lima, la alternativa chavista a la “pro imperialista” OEA) dice que Nicolás Maduro es el gobernante legítimo de Venezuela a pesar de haber sido elegido en condiciones similares a Fujimori. Y digo similares porque con Maduro no hubo sutilezas de por medio: simplemente puso toda la maquinaria del estado chavista a su favor, controlando medios de manera directa y haciendo que los encargados de garantizar el voto de los electores estuvieran completamente parcializados con el candidato oficialista. Quizá la muestra más evidente esté en las catorce veces en que la cara del “heredero” de Chávez aparece en la cédula de sufragio mientras que la de los demás postulantes una sola vez. Ello como una triste anécdota. Así pues, queda certificado que para el vigente consenso político latinoamericano las autocracias y dictaduras son malas cuando ellas son de “derechas”, pero cuando se ponen la careta de la “justicia social” todo es permitido. Esa es la explicación de por qué el régimen de los Castro en Cuba sigue respirando, como el estertor de un moribundo. En el Perú el elocuente silencio de muchos de los “demócratas” que se opusieron contra la (según ellos) “dictadura fujimorista” (entre ellos el ex velasquista canciller Rafael Roncagliolo y el ex diputado libertario Pedro Cateriano), le pone el broche de oro al cinismo y oportunismo de estos personajes.