En el primer volumen de su Democracia en América (1835), Alexis de Tocqueville anotaba una soberbia novedad. Agudo y privilegiado testigo de unos Estados Unidos de América en hercúleo crecimiento, comprobaba in situ la importancia de una sociedad en acelerado proceso de capitalización. Un proceso donde el estado muy poco tenía que ver.

He ahí la “novedad”. Precisemos, la rústica pero pujante unión de las otrora “trece colonias” inglesas en Norteamérica era por entonces una confederación de estados autónomos que lucharon como un solo puño en la gesta de la independencia. Ni bien ganaron su libertad contra Inglaterra, aquellos estados optaron por mantener una alianza que originalmente no buscaba más que hacer perdurar la lograda emancipación.

Así es, el gobierno instalado en Washington no pretendía más que constituir un freno político-militar contra cualquier amenaza básicamente exterior. Su espejo fueron las anfictionías de la Grecia clásica. Todo lo demás corría a cargo de los propios estados de la unión. En puridad, una liga de “estados mínimos” que constituían a su vez una pequeña administración central encargada de asuntos político-jurisdiccionales, diplomáticos y militares.

Un administración lo suficientemente mínima (inexistente, desde la perspectiva actual) como para dar cabida a una dinámica de socialización que tendrá al comercio como su centro neurálgico. Recordemos, la gesta de la independencia norteamericana no se dio para fundar un orden, sino para salvaguardar el ya existente. Desde ese tenor los derechos que se invoquen no serán producto deliberado del poder político; todo lo contrario, serán hechura de una patrimonialidad precedente.

Tal es el soporte de un tipo de igualdad que conmoverá a Tocqueville. A pesar de las diferencias, todos se asumían poseedores de derechos. No olvidemos que estamos en los días en que la revolución industrial iniciada tiempo atrás en Inglaterra impone su rigor. Un rigor que hará ligar las bullentes economías a los derechos, y viceversa. En palabras de Walter Bagehot, el estatus cede su lugar al contrato. La movilidad social le da un tono completamente revolucionario al panorama.

Ingentes cantidades de inmigrantes (trabajadores) entrarán en escena, obviamente atraídos por un ambiente de negocios favorable para que cada quien mejore su suerte. Innegablemente, una soberbia capitalización que capitalizará a millones de personas en una fracción de tiempo realmente breve. En palabras de Tocqueville, un desplazamiento de la especie humana que no se daba desde la caída del Imperio Romano.

Empero aquí no se estaba ante ninguna caída, sino ante un nacimiento (o renacimiento, desde la estela del republicanismo romano). Según Paul Kennedy, desde 1846 a 1930 más de cincuenta millones de europeos se desplazaron a los Estados Unidos. A la par, otro grueso número de inmigrantes del Viejo Continente se instalan en una Argentina que por esa hora remedaba eficientemente (como muchas naciones de ese momento) tanto el espíritu como la institucionalidad norteamericana. Aprovechando la globalización de ese instante, Argentina se encumbró en el primer mundo.

Ante ese escenario, el perspicaz Tocqueville juzgará (viéndolo en su etapa auroral) que un mundo nuevo requiere una ciencia política nueva. A todas luces, un mundo nuevo que la “ciencia política” no precisamente nueva jamás estuvo en condiciones de comprender. Todo lo opuesto, lo negó hasta más no poder. Casi doscientos después, aquél mundo nuevo aún sigue a la espera de volver a ser comprendido.

(Publicado originalmente en Diario Altavoz.pe)

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