Paul Laurent
Hacia 1984 el psiquiatra húngaro-estadounidense Thomas Szasz acuñó un concepto que describía perfectamente la aspiración del consenso político del antiliberal siglo XX, una aspiración que hermanaba apuestas aparentemente antagónicas como la de los totalitarismos de izquierda y derecha y la de los democráticos estados de bienestar: el “estado terapéutico”.
Como el rótulo lo indica, Szasz se refería a un estado sanador por excelencia. Capaz de involucrarse en las decisiones más simples de la vida de los ciudadanos, haciendo tabla rasa de sus derechos más elementales. Y ello porque ante un asunto de “salud pública” no hay constitucionalidad que valga. Ello lo entendieron muy bien los sanguinarios miembros del Comité de Salud Pública de la Revolución Francesa, con el sanador Robespierre a la cabeza.
En puridad, la salud pública requiere de un estado de excepción permanente. De contar con la posibilidad de anteponer las “soluciones técnicas” a todas las demás que los particulares asuman (antitécnicamente) desde sus presuntos derechos intocables. Empero, para los defensores de un estado sanador o terapéutico no hay pretexto que frene tan aparentemente noble intromisión.
Aparentemente porque lo que va a suceder es que quizá las regulaciones que se establezcan caigan en la intrascendencia en el tema puntual de la “prevención médico-nutricional”, pero no en otros aspectos: como el de la libertad de expresión, la libre comercialización de bienes y servicios, el pleno ejercicio de decidir qué alimento o sustancias consumir, entre otros. Es decir, se sobredimensiona al estado anulando derechos.
En la antigüedad y el medioevo se tuvo por cierta la creencia de que los reyes tenían la milagrosa cualidad de sanar enfermos con solo tocarlos (incluso hasta con un simple roce). Principalmente la enfermedad que se “curaba” era la de las escrófulas. Esa era la especialidad de los príncipes. Marc Bloch dirá que ese acto de sanación perduró hasta 1825. Así es como se extinguen esas largas colas de “enfermos” en las puertas de los palacios reales europeos.
Ello hasta el siglo XIX, cuando nadie imaginó que el otrora sanador de escrófulas iba a abandonar su pasividad de sólo recibir enfermos para a ir a curarlos personalmente, así estos no estén realmente enfermos. Exactamente lo que hoy tenemos a través de un estado que juzga que absolutamente todo es de su interés, erigiendo para ello una frondosa y sofisticada maraña legislativa que lo catapulta como previsor de futuras “enfermedades”.
Obviamente bajo una institucionalidad de esas pretensiones la libertad que se invoque no será ni medianamente la que se funde en el “dejar hacer” y en el “dejar pasar”, ni en la de “lo mío” y “lo tuyo”. Si se parte del criterio de que la libertad sin salud pública de por medio no es libertad, entonces se desprende que sin estado terapéutico a cuestas somos esclavos.
Rara manera de reivindicar la libertad. Rara en el sentido moderno de la expresión, pero no será nada rara si es que nos ubicamos en el plano de lo premoderno. Esa premodernidad donde un tal Aristóteles obsequió a los monarcas sanadores de escrófulas (y también a los que no sanaban nada) las justificaciones para gobernar más allá de los derechos de sus gobernados, regalándoles argumentos en favor del poder ilimitado. Precisamente los argumentos de ese absolutismo que el liberalismo episódicamente derrotó doscientos años atrás.
(Publicado originalmene en Diario Altavoz.pe)